?Bah!
?Bajo el asfalto est¨¢ la huerta! ?ste es el nombre y el grito de guerra de una cooperativa madrile?a que se dedica a plantar verduras en las afueras de la ciudad. Unos 130 vecinos de diferentes barrios han arrendado gran parte de la Vega de Morata y Perales de Taju?a y desde hace tres a?os se reparten las lechugas y las coles mediante un sistema de autogesti¨®n. Se organizan de forma asamblearia y se financian con aportaciones de simpatizantes, con cuotas fijas de los cooperativistas y con la venta de camisetas. Luchan contra el capitalismo explotador de agricultores, contra los pesticidas y los transg¨¦nicos que da?an la salud y el medio ambiente. Denuncian problemas importantes, abren debates valerosos, pero en su empresa agroecol¨®gica subyace una queja fundamental: ¨¦sta no es la vida que desean. Madrid no es el marco natural ni social donde les gustar¨ªa vivir, no este Madrid, una ciudad que devora lo natural, que se propaga como un c¨¢ncer arrasando con un escenario primordial y verde, con un paisaje pl¨¢cido y gratificante.
Cada vez m¨¢s madrile?os abominan de la capital, de la vida sobre una metr¨®poli superpoblada, cicatrizada de avenidas y erizada de edificios. Los atascos son d¨ªa a d¨ªa m¨¢s frecuentes, duran m¨¢s tiempo y se producen en m¨¢s puntos; escasean las mesas en los restaurantes, las entradas en los cines, los probadores libres en los Zaras. La masiva y galopante expansi¨®n urban¨ªstica ha creado la sensaci¨®n de vivir en una urbe sin l¨ªmites, en un oc¨¦ano de cemento sin conexi¨®n con la naturaleza. Ya es dif¨ªcil salir de Madrid y mirar las ruborizadas tierras de cultivo de Toledo o Cuenca y no pensar en la fortuna inmobiliaria que aguarda a sus propietarios.
Miles de madrile?os sienten una carencia de calidad natural. Ya no s¨®lo en la comida o el aire, sino que a?oran una conexi¨®n sincera con un entorno buc¨®lico, experimentar la emoci¨®n de pertenencia a un universo infinito y libre. Las escapadas a la playa durante los puentes o las vacaciones acaban siendo insulsas visitas programadas a parques tem¨¢ticos de la monta?a o el mar. Rara vez conectamos ¨ªntimamente con parajes solitarios esquivos todav¨ªa al hombre, con vistas apacibles y silenciosas.
El trekking, el senderismo, el turismo rural o el nudismo son actividades en auge. Estos escarceos con el aire puro ya no son s¨®lo ant¨ªdotos o narc¨®ticos contra el estr¨¦s de la capital o la contaminaci¨®n, sino que en mucha gente se han revelado como una alternativa de vida. "Bajo el asfalto est¨¢ la huerta" parece inspirarse en el grito revolucionario de Mayo del 68. "Bajo los adoquines est¨¢ el mar". Ambos movimientos anhelan una forma de vida alternativa, una transformaci¨®n social que convierta las ciudades en espacios regidos por voluntades solidarias y naturales. Aquellas manifestaciones estudiantiles, al igual que ?Bah!, no buscaban s¨®lo ox¨ªgeno para sobrevivir en un mundo econ¨®mica y socialmente asfixiante, sino demolerlo, abrir una brecha de aire que ventilara una vida oprimida por el ego¨ªsmo y la injusticia del capitalismo.
La huida al campo desde la ciudad, una acci¨®n geogr¨¢ficamente opuesta a la que emprendieron much¨ªsimos padres y abuelos de los j¨®venes madrile?os de ahora, es un sue?o floreciente. Proliferan los casos de chicos y chicas que, tras largos y costosos a?os de estudios, periodos en el extranjero para adquirir idiomas y masters, han abandonado el kamikaze viaje al ¨¦xito laboral. Parejas o aventureros solitarios que un d¨ªa dejaron plantado el atasco en la carretera de A Coru?a, a su jefe de aliento nicotinado y a la portera desquiciante para montar un hostal en la sierra o un chiringuito en Formentera. El downshifting, una corriente vitalmente simplificadora que surgi¨® en Estados Unidos en la fren¨¦tica y especulativa d¨¦cada pasada, ha comenzado a brotar en Espa?a.
Conviene reflexionar sobre la vida en la que estamos inmersos, sobre la inercia de nuestros d¨ªas, sobre los objetivos, las frustraciones y las alegr¨ªas que aderezan nuestro presente. Madrid no es el ¨²nico ¨¢mbito posible, su ritmo y su pulsi¨®n no tienen por qu¨¦ estar acompasados con los nuestros.
Es cierto que cada vez parece m¨¢s costoso creer en una realidad alternativa, en otra forma de vida, pero crece el n¨²mero de personas convencidas de que existe un mundo mejor. Y no en el cielo, sino debajo de las calles.
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