R¨ªo de muerte herido
Richard Ford, en 1831, se enamor¨® de ¨¦l: "El valle del Guada¨ªra, sobre Alcal¨¢, debiera ser visitado por el artista, para ver los molinos y las torres de los moros que tanto Murillo como Iriarte dibujaron". Y le hicieron caso. Algo bueno indujeron los viajeros ingleses. Desde entonces otro r¨ªo de pintores rom¨¢nticos pas¨® por esas beatitudes y las llev¨® a los museos de Europa, que se adornan con unos cerros suaves asomados a un r¨ªo melanc¨®lico. Habla tambi¨¦n el ingl¨¦s de los molinos de agua, de las tahonas, donde se amasaba un pan fino de formas caprichosas que ya estimaban los romanos por su ligereza.
Pero hoy el Guada¨ªra es un r¨ªo de muerte herido. Como alcalare?o, tengo por esos territorios una enso?aci¨®n constante, pero constantemente salpicada por los insoportables grumos de la contaminaci¨®n. As¨ª que el para¨ªso que es la infancia, en mi caso debo mantenerlo como en una c¨¢psula de la memoria, una burbuja fuera del tiempo, a la que no lleguen los efluvios letales que todav¨ªa vierten algunos insensatos almacenistas de aceitunas de la cuenca. De otro modo, mi para¨ªso se extinguir¨ªa.
All¨¢ por el 85, me atrev¨ª a veranear en Alcal¨¢, en la urbanizaci¨®n de Oromana -en realidad, otro desprop¨®sito-, pensando que quedaba lo bastante lejos del r¨ªo pestilente y lo bastante cerca de la mansedumbre de los pinos de mi ni?ez. Por all¨ª correte¨¢bamos entonces, busc¨¢bamos "pioburros" -pie de burros, peque?os tub¨¦rculos muy sabrosos que tienen la forma de la pezu?a de un asno-; y encend¨ªamos fogatas al atardecer, sobre todo en los d¨ªas crepitantes de la Navidad. De vuelta a casa, nos aprovision¨¢bamos de regulares cantidades de piedras para tirarlas desde el puente romano a las aguas del r¨ªo, por el mero placer de contemplar el impacto y las ondas que se multiplicaban, en un juego de ondulaciones muy semejante a lo que debe ser el infinito. Las polluelas se alejaban despavoridas y el mart¨ªn pescador se quedaba como absorto en su rama pendiente sobre las aguas. Luego se disparaba contra la superficie, ya tranquila. Los gal¨¢pagos, a duras penas, sacaban la cabeza un momento antes de sumergirse tambi¨¦n, sin temor a la podredumbre.
Pero aquel verano me descorazon¨¦ definitivamente cuando me atrev¨ª a bajar por las laderas del hotel Oromana al interior de un parque boscoso que all¨ª hay -en la actualidad muy aseado-, y ver un r¨ªo exang¨¹e, acumulaci¨®n de espumas amarillentas y de peces muertos, que nada ten¨ªa que ver con el que yo recordaba. No he vuelto a veranear en mi pueblo. As¨ª que prefiero idealizarlo, mantenerlo a salvo de la ponzo?a, de la negrura insana, de la estupidez insaciable de los depredadores de felicidad.
M¨¢s de una vez he escrito sobre este asunto, siempre desde la trinchera de la memoria. Hoy vuelvo a hacerlo, con la inequ¨ªvoca intenci¨®n de hacerme c¨®mplice del denodado combate que mis paisanos, sus autoridades, sus gentes todas, vuelven a entablar, ley en la mano, por la recuperaci¨®n del r¨ªo Guada¨ªra. Y con ella de la cordura, el civismo y de la infancia como unas Navidades perpetuas. ??nimo!
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