El deber de la memoria
A nuestros gobernantes les quema la memoria: eso era de dominio p¨²blico. Pero en los ¨²ltimos tiempos, quiz¨¢s para mantener el tono desabrido de crispaci¨®n que ha impuesto su l¨ªder, han tocado a rebato. Recientemente, Luis de Grandes, el portavoz parlamentario del PP, lanz¨® una andanada pre?ada de ignorancia y de desprecio hacia las v¨ªctimas del franquismo: "Est¨¢n empe?ados en hacer un homenaje a no se sabe qui¨¦n", dijo a ra¨ªz del homenaje que preparaban el resto de los grupos pol¨ªticos en el Congreso. Poco antes, la Direcci¨®n General de Instituciones Penitenciarias denegaba la cesi¨®n de documentos para una exposici¨®n sobre las c¨¢rceles de Franco (EL PA?S, 23-11-2003). A principios de diciembre, el PP del distrito de Carabanchel se negaba a darle el nombre de Salvador Allende a una calle, y propon¨ªa el de Alc¨¢zar de Toledo o el de un par de alcaldes franquistas. Tres instant¨¢neas de un mismo rostro: el de alguien que esconde su pasado sin percatarse de que negar la historia no es precisamente un signo de salud mental, ni a t¨ªtulo individual ni a nivel social.
En su obra, Diarios, Premio Espasa de Ensayo de 2002, el periodista Arcadi Espada pone el dedo en una de las llagas m¨¢s hirientes de nuestra reciente historia: hubo un tiempo, dice, "en que los terroristas aparec¨ªan en los medios como honrados ingenieros, o como apreciables cient¨ªficos de la guerra, o como ide¨®logos". El autor rastrea las noticias de 1979, y no puede ocultar su estremecimiento cuando observa que la prensa de aquellos a?os no hablaba de lo que realmente eran sus autores, simple y llanamente criminales, sino de "comandos", "j¨®venes", "agresores", "refugiados vascos". Ahora esos adjetivos tan edulcorados se nos clavan en los ojos, nos quebrantan la mirada, y nos abruman con su carga de terror. Y nos duele la memoria de las personas que han sucumbido a las garras de un fanatismo irredento que curiosamente se ha alimentado de la misericordia de las propias v¨ªctimas, de las reales, que suman ya varios cientos, y de las posibles, que somos todos los que hemos cometido el delito de haber nacido en el sitio equivocado o de pensar de manera diferente.
Pero todav¨ªa cabe un consuelo, triste, pero consuelo al fin y al cabo: todas las v¨ªctimas de este fascismo cruel tienen rostro, tienen nombre y apellido, hay unos ojos que los lloran y una l¨¢pida que los recuerda en alg¨²n cementerio, y a la postre todos gozan del convencimiento de que la suya fue una muerte injusta, cruel, cobarde: una muerte infame. Tuvieron casi todo lo que les fue negado a las 192.684 personas que fueron sumariamente ejecutadas por otro fascismo, el del general Franco, entre 1939 y 1944, una vez terminada la guerra. La macabra exactitud del dato la encontramos en la p¨¢gina 23 del minucioso y cuidado estudio con el que Francisco Caudet, catedr¨¢tico de Literatura en la Universidad Aut¨®noma de Madrid, introduce ese bello testimonio de la resistencia interior al franquismo que es El fin de la esperanza. ?192.684 muertes en cinco a?os!: un genocidio en toda regla perpetrado al amparo del terror, dictado por el odio, y llevado a cabo con una vesania animal y fan¨¢tica contra personas indefensas. Un genocidio, para qu¨¦ vamos a andar con eufemismos, una "eliminaci¨®n sistem¨¢tica de un grupo social por motivo de raza, de religi¨®n o de pol¨ªtica", dice el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. Hoy, m¨¢s de sesenta a?os despu¨¦s, nos sigue llenando de pavor.
A Antonio Ferres le toc¨® vivir de cerca aquellos acontecimientos. En Memorias de un hombre perdido nos ofrece su recuerdo: "... Los franquistas fusilaban cada noche: personas condenadas en juicios militares sumar¨ªsimos". Las m¨¢s de las veces lo hac¨ªan al abrigo de las tapias del cementerio del Este, y la gente de la vecindad "ten¨ªa que mudarse de residencia para no enloquecer", para poder escapar al ruido de las descargas, al eco ominoso de los tiros de gracia. Juan Eduardo Z¨²?iga, otro testigo presencial de aquella ¨¦poca, ofrece detalles escabrosos en una entrevista publicada en Babelia el 2 de noviembre de 2002, con motivo de la publicaci¨®n del libro de Ferres: "Era algo sistem¨¢tico [los fusilamientos]. Recuerdo la comitiva que acompa?aba el cuerpo de Jos¨¦ Antonio, llevado a hombros desde Alicante hasta El Escorial. A su paso por los pueblos preguntaban si quedaba alg¨²n rojo, y fusilaban a cualquiera por nada, acaso porque en su d¨ªa le¨ªa El Imparcial, que era un peri¨®dico de izquierdas".
