La soledad del negro
En octubre del 2000, en un acto que reuni¨® a centenares de personas y en medio de un gran despliegue medi¨¢tico, los restos del llamado negro de Banyoles fueron enterrados en un parque de Gaborone, la capital de Botsuana. Fue una ceremonia emotiva en la que las autoridades del pa¨ªs celebraron "el fin de la vejaci¨®n" del bechuana, disecado y expuesto durante m¨¢s de ochenta a?os en el Museo Darder de Banyoles, y el retorno a su tierra de "un hijo de ?frica". Tres a?os despu¨¦s, sin embargo, la tumba presenta claras muestras de desidia: la hierba crece sin control sobre el t¨²mulo, las letras del monolito que recuerda la historia del negro se est¨¢n cayendo y, a pesar de las promesas de la diplomacia espa?ola, ninguna l¨¢pida dignifica el lugar. Tuve ocasi¨®n de visitar la tumba del negro en un reciente viaje a Botsuana. Llegu¨¦ a Gaborone procedente del norte, del esplendor verde del delta del Okavango, y la ciudad me pareci¨® de entrada un flagrante error de gui¨®n. En medio de la nada, despu¨¦s de cientos de kil¨®metros de un paisaje que coqueteaba con el desierto, surg¨ªan de repente una serie de grandes avenidas y unos cuantos edificios de fachada acristalada que se esforzaban en articular el perfil de una ciudad moderna. Botsuana, que consigui¨® su independencia en 1966, es un pa¨ªs rico gracias a la exportaci¨®n de diamantes y es evidente que sus dirigentes han querido convertir el humilde asentamiento rural que fue su capital en un escaparate de su progreso. Sin embargo, a pesar de su zona comercial a la americana y de la ausencia de una miseria visible, el viajero no puede evitar la impresi¨®n de que se encuentra ante un gran decorado y de que la gente que camina resignada junto a las avenidas son como extras de una mala pel¨ªcula que no saben muy bien qu¨¦ papel representar. En el hotel donde me hosped¨¦ nadie parec¨ªa saber nada del negro de Banyoles. Hab¨ªan pasado m¨¢s de tres a?os y en ?frica, un continente en el que se vive al d¨ªa, tres a?os son una eternidad. Por no saber, la recepcionista ni sab¨ªa d¨®nde estaba el parque Thsolofelo, el lugar donde est¨¢ enterrado el negro. M¨¢s a¨²n, exhibiendo una desgana muy africana, a?adi¨® que tampoco ten¨ªa ning¨²n mapa de Gaborone ni sab¨ªa c¨®mo pod¨ªa informarme de la situaci¨®n del parque. A pesar de este claro intento de boicoteo, consegu¨ª llegar al parque Thsolofelo. Hac¨ªa un calor excesivo, por encima de los 30 grados, y la poca gente que all¨ª hab¨ªa buscaba descaradamente la sombra de los jacarand¨¢s y de las acacias. Me acerqu¨¦ a la tumba solitaria del negro y me entretuve leyendo el monolito que recuerda, en ingl¨¦s y en setsuana, la historia del que califican como "un hijo de ?frica". C¨®mo lo encontraron, c¨®mo lo llevaron a Europa, c¨®mo fue disecado y exhibido en un museo y c¨®mo se puso fin a su "humillaci¨®n" con el retorno a su tierra. Mientras lo le¨ªa, me acord¨¦ del excelente seguimiento del tema que hizo en el a?o 2000 mi compa?ero Jacinto Ant¨®n, y en especial de la descripci¨®n de un loco con capa de leopardo que asisti¨® al entierro y que parec¨ªa el espectro del negro. Llevaba ya un buen rato ante la tumba, cuando se acercaron unos ni?os que ped¨ªan entre risas una foto, un bol¨ªgrafo, unas monedas o lo que fuera.
En Gaborone nadie sabe nada del negro del museo Darder de Banyoles. Han pasado tres a?os y eso en ?frica es una eternidad
-?Sab¨¦is qui¨¦n est¨¢ enterrado aqu¨ª? -, le pregunt¨¦ a uno que dijo llamarse Boy.
-El negro-, respondi¨®, mirando de reojo el monolito.
-?Y qui¨¦n era el negro?
-Un hijo de ?frica-, respondi¨®, con la lecci¨®n bien aprendida.
-?Qu¨¦ m¨¢s sabes de ¨¦l?
Boy busc¨® la mirada de sus amigos y todos se echaron a re¨ªr. No sab¨ªan nada m¨¢s. En cualquier caso, aquello correspond¨ªa a la letra peque?a del monolito, esa que est¨¢ saltando por culpa del paso del tiempo.
Pas¨¦ unos d¨ªas extra?os en Gaborone, con el negro en el recuerdo y con la sorpresa a cada paso. Por la noche, en el bar Bull and Bush asist¨ª a una animada fiesta hawaiana que contribuy¨® a despistarme todav¨ªa m¨¢s (?en qu¨¦ continente estaba?), y al d¨ªa siguiente me sorprendi¨® escuchar en pleno centro villancicos que hablaban de paisajes nevados y de trineos que se deslizan por la nieve. Est¨¢bamos a m¨¢s de 30 grados, luc¨ªa un sol africano y algunos negros sudaban bajo sus gorros de Pap¨¢ No?l. Era, sin duda, una Navidad muy distinta de la del hemisferio norte. En uno de mis paseos, me acerqu¨¦ al Botswana Book Centre, la mejor librer¨ªa de Botsuana. All¨ª vi unas cuantas novelas de Alexander McCall Smith, un autor de Zimbabue que se ha inventado una mujer detective en Botsuana.
Son novelas divertidas que triunfan en Inglaterra, pero aquel d¨ªa yo buscaba otra cosa. Con este ¨¢nimo, le pregunt¨¦ al encargado si recordaba la historia del negro.
-Me acuerdo muy bien de aquella saga-, coment¨® con una sonrisa ir¨®nica.
-Entonces se habl¨® mucho del negro, pero en ?frica las cosas se olvidan deprisa.
-?Tienen alg¨²n libro sobre el tema?
-No, no tenemos ninguno-, contest¨®, y tras una pausa, a?adi¨®
-Pero, bien mirado, podr¨ªa venderse bien. Esos temas atraen a la gente. ?Eres periodista?
Cuando le dije que, en efecto, lo era, pregunt¨®:
-?Y por qu¨¦ no lo escribes tu? Tiene todos los elementos para triunfar: un negro disecado y expuesto en un museo y un retorno sonado muchos a?os despu¨¦s.
Le respond¨ª que no me consideraba lo suficientemente preparado para escribir este libro, pero le promet¨ª que, a mi regreso a Barcelona, hablar¨ªa con alguien que podr¨ªa hacerlo muy bien. ?Te animas, Jacinto?
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