Aeropuerto
Siempre me ocurren en los aeropuertos cosas parad¨®jicas, como aquella vez en Menorca, tras unas vacaciones familiares. Las agencias de viajes hacen de los turistas reba?os de cabras maltratadas, zaheridas por los tour-operadores, las ofertas vacacionales o los horarios de los vuelos ch¨¢rter. Hab¨ªamos llegado a la isla de madrugada, tras una jornada agotadora, pero el regreso result¨® a¨²n peor: el avi¨®n era madrugador hasta la tortura, y las esforzadas familias tuvimos que levantarnos a las cinco de la ma?ana para llegar al vuelo a tiempo. El aeropuerto de Menorca era un vasto desierto donde apenas aparec¨ªan los primeros empleados. Y junto a ellos nadie sino nosotros, un pu?ado de son¨¢mbulos tra¨ªdos de distintos puntos de la isla en no menos madrugadores autobuses. Est¨¢bamos en familia, pero entonces los altavoces comenzaron su perorata, la perorata que se prolonga en todo aeropuerto durante veinte horas diarias. Lo m¨¢s gracioso fue que el primer mensaje fue la tradicional llamada a la prudencia: "Por su propio inter¨¦s, rogamos no pierdan de vista sus pertenencias". Los turistas torturados por el sue?o, los ojerosos padres y madres de familia, nos miramos en medio de la completa soledad de la terminal, antes de estallar en una carcajada colectiva.
Esta semana he pasado por Barajas y comprobado que el acoso a los fumadores y su consagraci¨®n como apestados avanzan de forma inmisericorde. S¨®lo se puede fumar en unos reducidos garitos donde, por si fuera poco, uno siente la amenazadora presencia de carteles que previenen sobre los efectos de esta pr¨¢ctica. Son una especie de check points hacia los que se peregrina para ejercer el vicio bajo los infames letreros. Junto a ellos, un anuncio luminoso muestra la imagen de un l¨¢nguido modelo tendido sobre el suelo, y uno lo mira sin entender bien el mensaje: ?Est¨¢ disfrutando del recuerdo de su ¨²ltima calada o sencillamente se ha desplomado v¨ªctima del infarto? Quiz¨¢s las dos cosas al mismo tiempo.
Los zulos para fumadores van a transformarnos en una secta. Uno coincide ah¨ª con una pareja de novios, con un viajante, con un discapacitado y con una t¨ªa buena. Gentes diversas, variopintas, pero unidas por el vicio y por la irresponsabilidad. Se cruzan miradas de complicidad, de aprensi¨®n, de tr¨¢gica camarader¨ªa. Lo nuestro es una logia mas¨®nica, una agrupaci¨®n (a¨²n no del todo secreta) unida por v¨ªnculos esot¨¦ricos. Hombres o mujeres, j¨®venes o viejos, ricos o miserables, analfabetos funcionales o doctores en Derecho; da igual: hay algo que nos une, que nos solidariza. Sin ser siquiera valientes, la obstinaci¨®n informativa de las autoridades nos aboca a contemplar la muerte cara a cara y a¨²n as¨ª mantenemos el tipo con impasibilidad, con estoicismo.
Ese mismo d¨ªa hab¨ªa almorzado con mis editores. Pote Huerta y Chavi Azpeitia me hab¨ªan regalado Arte de bien morir, un exquisito libro preparado por Antonio Rey Hazas que antologa textos del siglo XV al XVII dedicados a preparar al buen cristiano ante la muerte. En el aeropuerto, mientras fumo, y luego en el avi¨®n, mientras asumo el papel de sano pasivo, voy leyendo los consejos de distintos ascetas para asumir con entereza la extinci¨®n org¨¢nica. Hay autores que recuerdan la importancia de los sacramentos en ese momento terminal, pero hay textos a¨²n m¨¢s estimulantes, como el de Erasmo de Rotterdam, que recuerdan la posibilidad de morir en paz si uno, sencillamente, se arrepiente de sus muchos pecados con sincera honestidad.
En un mundo donde morirse se ha convertido en un acto de mal gusto, uno se sorprende a s¨ª mismo fumando y leyendo al tiempo tratados de ars moriendi del Barroco. Polvo eres y en polvo te convertir¨¢s. Aunque no fumes. Lo reconozco, fue un hecho absurdo, asombroso, ajeno por completo a la contemporaneidad. En pleno siglo XXI, extraviado en la marabunta humana de Barajas y, por un fugaz momento, todo parec¨ªa recobrar alg¨²n sentido.
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