Un libro de aventuras
Es oportuno que EL PA?S rescate ahora a Manuel Mujica L¨¢inez (Buenos Aires, 1910-1984) como uno de los cl¨¢sicos indiscutibles del siglo XX en nuestra lengua. Y no es que suela ponerse en duda que lo sea, pero, como la memoria resulta con frecuencia fr¨¢gil y el olvido f¨¢cil, sus efectos sobre la obra de un escritor de acerada prosa y gustos exquisitos, tan ajeno a la moda literaria de los tiempos que corren, no son en su caso especialmente beneficiosos. Toda obra sufre el albur de los ciclos a los que la literatura es sometida por el gusto lector o por la cr¨ªtica, y las maneras barrocas o suntuosas de este depurado estilista no pasan en ese sentido por su mejor momento. No obstante, el decadentismo de Mujica L¨¢inez est¨¢ traspasado por el humor y la iron¨ªa con que observa la vida y la historia, de modo que cualquier nuevo lector puede entrar con ¨¦l a gusto en un relato como El
laberinto, en el que Gin¨¦s de Silva, el ni?o que aparece en El entierro del conde de
Orgaz, pintado por El Greco, le cuenta, ya en sus d¨ªas ¨²ltimos y desde Am¨¦rica, reclamando siempre complicidad lectora, su propio laberinto personal, pre?ado de curiosas genealog¨ªas, de mil penurias y de excitantes aventuras a su alrededor.
La invenci¨®n verbal de la que est¨¢ dotado Mujica no a?ade complejidad a esta historia contada por sus pasos, siempre tan medidos, pero suma al inter¨¦s de la obra la constante sorpresa de su lenguaje y los giros y los gui?os con que se sale del curso de su relato para invocar otros tiempos y otros personajes de modo inesperado. El lector de novela hist¨®rica, numeroso en nuestros d¨ªas, encontrar¨¢ en El laberinto la precisa documentaci¨®n con la que Mujica suele abordar todos sus trabajos, adem¨¢s del talento de un hombre culto que embrida materiales diversos de un rico culturalismo sin que se noten sus costuras. No teman los que busquen acci¨®n en un relato que aqu¨ª les falte, pues sobrada de malandanzas est¨¢ esta novela, tanto en sus sombr¨ªos escenarios espa?oles del siglo XVII como en los no menos ¨¢speros y pintorescos de Am¨¦rica, pero tampoco han de faltarle, por supuesto, las reflexiones y ocurrencias, a veces tan guasonas que llevan a la risa por la comicidad y el disparate, de quien como Gin¨¦s de Silva acaba muriendo en la otra orilla, acribillado por las flechas de los mismos nativos a los que curiosamente se propon¨ªa salvar. No ser¨¢ ¨¦l quien nos cuente su muerte, naturalmente, que de eso se ocupa el editor de esas memorias que constituye El
laberinto, despu¨¦s de que en las p¨¢ginas finales se nos ofrezcan los delirantes fragmentos del diario que escribiera este De Silva, que lleg¨® a capit¨¢n, en los a?os 1657 y 1658, so?ando a¨²n, despu¨¦s de tantas peripecias y en sus horas finales, con el cuadro toledano de El Greco y con el ni?o Gerineldo, el peque?o paje que ¨¦l mismo hab¨ªa encarnado en la obra en que qued¨® inmortalizado. Pero los escenarios de esta novela no son lo de menos, como siempre ocurre con el minucioso Mujica, de modo que el ¨¢mbito de la historia nos envuelve tanto como sus personajes, fabricados con la exacta precisi¨®n de artista que emplea en sus criaturas. La met¨®dica estructura en la que se empe?a de costumbre facilita adem¨¢s el gozo del lector para cruzar este verdadero laberinto aventurero en el que el escritor argentino, tan interesado por la historia espa?ola, funde dos mundos, el nuestro y el de Am¨¦rica, que tanto se deb¨ªan y se deben mutuamente.
Tan hura?o y retirado en apariencia como cosmopolita y viajero, fueron frecuentes sus viajes a Espa?a, donde tuve la oportunidad de tratarle, y aqu¨ª cultiv¨® la amistad con un escritor nuestro, Luis Antonio de Villena, que dio lugar a un interesante epistolario entre los dos, ya publicado por fortuna, aunque s¨®lo en parte, en la revista gaditana Fin de Siglo. Pero, si bien hab¨ªa escrito antes novelas tan espl¨¦ndidas como Los ¨ªdolos (1953), Mujica L¨¢inez -un corredor de fondo, sin cofrad¨ªas literarias, aunque amigo de Borges, Silvina y Victoria Ocampo o Bioy Casares- fue m¨¢s conocido por Bomarzo (1962), su obra cumbre. Entre ¨¦sta y El laberinto (1974), que cierra, despu¨¦s de El unicornio (1965), su tr¨ªptico de novelas hist¨®ricas, pasaron 12 a?os, y es posible que la suerte de esta novela en la aceptaci¨®n del lector y de la cr¨ªtica estuviera condicionada por el deslumbramiento que supuso Bomarzo. Tanto es as¨ª que cualquier seguidor de su obra, que la leyera entonces bajo aquellos efectos y volviera hoy a sus p¨¢ginas, encontrar¨ªa en El
laberinto, como a m¨ª me ha pasado, al mismo poderoso fabulador de Bomarzo con otro mundo delirante. Porque, ya se trate de la Italia del Renacimiento, caso de Bomarzo, o de la Espa?a y la Am¨¦rica que en El laberinto se describe, Mujica no s¨®lo es una escritura poderosa y un observador zumb¨®n, sino el due?o de una cosmovisi¨®n muy propia que lo acredita como uno de los grandes creadores en lengua espa?ola de personal¨ªsimo estilo.
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