Palabra de Beckett
En mi lectura de noticias de peri¨®dicos ya atrasados me adentro en la cr¨®nica desde Estocolmo de un peri¨®dico nacional, un art¨ªculo donde se informa de que J. M. Coetzee ofreci¨®, antes de la ceremonia de entrega del Nobel, un discurso titulado He and his man (?l y su hombre), un discurso "intenso y apretado, lleno de requilorios mentales y de sutiles matices, muy dif¨ªcil de condensar". Intenta de todos modos el cronista condensarlo y, claro est¨¢, lo hace vali¨¦ndose de sus propios "requilorios mentales" y fracasa, aunque por intentarlo no queda. Comienza diciendo que Coetzee se refiri¨® en todo momento a Robinson Crusoe y a aquella isla imaginaria como si fuera su ?frica natal ("Al relatar las experiencias de Crusoe y de su amigo Viernes como si fueran las suyas propias, parec¨ªa dejar atr¨¢s una larga historia de sentimientos y de misterios") y dice tambi¨¦n que Coetzee, expres¨¢ndose en tercera persona sobre He ("aquel hombre", su ¨¢lter ego), encontr¨® el mejor modo de acercarse a los d¨ªas en los que "ten¨ªa nueve a?os y ley¨® la peripecia de Robinson Crusoe, la historia de un hombre que cay¨® en una isla y la convirti¨® en su reino". En realidad, el cronista ignora que esa modalidad de acercarse en tercera persona la frecuenta Coetzee asiduamente, incluso en sus recuentos autobiogr¨¢ficos, lo que, en el caso de ¨¦stos muy especialmente, le permite desentenderse de cualquier tentativa de efusi¨®n o de sentimentalismo.
Despu¨¦s, seg¨²n la cr¨®nica de Estocolmo, Coetzee dio un giro extra?o y se puso a hablar de Boston, en la costa de Lincolnshire, localidad que se muestra orgullosa de tener la torre m¨¢s alta de Nueva Inglaterra y de ser un paraje donde anidan p¨¢jaros de todas las clases. "Ahora bien, Coetzee explic¨® que muchos de ellos emigran en invierno a Holanda y a Alemania, donde encuentran a otros vol¨¢tiles de su especie, pero los p¨¢jaros holandeses y alemanes viven de forma miserable".
Eso dice el cronista, lo dice sin ocultar demasiado su estupor, como si le hubiera dejado perplejo la historia de las aves y el trazo de extra?as derivas del discurso. ?Cont¨® exactamente esa historia Coetzee? Y sobre todo, ?la dej¨® caer as¨ª, sin demasiada relaci¨®n con el mundo de Crusoe? La cr¨®nica de Estocolmo, aunque no de forma deliberada, parece empe?ada en ilustrar, predicando con el ejemplo, c¨®mo en el mundo moderno el espejo de la palabra se ha roto ya de forma irreparable. Y es como si el cronista supiera que su confusa exposici¨®n del discurso del Nobel permitir¨¢ a seg¨²n qu¨¦ lectores -yo, por ejemplo- dedicarse a descifrar o inventar lo que no acaben de entender o de creerse de ¨¦l: una tarea, dicho sea de paso, muy creativa.
Tras la historia de las aves, y siempre seg¨²n el cronista, Coetzee volvi¨® a hablar de "aquel hombre", Robin, "de cara bronceada por el sol tropical antes de que se protegiera con una hoja que hac¨ªa de parasol y en la que se proyectaba su sombra", un hombre solitario que pasaba su tiempo, al final de sus d¨ªas, envejeciendo, encerrado en una habitaci¨®n en Bristol.
Como han pasado ya unos d¨ªas desde que se public¨® esa cr¨®nica de Estocolmo, me quedo pregunt¨¢ndome si habr¨¢ envejecido todav¨ªa m¨¢s el solitario de Bristol. Es una pregunta que pronto olvido para volver al art¨ªculo del cronista confuso. Entiendo o creo entender que Coetzee habl¨® tambi¨¦n de un intruso y de algo que ¨¦l de ni?o no entend¨ªa. Hab¨ªa alguien m¨¢s en la historia, un tal Daniel Defoe. ?Qu¨¦ pintaba ese hombre ah¨ª? Dec¨ªan que era el autor, pero Coetzee no lo entend¨ªa, porque a ¨¦l quien le estaba narrando el relato era Robinson Crusoe. ?Era Defoe un apodo de Crusoe?
Luego vuelvo al hombre solitario envejeciendo en una habitaci¨®n en Bristol y me acuerdo de Samuel Beckett, que escribi¨®: "Al final es mejor fatiga, p¨¦rdida y silencio. Es como has estado siempre. Solo".
