Debates
No se conoc¨ªa nada igual. Hasta ahora, han sido los pol¨ªticos que estaban en el poder los que se resist¨ªan a participar en debates televisivos. Es comprensible. Para qu¨¦ correr riesgos. Para qu¨¦ abandonar la p¨²rpura y perder el halo de poder¨ªo mezcl¨¢ndose con la oposici¨®n, pura chusma, al fin y al cabo.
Es probablemente por eso por lo que Rajoy -que no est¨¢ en el poder, aunque s¨ª lo est¨¢ su partido- se ha negado a debatir con Zapatero. Lo que no se entiende es c¨®mo Te¨®fila Mart¨ªnez ha aplicado el mismo criterio cuando la situaci¨®n era justamente la inversa: ella no est¨¢ en el poder, sino en la oposici¨®n. Ya digo, nunca se hab¨ªa visto nada igual: lo suyo es que los candidatos no desprecien una sola oportunidad para hacerse o¨ªr.
Desde su rechazo inicial, Te¨®fila Mart¨ªnez -con el auxilio de sus compa?eros de partido- ha ido encadenando una serie de dijes, digos y diegos. Lo ¨²nico claro es que la l¨ªder del PP andaluz se queja de la falta de ecuanimidad de Canal Sur. Sin duda, con raz¨®n. Exactamente con la misma raz¨®n con la que los de Zapatero se quejan de TVE.
Hasta hace no mucho, los debates electorales televisados no gozaban de gran prestigio pol¨ªtico. En todo caso, ten¨ªan prestigio como espect¨¢culo. Eran otros tiempos: se consideraba que la tele era un cors¨¦ demasiado estrecho que no permit¨ªa expresar conceptos complejos y que al final el votante quedaba seducido por los detalles o por la apariencia de los candidatos y no por las ideas ni las palabras. Esta consideraci¨®n tiene que ver con el hecho de que el g¨¦nero se estrenase, hace 44 a?os, con el debate Nixon-Kennedy, en el que, contra todo pron¨®stico, la audiencia qued¨® seducida por un pulcro Kennedy y rechaz¨® al desali?ado Nixon.
Pero los tiempos han cambiado. La televisi¨®n es tan nauseabunda que un debate pol¨ªtico- por soso que sea- se convierte en un programa de altura. Ya no nos quejamos de que en la televisi¨®n no quepan las ideas porque hace tiempo que llegamos a la triste conclusi¨®n de que las ideas tampoco caben ya en la pol¨ªtica. Acongoja contemplar c¨®mo hemos ido disminuyendo nuestras exigencias: el que no se consuela es porque no quiere, ya se sabe.
Lo cierto es que, a falta de otra cosa, los debates televisivos se han convertido en una necesidad. Las campa?as no son sino una sucesi¨®n de esl¨®ganes que se repiten una y otra vez en unos m¨ªtines que s¨®lo siguen los forofos -que ya saben a qui¨¦n votar¨¢n- y los periodistas. En un debate televisivo cabe la posibilidad de que alguien se aparte un mil¨ªmetro del argumentario de campa?a o, incluso, de que encontremos alg¨²n argumento nuevo que decida nuestro voto, un argumento que, por espont¨¢neo que parezca, sabemos que ha sido celosamente guardado desde el comienzo de la campa?a en la nevera en los que los t¨¢cticos impiden que se pudran sus ocurrencias.
Es poco lo que conocemos de las intenciones de los candidatos y siempre nos queda la esperanza de tratar de vislumbrar un rictus, un encogimiento de hombros o una sonrisa a destiempo que revelen lo que esconden las palabras. Adem¨¢s, en caso de duda queda la soluci¨®n Kennedy: votemos al m¨¢s apuesto, pues al fin y al cabo estamos eligiendo al protagonista de los telediarios oficiales de los pr¨®ximos cuatro a?os.
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