Los indefensos
Un alba?il se precipita en ca¨ªda libre por un hueco y a resultas se queda tetrapl¨¦jico. La empresa dispon¨ªa de arneses, de redes, de cascos, pero arrinconados. Al parecer, trae m¨¢s a cuenta pagar una indemnizaci¨®n por accidente que cumplir con las medidas de seguridad.
El alba?il recurre y el presidente del tribunal y ponente de la sentencia Pedro Mart¨ªn le quita la raz¨®n y luego aclara: "Si hubieran ido a la v¨ªa civil, esto no habr¨ªa pasado y el trabajador habr¨ªa ganado la sentencia de calle". La v¨ªctima de tan nefando error, el obrero Enrique Poci?os, en silla de ruedas y sometido a tratamiento psiqui¨¢trico desde 1999 (a?o en que se produjo el accidente), declara: "Lo del accidente fue muy duro, pero la sentencia lo ha sido mucho m¨¢s". El se?or Poci?os ha aprendido en sus carnes, si acaso no lo sab¨ªa, que la ley no es ley para todos, que si eres un "narco" de post¨ªn te deja escapar, pero cu¨ªdate de ser un triste asalariado que por no saber, ni siquiera sabe que hay una v¨ªa penal y otra civil. Qu¨¦ inconsciencia, ponerse a reparar una casa sin conocerse al dedillo ambos c¨®digos. Cierto que deben ser muy espesos, pues el abogado defensor tampoco supo hacer la distinci¨®n, contribuyendo as¨ª decisivamente a que su cliente, el alba?il, se quedara al raso, sin indemnizaci¨®n.
El absurdo pone los pelos de punta. El trabajador ignoraba que su caso debi¨® ir por la v¨ªa de lo civil, lo que, hablando sin iron¨ªa es perfectamente comprensible; lo extraordinario ser¨ªa lo contrario. Pero es que el abogado no le saco del error y eso ya hace fruncir mucho el ce?o. Aunque lo asombroso de veras es que el se?or Pedro Mart¨ªn, presidente del tribunal y autor de las palabras arriba citadas, siguiera con un caso a sabiendas de que no era de la incumbencia de su tribunal. No soy experto en leyes, pero en esta ocasi¨®n como en otras muchas, esto le da m¨¢s fuerza a mi enconado razonamiento: la distancia me permite ver el bosque. A m¨ª y a usted, lector, lejos del imposible laberinto, de la jungla jur¨ªdica en que tan a menudo queda atrapado el aparato. F¨ªjense bien, no perdamos el hilo. Accidente fatal, pleito por la indemnizaci¨®n ante un tribunal que no es competente en el caso, pero lo acepta y lo tramita y dicta sentencia en contra de un infortuito obrero; y declara que de haber acudido ¨¦ste a la v¨ªa correcta, habr¨ªa ganado. ?Qui¨¦n en sus cabales y fuera del subsistema entiende esto? Los indefensos llamamos a una puerta en vez de llamar a otra y lejos de sacarnos m¨¢s o menos amablemente del error, nos destrozan la vida.
Suma y sigue. Para el inflexible magistrado Pedro Mart¨ªn Garc¨ªa, la ley es la ley, por m¨¢s que al parecer, el despiste es el despiste, pues humanos somos.
