El silencio de la casa
Lo que ahora me impresiona es el silencio de la casa. No ha cambiado nada desde que la conozco: ni los ¨¢rboles. Es decir, mi madre mand¨® tapar el pozo y hab¨ªa otra higuera, creo yo, m¨¢s cerca de la ventana de mi habitaci¨®n, adem¨¢s del gallinero, las gallinas y el pavo, pegado al muro. Sin embargo, sacando esas tres cosas, el resto es lo mismo, menos el jard¨ªn del que nadie se ocupa. Los mismos escalones de piedra. Los muebles. Desaparecieron camas, claro, porque desaparecieron los hijos. Y ya no est¨¢ el zapatero de al lado, el se?or Florindo de las melopeas sublimes. Por consiguiente, lo que cambi¨® en la casa fue el color del silencio. Pero la acacia
(tan alta)
sigue hablando el lenguaje de siempre.
La casa acaba en nosotros, y una parte de nosotros sigue jugando en el jard¨ªn
Despu¨¦s de la cena me gusta mear, aqu¨ª fuera, contra la cascada de piedra, con la plena conciencia de estar marcando un territorio: esto es m¨ªo. Sigue siendo m¨ªo. Y, a trav¨¦s de las ramas de la acacia, el cielo de basalto pulido. La
(es gracioso)
unas veces me parece grande y otras veces peque?a. Vista de fuera s¨ª, grande, pero por dentro me da la impresi¨®n de que algunas partes se han encogido. Mi habitaci¨®n, por ejemplo. La anta?o sala de visitas que casi nunca se abr¨ªa. Pero la habitaci¨®n de mis padres, no s¨¦ por qu¨¦, ha crecido.
El recuerdo que guardo de esta casa es un recuerdo feliz.
Y sigo sinti¨¦ndome bien all¨ª dentro, sintiendo que pertenezco a ese espacio. Miro a mis hijas y a las hijas y los hijos de mis hermanos con desconfianza.
-?Qu¨¦ hacen aqu¨ª?
-?Qui¨¦nes son ¨¦stos?
dado que incluso los menores son mayores que yo. Unos desconocidos, unos intrusos. La casa acaba en nosotros, y una parte de nosotros sigue jugando a la pelota en el jard¨ªn, sin embargo
-?Qui¨¦nes son ¨¦stos?
-?Qu¨¦ hacen aqu¨ª?
estos seres extra?os en los que se prolongan nuestras facciones y nuestros modales y que no son nosotros, son piezas del rompecabezas de nosotros, incompleto, mezcladas con piezas de otros juegos, y cuya naturalidad me sorprende, como si la casa les perteneciese tambi¨¦n a ellos. No digo nada pero no les pertenece ni un ¨¢pice. Y no permito que jueguen a la pelota con nosotros, as¨ª como no permito que meen en la cascada: el territorio ya est¨¢ marcado por m¨ª, fuera, salgan de ah¨ª. Adem¨¢s me sorprende ver la mesa con tantos platos y vasos: ?han invitado a alguien hoy? ?Qui¨¦n come en esta casa?
Si las piezas del rompecabezas fuesen tan desfachatadas como para sentarse en las sillas, cojo a mis hermanos y nos vamos a cenar a la cocina. Palabra de honor. Donde, con el o¨ªdo atento a los pasos de mi padre, pod¨ªamos fumar, cerca de la ventana, para tirar la colilla al callej¨®n, y poner cara de inocentes ante el menor peligro.
Dije hace un rato que me impresiona el silencio de la casa: pens¨¢ndolo mejor, no ha habido alteraciones en el silencio, y los racimos de la buganvilla siguen floreciendo sobre el muro. Lo que falta son los gritos de las madres llam¨¢ndonos, los cieguitos de los fados, la flauta del afilador, y no podemos culpar a la casa por eso, ni porque el lechero no venga en carro. Salvo que venga a horas a las que yo no estoy. Cada cieguito ten¨ªa un amo que lo llevaba por el brazo, vend¨ªa las letras y recaudaba el dinero, muy serio, mientras el cieguito, con el ment¨®n hacia arriba, sonre¨ªa a nadie detr¨¢s de sus gafas oscuras. Se me ocurr¨ªa que compart¨ªan misterios a los que yo no ten¨ªa acceso, de la misma forma que compart¨ªan, en cuartetas, cr¨ªmenes horrorosos, mujeres que daban monstruos a luz
(el monstruo, con antenas, en el papel de las letras, el padre y la madre del monstruo, muy normales, por encima, la historia del monstruo narrada a gritos, con un acorde¨®n que la subrayaba con rojo)
mujeres que daban monstruos a luz y la Rusia Comunista desmoron¨¢ndose en la Virgen. Si mis sobrinos me hiciesen el favor de callarse escuchar¨ªamos en paz esos pavores, oir¨ªa la flauta del afilador todav¨ªa en el Po?o do Ch?o, con paraguas rotos colgados del instrumento. Y, con suerte y viento favorable, llegar¨ªamos al cisne sollozando en el bosque.
Luego, y de una vez por todas, el silencio es igual. La casa es igual. Los retratos son iguales. La vida es igual. Luego, y de una vez por todas, la casa me pertenece y yo le pertenezco a ella. Reconozco los olores, los efectos del sol, cada tabla de la tarima, los pelda?os de las escaleras. Y al decir que reconozco los olores s¨¦ lo que digo: el de la cera, el del l¨ªquido para lustrar los pomos de las puertas, el de la acacia, el del otro ¨¢rbol, m¨¢s corpulento, m¨¢s secreto, sin nombre. Seguro que el perro de la curtidur¨ªa ladra dentro de poco. Que la buganvilla comienza a agitarse. Que el se?or Manuel, en medio de la noche, gemir¨¢ de dolor. Ventanas que se apagan. Ni una voz ahora. S¨®lo el bast¨®n rojo y blanco del cieguito
toc
en la calle. El bast¨®n enorme, la caja de las limosnas con un candado. El acorde¨®n, que llevaba a cuestas, dispuesto ya en el pecho. Los dedos probando las teclas, levemente, para encontrar el tono. La nariz estirada hacia arriba. M¨¢s teclas. El amo del cieguito impacient¨¢ndose
-?Y?
entonces una boca, a la que le faltaban dientes, repentinamente enorme, y la mujer que dio a luz un monstruo conmovi¨¦ndome con su suerte aciaga. Sigo pregunt¨¢ndome por qu¨¦ demonios, en lugar de novelas, no nac¨ª yo con la fortuna de escribir poemas as¨ª. No, nada de eso, sin ninguna iron¨ªa, se?ores, me pregunto con una sinceridad absoluta
?por qu¨¦ demonios no nac¨ª yo con la fortuna de escribir versos as¨ª?
Traducci¨®n de Mario Merino
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