R¨ªmel y tipograf¨ªa
Trapiello ten¨ªa 20 a?os, era largo y delgado, y la vida le parec¨ªa un error. Es que pasaba los inviernos en Valladolid. Es que militaba en el Partido Comunista de Espa?a Internacional, el impresionante PCE (i). Es que trabajaba en la delegaci¨®n del diario Pueblo, en la secci¨®n de Cultura. Es que pintaba mon¨®tonos cuadros informalistas. Una ma?ana de 1974, en una asamblea de la Facultad, escuch¨® esto de su jefe comunista:
-Que hayan matado a un ap¨¢trida... p¨¢sese. ?Pero a Puig Antich...! ?Esto es imperdonable!
Empez¨® a poner problemas y acabaron ech¨¢ndole del partido. Por tres razones, le dijeron: por revisionista, por maric¨®n y por drogadicto. No todas las razones eran inexactas. Fue entonces cuando la actriz Mar¨ªa Jos¨¦ Goyanes lleg¨® a Valladolid.
El joven Trapiello ve¨ªa el prodigio triste de que la pobre gente del teatro desti?era las letras del peri¨®dico con los ojos
En realidad ya se la hab¨ªa visto en la ciudad tres a?os antes, liderando una comedia de Arist¨®fanes. Sal¨ªa de una enfermedad de la que se hab¨ªa curado en Asturias y vert¨ªa la comedia con un acento asturiano que reven¨ªa. Andr¨¦s Trapiello y tres o cuatro gamberros m¨¢s la abuchearon. Su ¨ªmpetu parec¨ªa el de todo el teatro, y la actriz llor¨® y suspendi¨®, o eso habr¨ªan querido los despiadados. Ahora volv¨ªa con obra nueva: Usted tambi¨¦n puede disfrutar de ella, de Ana Diosdado. A Trapiello lo envi¨® su peri¨®dico para que le hiciera una entrevista y el joven se enamor¨®.
El enamoramiento super¨® el tiempo de la entrevista, lo que es muy raro en el oficio. Mar¨ªa Jos¨¦ Goyanes no hab¨ªa cumplido los 30 a?os y era una mujer casada, rodeada de actores, esa turba. El joven la esperaba cada noche a la puerta del teatro, se abr¨ªa paso furioso entre la corte y consegu¨ªa llev¨¢rsela sola por la noche de Valladolid. Paseaban por el Campo Grande, los chalados. El joven viv¨ªa en una buhardilla proletaria y rom¨¢ntica. All¨ª le cog¨ªa las manos a la actriz, nada m¨¢s, despu¨¦s de andar la noche clandestina de los arrabales. Yo te seguir¨¦, le promet¨ªa.
Cumpli¨® su palabra. Se plant¨® delante del hombre -muy bronco- que llevaba lo suyo en el peri¨®dico y le dijo que era imprescindible viajar a Sitges. All¨ª iba a desarrollarse una edici¨®n m¨¢s del Festival de Teatro y Pueblo de Valladolid no pod¨ªa faltar. Ve, co?o, ve. Lleg¨® a Barcelona con ella, Dios dado. Se encerraron en un apartamento. ?l se rode¨® de prospectos del festival de Sitges y con esa base fue enviando sus cr¨®nicas y adiestr¨¢ndose felizmente en el arte de la mentira. No firmaba con su nombre. Firmaba con el nombre de Carlos Hoces. Hay que agarrarse al pasado para no caerse. Firmaba as¨ª por Marx y por la siega.
Nunca vio Usted tambi¨¦n puede disfrutar de ella. Ni siquiera la noche de su estreno barcelon¨¦s, en el Teatro Tal¨ªa. ?El arte de Tal¨ªa! Paralelo moribundo. Estuvo con Mar¨ªa Jos¨¦ en el camerino hasta el ¨²ltimo momento y de inmediato se larg¨® a pasear por Barcelona. No entend¨ªa nada. Ni de la actriz. Ni de la ciudad. S¨®lo andaba. A las dos horas ya estaba de vuelta en el teatro, y ella le pregunt¨® c¨®mo hab¨ªa estado y ¨¦l le dijo que muy bien, como siempre. Fueron a cenar. Fueron a varios lugares. ?l iba en volandas de los encantadores, como Don Quijote. Y luego, n¨ªtidamente se oye en el recuerdo, alguien dijo de ir a esperar la prensa en el Drugstore del paseo de Gr¨¤cia.
El Drugstore del paseo de Gr¨¤cia era una ciudad dentro de otra, y de madrugada era la ¨²nica ciudad. Era tambi¨¦n la mejor librer¨ªa de Barcelona. Lo que otros libreros amedrentados ten¨ªan s¨®lo en la trastienda, el Drugstore lo exhib¨ªa descaradamente. Era el Drugstore de Luis Sent¨ªs, su propietario, y Mario Boet, su hombre de confianza: dos hombres poderosos que acabaron a muerte. El Drugstore no era la rebeli¨®n, ni el oasis antifranquista, nada que ver con semejantes n¨²cleos organizados. Era el lugar preferido de los que hab¨ªan decidido que el franquismo les importaba tres pares de cojones. Alg¨²n d¨ªa se comprender¨¢ que fue s¨®lo esta actitud la que consigui¨® desprender la costra.
Mientras llegaban los peri¨®dicos y los artistas fumaban, Trapiello compr¨® el Orlando de Woolf. Segu¨ªa sin comprender nada. De vez en cuando resegu¨ªa con las manos la f¨®rmica de las mesas, el n¨ªquel con la cabeza monda de Franco o el escay de las tapicer¨ªas. Estrategias muy elementales. In¨²tiles: los l¨ªmites no pueden confirmarse en los sue?os. Todo cede en los sue?os.
Llegaron los peri¨®dicos. Entonces las cr¨ªticas teatrales aparec¨ªan al d¨ªa siguiente de los estrenos. El joven Trapiello iba cargado de alcohol. Se le abr¨ªa la boca tontamente. Ve¨ªa el prodigio triste de que la pobre gente del teatro desti?era las letras del peri¨®dico con los ojos. ?Qu¨¦ era aquello? ?Qu¨¦ eran aquellos artistas sumidos en el cieno de los comentaristas? Tal sumisi¨®n, era muy joven, le pareci¨® indigna. Y mucho peor en la amada. No pudo decir si las manchas de sus p¨¢rpados eran r¨ªmel o tipograf¨ªa. Bobos vanidosos implorantes, eso pens¨®, rozando el endecas¨ªlabo.
Sali¨® solo de Barcelona. Fabrizio del Dongo, el h¨¦roe de Stendhal, necesit¨® de la historia para saber que los matorrales y las explosiones lejanas de su juventud hab¨ªan sido Waterloo. Trapiello tiene la literatura para saber que am¨® a una actriz y bebi¨® absenta en el cuenco de sus manos, que camin¨® por la Barcelona de los tres pares y conoci¨® all¨ª la servil declinaci¨®n de los artistas.
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