Humillaciones
Somos visibles porque estamos envueltos con la piel de los gritos, las palabras solemnes, las amenazas, las galas del terror, las infamias, los uniformes, las manos del verdugo, las medallas del odio, la prepotencia, la soberbia, la impiedad, la voluntad de venganza y de castigo, los himnos, el olor de la p¨®lvora, el ruido de las botas, el golpe del martillo sobre la mesa del juez y el espect¨¢culo repetido de la infamia. Pero si el cuchillo de la realidad nos sorprende y nos va desnudando como se pela una manzana, poco a poco aparece la carne llena de tumefacciones, hasta llegar a la miseria pat¨¦tica de la nada. Debajo de la ira implacable de un tirano respira un animal sumiso, con ojos idiotas y barbas atemorizadas, al que se le examinan los dientes incapaces de morder. Podemos conducirlo despu¨¦s al circo para que salte sobre el aplauso bobo de la multitud y la risa infantil de las encuestas. Parece mentira que alguien llame poder a esa piltrafa escondida en un hueco estrecho del vac¨ªo. Queda muy poco hombre detr¨¢s de la barbarie, del dogmatismo, de los asesinatos, de las proclamas, de las innumerables fotograf¨ªas oficiales, de las profec¨ªas y las ¨®rdenes. Y tampoco queda mucho detr¨¢s del presidente con mirada de p¨¢nfilo que expone a la bestia y gobierna un imperio, sin pesta?ear, a mitad de camino entre las impertinencias del tonto del pueblo y las chuler¨ªas del vaquero sin ley. La nimiedad se sienta en el trono de los reyes, se apodera de la voz de los discursos, corre como la lepra por los o¨ªdos de los espectadores y se disfraza de ¨¦xito en el movimiento de los peones. No conozco ning¨²n poder personal que sea m¨¢s consistente que la baba traidora, endeble y canalla de Fernando VII.
No somos nadie, ni las v¨ªctimas, ni los verdugos. La Espa?a absolutista de Fernando VII acab¨® con la constituci¨®n de 1812, pact¨® para sobrevivir con ej¨¦rcitos enemigos, impuso la intolerancia y el dogmatismo religioso, pero tuvo el descuido de dejarse retratar por Goya. Ah¨ª qued¨® fijada la peligrosa mezquindad de su vac¨ªo. El esp¨ªritu reencarnado de Fernando VII vuelve a Espa?a al cabo de los siglos, pacta con ej¨¦rcitos extranjeros, se adorna con un bigote rid¨ªculo, convierte al pa¨ªs en una proclama demag¨®gica y lleva su desfachatez, o su fachatez, hasta el punto de desembarcar en C¨¢diz para homenajear la constituci¨®n que ¨¦l mismo liquid¨®. Alguien lo retratar¨¢ en su nada. Vivimos a solas con nuestra muerte y nuestra debilidad, no somos nadie, ni siquiera son nadie los representantes m¨¢s destacados de la especie, los tiranos humillados, los pol¨ªticos prepotentes, las marionetas desvencijadas del poder, los s¨²bditos y los vasallos. Quiz¨¢ por eso, para que se nos vea, necesitamos envolvernos en la piel del grito, vestirnos con las se?as de identidad de nuestras religiones, cubrirnos la cabeza con un velo, llenar las paredes de crucifijos, pulir el aire dolido de las tribunas con los filos de la mentira, el patriotismo y el miedo. No somos nada, y no queremos vernos, y nos disfrazamos con los uniformes y las f¨¢bulas espesas de las religiones. Pero cuando el cuchillo de la realidad nos sorprende y nos pela igual que a una manzana, s¨®lo aparece el vac¨ªo, la humillaci¨®n del pelele que se esconde detr¨¢s de la violencia.
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