Hambre de saber
Si se destierra de encima de la superficie de la tierra al hombre y al ser pensante y contemplador, este espect¨¢culo pat¨¦tico y sublime de la naturaleza no es ya m¨¢s que una escena triste y muda; el universo se calla, el silencio y el aburrimiento se apoderan de ¨¦l.
Ignoro si existen estudios emp¨ªricos que contabilicen el n¨²mero de veces que aparecen empleados los diversos t¨¦rminos filos¨®ficos en los libros de pensamiento recientes, pero me atrever¨ªa a apostar que, de existir tales estudios, ocupar¨ªa un lugar muy destacado el t¨¦rmino Modernidad. No resulta arriesgado a?adir que, probablemente, a escasa distancia aparecer¨ªa tambi¨¦n el de Ilustraci¨®n. Ambos parecen haberse convertido, por razones que resultar¨ªa fatigoso evocar una vez m¨¢s, en piedra de toque para caracterizar el signo de nuestro presente.
Pues bien, contrasta esta presencia, tan abundante, con la bastante escasa de otro concepto que, en cierto sentido, puede considerarse como solidario de los dos mencionados, esto es, el de Enciclopedia. Es cierto que lo que habitualmente solemos nombrar, sin demasiada precisi¨®n, con dicho t¨¦rmino se refiere en realidad a lo que, en aras a la claridad, convendr¨ªa denominar m¨¢s bien Enciclopedia francesa. De hecho, la historia de la cultura occidental por completo est¨¢ salpicada de proyectos a los que, de una u otra manera, cabe considerar como enciclop¨¦dicos. De Arist¨®teles a Francis Bacon, de Plinio el Viejo a Leibniz, pasando por los estoicos, san Isidoro o Ram¨®n Llull, han sido muchos los trabajos que, autocalific¨¢ndose de enciclopedias, de diccionarios o de cualquier otra forma, han planteado el sue?o ancestral de recopilar la totalidad del saber disponible. Tanto es as¨ª, que, tras el proyecto encabezado por Diderot y D'Alembert, no han cesado las empresas con voluntad enciclop¨¦dica (baste con citar la Enciclopedia de las ciencias filos¨®ficas de Hegel o, ya m¨¢s cerca de nosotros, la Enciclopedia de la ciencia unificada emprendida en los a?os veinte del pasado siglo por los fil¨®sofos del C¨ªrculo de Viena).
?En qu¨¦ sentido, entonces, consideramos la Enciclopedia francesa como solidaria de los conceptos de Modernidad e Ilustraci¨®n? Para que nadie nos pueda acusar de utilizar en beneficio propio la ventaja del tiempo transcurrido, podr¨ªamos acudir a las propias palabras con las que Diderot intenta explicar el objetivo de su Enciclopedia. Que no se limita a "reunir los conocimientos esparcidos por la superficie de la tierra", o a "ofrecer el sistema general de dichos conocimientos a los hombres con quienes vivimos y transmitirlos a los hombres que vendr¨¢n tras nosotros", sino que pretende algo m¨¢s. Pretende que, al transformarse en m¨¢s instruidos, nuestros descendientes lleguen a ser "simult¨¢neamente m¨¢s virtuosos y felices". Se trata, termina Diderot -introduciendo un llamativo cambio de registro-, de que "no muramos sin pena ni gloria para el g¨¦nero humano".
Tal vez sea esta confianza en los efectos obligadamente ben¨¦ficos que tiene el conocimiento para el g¨¦nero humano lo que nos separe de los enciclopedistas y lo que explique buena parte de nuestros recelos hacia su proyecto. Ahora bien, considerar dicha distancia como argumento concluyente constituye con toda probabilidad uno de los m¨¢s severos errores que podemos cometer en este momento. Son abiertamente discutibles (pero, cuidado, que eso tambi¨¦n significa dignos de ser discutidos) algunos de los ideales centrales compartidos por el grueso de los enciclopedistas: optimismo respecto al futuro de la humanidad, confianza en el poder de la raz¨®n libre, entusiasmo por el conocimiento, respeto a la experiencia... Desde luego que con todo eso no podemos contar, como si de un estado de hechos se tratara. Lo que hay que plantearse es una cuesti¨®n de naturaleza radicalmente distinta, a saber, la de si consideramos que valdr¨ªa la pena que los mencionados ideales se materializaran, y si estamos dispuestos a poner los medios para que ello ocurra.
Nuestro problema, hoy, por chocante que a primera vista pudiera parecerle a alguien, no es el conocimiento, sino la ignorancia. Una ignorancia que, parafraseando la famosa m¨¢xima de Sartre, habita como un gusano en el coraz¨®n del saber. No es una ignorancia trivial ni secundaria, sino constituyente. La barbarie del especialista ha terminado por adentrarse en su propia especialidad. La figura del enciclopedista se ha convertido, ciertamente, en una figura imposible. La de la Enciclopedia, en cambio, parece m¨¢s necesaria que nunca.
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