"En fin, el discurso, reflejo de la personalidad solitaria de Coetzee, no defraud¨® a una parte del p¨²blico, aunque hubo quien confes¨® a la salida que no hab¨ªa entendido nada", termina diciendo el cronista de Estocolmo, mostrando que su manera de no entender nada poco tiene que ver con la m¨ªa, la suya (aparte de delatar que no ha le¨ªdo a Coetzee) parece m¨¢s bien relacionada con el drama nacional de querer entenderlo todo literalmente y tambi¨¦n, por supuesto, relacionada con las inmensas distancias que separan hoy en d¨ªa nuestra cultura, dominada por los b¨¢rbaros, de la literatura verdadera, aquella que un d¨ªa vimos viajar al fondo de muchas noches.
En mi caso, no entender nada no es un problema. No s¨®lo paso a limpio mentalmente las cr¨®nicas o libros que no entiendo, sino que adem¨¢s la incomprensi¨®n la he convertido en mi po¨¦tica literaria. Cargo de sentido la sensaci¨®n de absurdo que da la vida y, de paso, considero que lo esencial de la realidad se encuentra en los libros. Aunque no he entendido nunca nada de este mundo (y en cambio, no s¨¦ por qu¨¦, entiendo perfectamente lo que estoy ahora escribiendo), aunque no he entendido nunca por qu¨¦ vivo ni tampoco por qu¨¦ un d¨ªa estar¨¦ muerto, aunque no he entendido nunca nada, yo he seguido siempre adelante buscando y encontrando siempre en la literatura, y parad¨®jicamente en el absurdo mismo, el sentido del mundo.
La verdad es que no entender nada me ha resultado siempre, como lector, extraordinariamente creativo, estimulante, alegre, y m¨¢s bien alejado de todo drama. Esto no debe parecernos extra?o. Despu¨¦s de todo, un cl¨¢sico, por ejemplo, es simplemente un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir. Entenderlo todo puede ser el fin de la aventura, mientras que no entender nada es la puerta que se abre.
Entre nosotros se halla muy arraigado, en cambio, el drama de no entender. De todos los pa¨ªses de la Tierra somos el m¨¢s obsesionado por esta cuesti¨®n. "?De qu¨¦ tratar¨¢ tu pr¨®ximo libro? A ver si por fin alg¨²n d¨ªa escribes algo que se entienda". Muchas veces he o¨ªdo frases as¨ª. Tenemos una cierta fijaci¨®n en la idea carpetovet¨®nica de que, aunque nos cueste mucho, debemos entenderlo todo. Debemos entender las novelas, por supuesto. Debemos entender Espa?a. Debemos entender las novelas de Espa?a. Y entender tambi¨¦n, por ejemplo, la extra?a actitud de Aznar ante la guerra de Irak, y hasta debemos entender que le fascine Bush. Debemos entender las palabras con las que Donald Rumsfeld ha ganado el trofeo a la frase inglesa m¨¢s incomprensible del a?o. Debemos entender el discurso de un premiado en Estocolmo. En fin, debemos entenderlo todo y hacerlo desde la ¨®ptica de las mayor¨ªas absolutas, esas mayor¨ªas a las que se les entiende todo. De lo contrario, llega la extra?eza o el drama. Los extra?os pactos pol¨ªticos de Catalu?a, por ejemplo. O las recomendaciones: "A ver si alg¨²n d¨ªa te entendemos".
En nuestro pa¨ªs, a causa de la escasa experiencia en tentativas de transformar la historia de la novela, se exige todav¨ªa a los libros que sean legibles y sobre todo que se entiendan. Es decir, que est¨¦n al nivel mental de quienes lo lean, lo que nos lleva a que se jaleen, con alegr¨ªa irresponsable, obras de escritores poco exigentes, aunque ese vergonzoso jaleo, por fortuna, no todo el mundo lo acepta o, mejor dicho, llega a entenderlo. En El gaucho insufrible, por ejemplo, Roberto Bola?o muestra ser uno de los que en un primer momento no entienden esto y se pregunta si es s¨®lo porque son amenos y claros por lo que en Espa?a los autores de ¨¦xito venden tanto. Pero pronto se le abre una puerta de percepci¨®n y ¨¦l mismo se contesta: "La respuesta es no. No venden s¨®lo por eso. Venden y gozan del favor del p¨²blico porque sus historias se entienden".
