Desfiladeros, montes, cl¨¢sicos y contempor¨¢neos
DIGAMOS QUE la literatura mexicana es una geograf¨ªa. En su centro remoto hay una monta?a antigua, herm¨¦tica e inagotable, la m¨¢s alta y dif¨ªcil de escalar, que se llama sor Juana In¨¦s de la Cruz (1648-1695). Es una monta?a de misterios y latines, incunables de convento, sacrilegios ocultos y rimas desafiantes. Crece solitaria en la planicie del mediod¨ªa novohispano.
Luego, avanzando en el tiempo hacia nosotros, pueden verse los r¨ªos turbulentos, los campos de batalla de las guerras decimon¨®nicas. Brillan ah¨ª los historiadores en su oficio de tinieblas, y hay dos valles prol¨ªficos y risue?os. Uno lo llena el genio popular de Guillermo Prieto (1818-1897); otro, la popularidad del genio de Manuel Payno (1810-1894).
Luego vienen los desfiladeros revolucionarios de 1910, empieza el siglo XX mexicano. Hay dos regiones claves en esos abismos. La de Mariano Azuela (1873-1952) est¨¢ arada por la guerra, es popular en su dolor sin gestos, en su rabia sin ideas; es hom¨¦rica en su violencia seca y caprichosa, como el humor cambiante de los dioses. La regi¨®n donde escribe Mart¨ªn Luis Guzm¨¢n (1887-1976) es metaf¨ªsica en la intensidad luminosa de sus detalles, desolada en su visi¨®n cl¨¢sica, moderna como ninguna, del poder.
En un rinc¨®n del paisaje, t¨ªmido ante la revuelta, est¨¢ el ed¨¦n subvertido, el pueblo costurado de balazos del poeta nacional Ram¨®n L¨®pez Velarde (1888-1921). Tiene la dignidad eterna de las t¨ªas solteronas y el aroma prohibido de la humedad de las v¨ªrgenes. Tambi¨¦n el olor ¨ªntimo de la patria perdida, el sabor de las cosas que supimos en la infancia. Por los desfiladeros de la revoluci¨®n corren las cataratas de Jos¨¦ Vasconcelos (1882-1959), que uni¨® su biograf¨ªa a la de la naci¨®n y se despe?¨® con ella. Valle abajo, en las aguas remansadas, reposa la ciudad de Alfonso Reyes (1889-1959). En esa ciudad hay una biblioteca para cada literatura y un texto escrito sobre cada una de las sabidur¨ªas del mundo. Es la regi¨®n m¨¢s transparente del aire, un valle claro sin confines. En su centro se alza una torre de Babel a la vez monumental y discreta. El cuidador de esa torre es Reyes. Ha fundido todos los idiomas en un castellano tan claro y tan ligero que apenas puede verse, como el aire.
M¨¢s cerca de nosotros, junto a Reyes, hay un raro solar de tierra adentro, apenas distinguible por la falta de una construcci¨®n maestra. Es el solar moderno y transgresor de Salvador Novo (1904-1974), que cumpli¨® 27 a?os sin haber visto el mar. Por el contrario, nada vieron los ojos de Carlos Pellicer (1897-1977) sino las aguas de los r¨ªos de su infancia. Se fund¨® ah¨ª su mundo caudaloso de poeta ad¨¢nico, capaz de nombrar otra vez todas las cosas. La poes¨ªa de Jos¨¦ Gorostiza (1901-1973) no supo sino lo esencial: el rubor helado de la muerte iluminado por su inteligencia en llamas.
Tras las nuevas ciudades que cercenen la segunda mitad del siglo XX, pueden verse los pueblos olvidados, secos y polvorientos de Juan Rulfo (1918-1986). Los muertos hablan ah¨ª de tumba a tumba, de rencor a rencor. Hablan desde un lugar que est¨¢ m¨¢s all¨¢ de la literatura, antes y despu¨¦s de ella. Tienen la fuerza de las inscripciones funerarias en las criptas antiguas, el peso de las primeras leyes escritas en los c¨®digos de la humanidad.
