Baluarte civil
El Baluarte de Pamplona es m¨¢s ciudad que edificio. Y no s¨®lo porque su formidable escala pueda albergar el ajetreo multitudinario de esa urbe virtual que forman los asistentes a congresos, espectadores de conciertos y visitantes de exposiciones, sino porque su proyecto subordina la visibilidad de la arquitectura al protagonismo de la ciudad. Frente al fervor contempor¨¢neo por la construcci¨®n locuaz, Francisco Mangado y su equipo han levantado una obra lac¨®nica, de oscuros prismas que se ensamblan en L para adaptarse a la trama urbana, delimitando con sus brazos silenciosos una nueva plaza y dibujando su sobrio perfil horizontal sobre el rumor de la ciudad en torno. S¨®lo los datos se expresan con elocuencia: tras cinco a?os y 78 millones de euros, Pamplona y Navarra cuentan con una dotaci¨®n cultural de 38.000 metros cuadrados, un aparcamiento para 900 veh¨ªculos y una plaza de una hect¨¢rea. Pero si las cifras cantan, el edificio calla, y es preciso traspasar la herm¨¦tica fachada de granito africano para escuchar las inflexiones de su voz en la ac¨²stica de haya de las salas o en el di¨¢logo luminoso entre la cuarcita negra de la India y la madera roja de padouc en las zonas comunes, ¨¢mbitos ambos donde Mangado enriquece la expeditiva regularidad de las plantas con la seducci¨®n t¨¢ctil de los materiales o la perfecci¨®n exigente de los acabados.
Navarra se moderniza con cautela, dotando de odres nuevos al vino viejo de su memoria hist¨®rica y etnogr¨¢fica
Francisco Mangado ha levantado una obra lac¨®nica, de oscuros prismas que se ensamblan en L para adaptarse a la trama urbana
Resultado de un concurso abierto fallado en 1998, el Baluarte se propone como una alternativa a los edificios-espect¨¢culo, contenedores que se imponen al contenido y al contexto con la violencia ret¨®rica de su singularidad; una fiebre que ha perdido virulencia entre los clientes institucionales y los propios arquitectos, pero que en el momento del concurso -con el Guggenheim bilba¨ªno reci¨¦n terminado- no era f¨¢cil de eludir. Mangado, que se dio a conocer hace una d¨¦cada con dos plazas en Olite y Estella donde mostr¨® su capacidad para reunir el dise?o contempor¨¢neo con la memoria hist¨®rica, unas bodegas navarras de exacta factura que se adelantar¨ªan a la actual profusi¨®n de cavas de autor, y un barrio residencial en las afueras de Pamplona que evidenci¨® una rara combinaci¨®n de refinamiento formal y pragmatismo urbano, alcanza en el Baluarte su madurez: como dise?ador de mobiliario, l¨¢mparas y objetos, que se integran en el conjunto con la elegante naturalidad de sus interiores o sus espacios p¨²blicos (de los que Madrid tiene sendas muestras en el reci¨¦n abierto restaurante La Manduca de Azagra y en la muy adelantada plaza de Felipe II); como arquitecto de ejemplar eficacia en la reconciliaci¨®n de las exigencias funcionales con las demandas est¨¦ticas, que aqu¨ª se atienden a trav¨¦s del dramatismo volum¨¦trico de los vest¨ªbulos o la serenidad en sordina de las salas (experiencia esta que habr¨¢ de beneficiar a sus pr¨®ximos auditorios en Palencia y ?vila); y como urbanista atento a las trazas y huellas de la ciudad, evidente en este caso por la inserci¨®n del edificio, pero tambi¨¦n por la inteligente integraci¨®n de los restos del baluarte de San Ant¨®n -una de las cinco puntas de la Ciudadela contigua- en los espacios de exposici¨®n del complejo.