"Nuestra funci¨®n no es dictar sentencias ejemplares", afirma. Mordidos por el asombro, leemos a continuaci¨®n que el tribunal tiene como misi¨®n dictar sentencias "justas". O sea, que don Pedro no pretende sentar jurisprudencia, se contenta con ser justo. Siempre cre¨ªmos que las leyes tienen letra y esp¨ªritu. La letra son definiciones, el marco general que es punto de partida del esp¨ªritu; pues la definici¨®n r¨ªgida es suficiente y necesaria para las ciencias exactas, pero s¨®lo gu¨ªa para las humanas. El juez Pedro Mart¨ªn Garc¨ªa pertenece a la Asociaci¨®n Francisco de Vitoria, pero no parece haberse aprendido esto -tan elemental- con la lectura cuidadosa del insigne Vitoria, unos de los padres del Derecho Internacional. Hay jueces de manual como los hay tan flexibles y ecl¨¦cticos que el esp¨ªritu de sus sentencias pierde de vista la letra. Don Pedro es un juez de manual. "La v¨ªa penal se basa en que para condenar a una persona tiene que ser culpable. La empresa infringi¨® normas elementales, pero el accidente se produjo por la forma y manera en la que el trabajador llev¨® a cabo la obra". Recordemos las circunstancias en que ocurri¨® el accidente. Est¨¢ probado que la empresa dispone de los instrumentos para la prevenci¨®n de ¨¦stos, seg¨²n est¨¢ prescrito. Pero no hizo uso de ellos. El accidentado Enrique Poci?os, con amplia experiencia en el oficio, no los exigi¨® por que exigir es peligroso para la continuidad del empleo, como hasta el juez Mart¨ªn debe saber. (Poci?os: "Yo s¨®lo era consciente de que ten¨ªa que realizar mi trabajo porque tengo una familia que mantener"). A partir de ah¨ª, si cometi¨® una imprudencia, es irrelevante. Todos las cometemos, dentro y fuera del trabajo. Es imposible mantener una concentraci¨®n al cien por cien ni siquiera un momento. Es verdad que, la mente no admite una actividad ¨²nica en un momento dado, s¨®lo una actividad preferente. Escribo este art¨ªculo en mi vieja Olivetti, directamente en limpio; y cometo errores (que luego corrijo porque se inmiscuyen recuerdos, rumores de la calle, ideas para otro art¨ªculo, sensaciones, sentimientos... Disculpen la pedanter¨ªa si la hay, pero ?no va de esto el stream of consciousness, de Joyce? ?El flujo de la conciencia?
Caracter¨ªstica humana que siendo defensiva en car¨¢cter (m¨²ltiples y diversas las asechanzas, hay que entrar simult¨¢neamente en todo) puede originar cat¨¢strofes como la sufrida por el alba?il Poci?os. Para eso, sin embargo, se invent¨® la protecci¨®n y prevenci¨®n de que fue privado este hombre por la empresa. Luego el se?or magistrado ponente y su tribunal debieron haberse atenido a sentencias menos sof¨ªsticas y con mejor sentido, como la reciente de la Audiencia de Lleida, que concede una indemnizaci¨®n a una obrera lesionada, pues "en un trabajo de riesgo la que tiene que demostrar su inocencia es la empresa, no el trabajador la presunta negligencia". Si la empresa es inocente, es otra cosa. Pero si es culpable sencillamente no hay m¨¢s que indagar. La empresa fue la ocasi¨®n y fue la causa, pues el temor del alba?il a ser despedido si no obedec¨ªa la orden de trabajar en condiciones inseguras, estaba muy bien fundado: es lo que suele ocurrir. A partir de ah¨ª, es abusivo poner todo el acento en la imprudencia del trabajador, quien podr¨ªa aducir que en su subconsciente se debat¨ªa el dilema: trabajar jug¨¢ndose el tipo o a la calle. De nuevo, el flujo de la conciencia; as¨ª como alguna vez, la obsesi¨®n con el infarto puede provocarlo, pero con la diferencia de que la obsesi¨®n de Enrique Poci?os era la natural en millones de asalariados. Nada de hipocondr¨ªa.
"Hemos hecho lo que nos dictaba nuestra conciencia", declara este juez. No se le reprocha que se aliase con el fuerte y contra el d¨¦bil, sino de que con tal perspicaz conciencia sus mentores Vitoria y Su¨¢rez... Santo cielo.
Manuel Lloris es doctor en Filosof¨ªa y Letras.
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