De algo estoy seguro: a Coetzee algunos cronistas no le entienden mucho. Le recriminan no s¨®lo que tenga un discurso incomprensible (se parece bien poco al que impera en Espa?a, eso est¨¢ claro), sino que, adem¨¢s, no haya querido doblegarse ante las luces medi¨¢ticas. Ayer, sin ir m¨¢s lejos, en mi lectura diaria de peri¨®dicos ya atrasados, di con la cr¨®nica de un cronista a¨²n menos c¨¢lido y comprensivo con Coetzee que el de hoy. En el art¨ªculo que ayer le¨ª se dec¨ªa que los periodistas se han sentido muy defraudados en Estocolmo por el constante rechazo del escritor, por su negativa a conceder entrevistas, por su timidez casi paranoica y por su mala educaci¨®n. Y acababa diciendo que habr¨ªa sido m¨¢s agradable todo si "la suerte m¨¢gica del Nobel hubiera reca¨ªdo en cualquier otro escritor del mundo en vez de en Coetzee".
Parec¨ªa desconocer ese desinformado cronista los antecedentes que podr¨ªan orientarle acerca de la, despu¨¦s de todo (si se conocen esos antecedentes), nada rara actitud de Coetzee, actitud que entronca con la de un anterior premiado. Cuando en 1969 Samuel Beckett recibi¨® la noticia del Nobel, se encontraba con su mujer, personaje extra?o como ¨¦l, en T¨²nez. Su comentario, pensando en el asalto de la prensa y la fama, pensando en que iban a capturarlo como a un vulgar mono, fue ¨¦ste: "Ya nos han jodido. ?Qu¨¦ cat¨¢strofe!".
He recordado a Beckett y ahora viajo al encuentro de Elizabeth Costello, personaje de la ¨²ltima novela de Coetzee, invitada a dar la conferencia de aceptaci¨®n del Premio Stowe del imaginario Altona College de Williamstown, Pensilvania (Estados Unidos). Su hijo John asiste al acto. Elizabeth ha volado desde Australia para recibir el premio. ?sta es generalmente una condici¨®n para recibir el bot¨ªn -tienes que estar all¨ª en persona, dar un discurso, someterte a las entrevistas de la prensa y asistir a recepciones y banquetes de gala- y John siente que su madre, cuyo aspecto es cada vez m¨¢s fr¨¢gil, necesita de su apoyo para superar la agotadora rutina.
El discurso de Costello acaba siendo una especie de oraci¨®n f¨²nebre, una eleg¨ªa por la literatura. Hace recordar a su audiencia el Discurso para una Academia de Kafka, en el que un mono que ha sido capturado y amaestrado ofrece un breve resumen de sus experiencias a un auditorio instruido. La historia remeda su propia situaci¨®n, pero su significado, dice Costello, es absolutamente oscuro: "Hubo un tiempo en el que sab¨ªamos. Cre¨ªamos que cuando el texto dec¨ªa 'hab¨ªa un vaso de agua sobre la mesa' hab¨ªa ciertamente una mesa, y un vaso de agua sobre ella. (...) Pero todo esto ha terminado. El espejo de la palabra se ha roto, de forma irreparable al parecer. En cuanto a lo que realmente est¨¢ sucediendo en la sala de lectura, vuestra conjetura es tan buena como la m¨ªa".
En las palabras de Costello hay inquietud por la creciente p¨¦rdida de significaci¨®n del lenguaje y probablemente un gesto de espanto ante el escaso valor que atribuimos hoy a la literatura, acosada por las hordas medi¨¢ticas y por la amnesia cultural. En Costello est¨¢n las constantes vitales de los libros de Coetzee, un autor que considera que quien no desciende hasta las profundidades no podr¨¢ ser nunca un verdadero artista. ?l desciende con la lente aleg¨®rica que utilizaron los solitarios Kafka y Beckett, desciende para hablar de la opresi¨®n del individuo ante el Poder y del aniquilamiento de las palabras. La p¨®lvora del Premio Nobel, por otra parte, parece haberle dejado m¨¢s solo que antes, m¨¢s pr¨®ximo al bronceado y viejo Robin de Bristol, aquel hombre que viv¨ªa en una habitaci¨®n ruinosa, a solas con el recuerdo de la isla y de su loro muerto.
"Ni siquiera sent¨ª miedo por m¨ª mismo (leemos en Robinson Crusoe), porque sab¨ªa bien que si la p¨®lvora estallaba no me dar¨ªa tiempo a pensar de d¨®nde proced¨ªa la cat¨¢strofe".
Es como si de pronto a Coetzee le hubiera llegado la soledad de los escritores que lo arriesgan todo y no tienen ra¨ªces ni quieren tenerlas, pues proceden de la nada y diciembre se les hace largo, con tantas efusiones sentimentales vagas. Es la soledad de los escritores que, en su encierro, acaban pensando si obraron bien al probar, al ensayar nuevas voces. Probablemente hicieron bien, aunque realmente no ten¨ªan por qu¨¦ escribir ni por qu¨¦ triunfar. ?O ten¨ªan realmente que hacerlo? ?O ten¨ªan que triunfar? "Jam¨¢s probar. Jam¨¢s fracasar. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor". Palabra de Beckett.
Enrique Vila-Matas es escritor.
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