Profeta en su tierra, y arquitecto que trabaja en el resto de Espa?a y fuera de ella desde su estudio en Pamplona, a Mangado se le relaciona en ocasiones con otros dos navarros de generaciones anteriores afincados en Madrid, el desaparecido Francisco Javier S¨¢enz de O¨ªza y el inicialmente disc¨ªpulo de ¨¦ste y al cabo maestro espa?ol de mayor proyecci¨®n internacional, Rafael Moneo. Sin embargo, si el v¨ªnculo entre O¨ªza y Moneo es palmario, basado como est¨¢ en su com¨²n devoci¨®n por el formalismo corbuseriano, la conexi¨®n de cualquiera de ellos con Mangado es m¨¢s tenue, y s¨®lo se sostiene con algunas hebras del testarudo eclecticismo del autor del Kursaal. Mangado se sit¨²a m¨¢s bien en una tradici¨®n miesiana, templada por el realismo y filtrada por ep¨ªgonos magistrales como Arne Jacobsen o Alejandro de la Sota, y te?ida por la rotundidad neopl¨¢stica de su formaci¨®n en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Navarra, donde con el tiempo acabar¨ªa por sustituir a Javier Carvajal como figura de referencia.
El concierto inaugural, que reuni¨® a 1.550 espectadores en la caja c¨¢lida y tersa de la sala sinf¨®nica, tuvo como protagonista a la soprano navarra Mar¨ªa Bayo, que interpret¨® con alegre agilidad un popurr¨ª de canciones, fragmentos de ¨®pera y arias de zarzuela tan populares como inapropiadas para la singularidad de la ocasi¨®n, por m¨¢s que permitieran comprobar la excelencia de la ac¨²stica de Higini Arau. La robusta tradici¨®n musical de la tierra del tenor Juli¨¢n Gayarre y el violinista Pablo Sarasate hubiera merecido una programaci¨®n de aliento similar a la que en su terreno arquitect¨®nico persigue el auditorio, contextual y cosmopolita a la vez. Consciente de su herencia ancestral, pero decidida tambi¨¦n a competir en el mercado global, Navarra se moderniza con cautela, dotando de odres nuevos al vino viejo de su memoria hist¨®rica y etnogr¨¢fica, tal como sucede en los casos del Archivo General de Navarra recientemente terminado por Moneo o el pr¨®ximo museo de los sanfermines que construir¨¢n Mansilla y Tu?¨®n. Pero ninguna obra expresa mejor esa voluntad de continuidad y cambio que el Baluarte, un edificio conservador en su apariencia y ambicioso en su prop¨®sito, que al colocar la agitaci¨®n de los congresos y conciertos en el centro urbano usa la cultura para insuflar vida a la ciudad existente, en contraste con la habitual localizaci¨®n de las grandes infraestructuras en las periferias discontinuas e inciertas.
A poca distancia de Pamplona
sobre la atalaya del caser¨ªo de Alzuza, la casa taller del escultor Oteiza abri¨® sus puertas simult¨¢neamente a las del auditorio, incorporando los espacios privados del artista al edificio proyectado por O¨ªza que alberga los miles de piezas de su legado -desde las tizas hasta las pizarras-, y ofreciendo un contrapunto l¨ªrico e ¨ªntimo a la urbanidad coral del Baluarte. Los compactos vol¨²menes de hormig¨®n del museo, coronados por tres lucernarios de metal que rasgan el cielo como heraldos negros, fueron terminados por dos hijos arquitectos de O¨ªza, Marisa y Vicente S¨¢enz Guerra, con la colaboraci¨®n de Dar¨ªo Gazapo y Concha Lapayese en la instalaci¨®n, y se abrieron al p¨²blico el pasado mayo, apenas un mes despu¨¦s de la muerte del escultor y cuando hab¨ªan transcurrido tres a?os de la desaparici¨®n del arquitecto. Recorriendo los ¨¢mbitos dom¨¦sticos de este genio contradictorio, la soledad un¨¢nime de los almacenes y la fortaleza pl¨¢stica del museo -un itinerario ¨¢spero y violento que es inevitable comparar con el paseo pl¨¢cido y amable por su ¨¢lter locus o ¨¢lter domus, la can¨®nica y cosmopolita Chillida-Leku-, se advierte c¨®mo se ensancha la distancia con la Pamplona que se divisa a lo lejos, atenta a su coreograf¨ªa civil en torno al Baluarte y consciente de que, si los poetas no deben gobernar la rep¨²blica, menos a¨²n debe hacerlo la hipocres¨ªa lev¨ªtica de un pu?ado de orates etnicistas que usan la antropolog¨ªa como un arma homicida y un instrumento de segregaci¨®n. Pero vayan a Navarra y cu¨¦ntenlo.
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