A Blanca Brissac, Anita L¨®pez, Julia Conesa, Virtudes Gonz¨¢lez y Martina Barroso las fusilaron en la madrugada del 5 de agosto de 1939 en Madrid, junto a otras ocho menores: Las Trece Rosas. ?Su delito?: militar en las Juventudes Socialistas Unificadas. Primero fueron violadas por turno meticuloso de graduaci¨®n, y poco despu¨¦s sus violadores formaron el pelot¨®n de ejecuci¨®n. Murieron "sin volver a ver el d¨ªa, sin divisar la aurora", seg¨²n reza el testimonio (El fin de la esperanza, p¨¢gina 119), sencillamente por disentir de la pol¨ªtica genocida de Franco, por enfrentarse al miedo, por atreverse a denunciar la inhumana brutalidad de un r¨¦gimen que impuso su poder y levant¨® su legitimidad sobre una pira formada por cientos de miles de cad¨¢veres. Lo vuelve a recordar Paco Caudet en la Introducci¨®n al libro que hemos mencionado: "El hecho b¨¢sico de la vida pol¨ªtica franquista fue la feroz matanza indiscriminada de los primeros a?os de la posguerra". Hoy sentimos la necesidad y tenemos la obligaci¨®n moral de recordar a Blanca, a Anita, a Gloria... Para devolverles la memoria y, con ella, una parte de la dignidad que les quisieron arrebatar aquellos sicarios del oprobio y la sinraz¨®n. Y tambi¨¦n necesitamos decirles a sus verdugos materiales e intelectuales (por llamarlos de alguna manera) que su victoria ha sido ef¨ªmera, que su nombre ha acabado rodeado de desprecio, y que las ideas por las que las asesinaron desprenden un hedor de podredumbre que nos las hace insoportables. Eso mismo es necesario que les digamos tambi¨¦n a los pistoleros de ETA. A los unos y a los otros: sin distinci¨®n.
Y es necesario hacerlo as¨ª, con estas palabras tan gruesas, porque no queremos que el silencio siga degradando a las v¨ªctimas inocentes, porque sabemos que callar es condenar injustamente dos veces, porque no es l¨ªcito volver a matar a los muertos, porque olvidar es volver a mancillar la dignidad de las personas. El silencio es la tortura de la memoria, lastima recuerdos en carne viva, esconde la herida bajo una capa de miedo, y la alimenta de una p¨®cima inmunda formada por el resentimiento, el odio y la desconfianza. El silencio es psicol¨®gicamente insano porque ahoga la expresi¨®n emocional, esconde un dolor que necesita salir a la superficie para poder orearse e iniciar as¨ª el camino de su redenci¨®n.
Sesenta a?os despu¨¦s, las v¨ªctimas siguen llorando en silencio, siguen cerrando las ventanas para hablar, siguen atadas a recuerdos imposibles que les han quebrado definitivamente el gesto, siguen maniatadas por la desconfianza: est¨¢n varadas en la memoria dolorida. Dulce Chac¨®n lo cuenta en Las mujeres que perdieron la guerra (ver El Pa¨ªs Semanal del 1 de agosto de 2002): testimonios de personas de carne y hueso sobre los que construy¨® La voz dormida. Ahora quien se ha dormido ha sido Dulce, pero nos ha dejado una perla para alimentar la memoria.
Pero adem¨¢s del da?o psicol¨®gico que arrastra, el silencio es intr¨ªnsecamente injusto, porque extiende la sombra de la duda sobre la v¨ªctima, la rodea de sospechas, le impide defender a pecho descubierto la legitimidad de sus opciones, el derecho a pensar de manera diferente, a creer en dioses distintos, a protestar contra la infamia y contra el terror. El silencio pone entre par¨¦ntesis la inocencia de las v¨ªctimas y les niega la posibilidad de reivindicar su dignidad: la de ellas y las de sus descendientes. La de ellas, y la de quienes pensaban y siguen pensando como ellas. Mientras, los victimarios, quienes perpetraron la barbarie y quienes siguen aliment¨¢ndose de la ideolog¨ªa que la sostuvo, campan a sus anchas sin sonrojo y sin remordimiento. Una situaci¨®n pre?ada de una perversi¨®n tan ¨¦ticamente inaceptable como socialmente degradante: es la v¨ªctima la que carga con la responsabilidad y con la culpa, mientras que los asesinos siguen aupados en la inocencia.
Por eso hay que recordar alejados de la venganza y sin convocar el rencor ni el resentimiento in¨²til. El recuerdo se convierte as¨ª en un deber moral.
Amalio Blanco es catedr¨¢tico de Psicolog¨ªa Social en la Universidad Aut¨®noma de Madrid.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.