Beagle
Cuando ten¨ªa diez a?os, descubr¨ª en una enciclopedia escolar un reptil que parec¨ªa una mesita de caf¨¦ recubierta de escamas. Era una ilustraci¨®n sobre El origen de las especies de Darwin y fue la primera vez que me aproxim¨¦ al misterio extra?¨ªsimo de la evoluci¨®n. Aquel chispazo de comprensi¨®n infantil, a pesar de ser tan d¨¦bil, sembr¨® un verdadero incendio en mi cabeza. Mucho despu¨¦s, cuando ya ten¨ªa edad para soportar la apariencia ca¨®tica de la vida con sus puntas de crueldad y esplendor, entr¨¦ en la cueva de Altamira con un grupo de estudiantes de Arqueolog¨ªa. Una linterna iluminaba el lomo abultado de los bisontes. La intensidad del rojo era inquietante, como el silencio. Algo de lo que hab¨ªa all¨ª adentro me resultaba curiosamente familiar. De pronto pens¨¦ en todo lo ocurrido entre antes y ahora, apenas un soplo de tiempo y me acord¨¦ de Einstein, aquel gran sabio que nunca llevaba reloj.
Los hombres de Cro-Magnon vivieron con miedo y asombro en una cultura que dur¨® alrededor de 20.000 a?os en la que ten¨ªan que enfrentarse a muchos abismos, pero a trav¨¦s de los trazos negros de sus pinturas trataron de convertir la oscuridad en algo tranquilizador. Desde entonces muchos cient¨ªficos dedicaron su energ¨ªa a explorar el caos y a hacer del misterio un relato m¨¢s o menos veros¨ªmil: Galileo ante los cardenales que consideraban la Tierra inm¨®vil como un dogma; Pasteur estudiando las bacterias dentro de un taz¨®n de leche agria en su cocina de Arbois; Madame Curie que, cuando ya se hab¨ªa dado por vencida y pensaba que no encontrar¨ªa nunca lo que buscaba, un d¨ªa abri¨® la puerta del laboratorio y vio el brillo incorruptible de un residuo de radio.
El conocimiento exige una atenci¨®n obsesiva, pero tambi¨¦n requiere una naturaleza audaz y bastante so?adora. Hay que ser capaz de imaginar incluso contra la l¨®gica y el des¨¢nimo para lograr que hasta lo m¨¢s absurdo pueda caber en el ¨¢mbito de lo comprensible, ya sea una ecuaci¨®n matem¨¢tica o una sinfon¨ªa.
Nunca sabremos la cantidad de preguntas que fue necesario formular hasta alcanzar la claridad provisional en la que nos movemos. ?C¨®mo podr¨ªamos soportar nuestra presencia en el cosmos si no consigui¨¦ramos hacer de la vida un relato imaginativo? Sin embargo la civilizaci¨®n actual tiende a sustituir el pensamiento por la mec¨¢nica y la inteligencia por la tecnolog¨ªa. Huimos del misterio.
Cuando una tarde con escarlatina en mi cuarto de la casa vieja descubr¨ª en una enciclopedia escolar aquel reptil primigenio con forma de mesita de caf¨¦, sent¨ª crecer en mi mente, influida por los cuentos fant¨¢sticos, el delirio de una pesadilla de monstruos. La fiebre de la infancia siempre tiene algo de cueva prehist¨®rica, con sus bisontes sobresaliendo del relieve de la roca, una pintura que no respeta los bordes. Aquella sucesi¨®n de seres extra?os, que se superpon¨ªan, se sumerg¨ªan y cambiaban de tama?o hasta formar una cadena que llegaba hasta m¨ª, me pareci¨® muy misteriosa y necesitaba entenderla. Desde entonces trato de envolver lo m¨¢s fr¨¢gil con la larga gasa de la ciencia. Es mi forma incr¨¦dula de proteger el misterio. Charles Darwin se retir¨® del mundo para completar un trabajo cuyos resultados no estaban garantizados en absoluto y eran parciales y visionarios. Me lo imagino recostado en su litera del Beagle, con el rostro muy p¨¢lido, m¨¢s que a causa del oleaje, por el v¨¦rtigo del tiempo. Un lustro dur¨® su expedici¨®n por las islas del Pac¨ªfico en busca de f¨®siles, pero entretanto la tierra creci¨® millones de a?os.
Cuando pienso en su viaje, tengo la certeza de que la curiosidad humana no es el fundamento de la ciencia, sino de la esperanza.
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