La ciudad enorme que escribi¨® piedra
a piedra Octavio Paz (1914-1998) mira a los cuatro puntos cardinales. Tiene ¨¢rboles de cristal, colinas de aire, d¨ªas deslumbrantes, castillos de fuego. La de Jos¨¦ Revueltas acumula rel¨¢mpagos y profec¨ªas, apocalipsis y prisiones, y la m¨¢s atormentada colecci¨®n mexicana de las utop¨ªas del siglo XX. La ciudad que escribe Carlos Fuentes (1928) crece en todas direcciones; es un hoyo negro, una frontera en expansi¨®n, fant¨¢stica y realista, cervantina, l¨²cida, desvariante, inabarcable.
La ciudad de Jaime Sabines (1925) est¨¢ hecha s¨®lo con sus propios secretos, las penas gloriosas de sus amores, el lamento inmortal por sus muertos. Todos saben decir los versos de Sabines en la ciudad de Sabines, porque los versos de Sabines dicen los secretos de todos y todos, al decirlos, dicen la verdad.
Despu¨¦s de la ciudad de Sabines, ya cerca de nosotros, pero en un tiempo de su propio arbitrio, est¨¢n las construcciones catedralicias de Fernando del Paso (1935), el arquitecto mayor.
Finalmente, pegadas a nuestros ojos, tanto que apenas podemos verlas, crecen las ciudades invisibles, las ciudades literarias en marcha. Los habitantes de la lengua las har¨¢n suyas en la siguiente generaci¨®n o las abandonar¨¢n a las generaciones que siguen, sin saber que dejan Troya o abandonan Cartago. Entre algunas posibles, yo elijo la ciudad de las fugas de Sergio Pitol, la ciudad de los lamentos de Jos¨¦ Emilio Pacheco, la ciudad de las iluminaciones de Hugo Hiriart, la ciudad de los amores de ?ngeles Mastretta, la ciudad de las p¨¦rdidas de Luis Miguel Aguilar.
A continuaci¨®n, una bibliograf¨ªa m¨ªnima imprescindible de la literatura mexicana: sor Juana In¨¦s de la Cruz: Obras. Guillermo Prieto: Memorias de mis tiempos. Manuel Payno: Los bandidos de R¨ªo Fr¨ªo. Mariano Azuela: Los de abajo. Mart¨ªn Luis Guzm¨¢n: El ¨¢guila y la serpiente, La sombra del caudillo. Ram¨®n L¨®pez Velarde: El le¨®n y la virgen. Jos¨¦ Vasconcelos: Ulises criollo. Salvador Novo: Nuevo amor. Carlos Pellicer: Pr¨¢ctica de vuelo. Jos¨¦ Gorostiza: Muerte sin fin. Juan Rulfo: Pedro P¨¢ramo, El llano en llamas. Jos¨¦ Revueltas: Los errores. Octavio Paz: Libertad bajo palabra, La llama doble. Carlos Fuentes: La muerte de Artemio Cruz, Constancia y otras novelas para v¨ªrgenes. Fernando del Paso: Noticias del imperio. Jaime Sabines: Nuevo recuento de poemas. Sergio Pitol: Nocturno de Bujara. Jos¨¦ Emilio Pacheco: Ir¨¢s y no volver¨¢s. Hugo Hiriart: Disertaci¨®n sobre las telara?as. ?ngeles Mastretta: Mujeres de ojos grandes. Luis Miguel Aguilar: Todo lo que s¨¦.
H¨¦ctor Aguilar Cam¨ªn (Chetumal, M¨¦xico, 1946) es autor de libros como La guerra de Galio, Un soplo en el r¨ªo, El resplandor de la madera y Las mujeres de Adriano (todas en Alfaguara). Ha obtenido los premios de Periodismo 1996 y el Mazatl¨¢n de Literatura 1998.
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