Sobre la cultura europea
En cierto sentido, Europa es una utop¨ªa. Lo es en primer lugar para los pa¨ªses pobres, en la medida en que, confundiendo la tradici¨®n art¨ªstica, cient¨ªfica y filos¨®fica de Europa con su realidad actual, se dejan atrapar por el error de ¨®ptica que genera ese malentendido. Lo es para Estados Unidos, que ve en ella no s¨®lo una referencia geopol¨ªtica, sino incluso, y tal vez contra su voluntad, tambi¨¦n conceptual y cultural. Y, por ¨²ltimo, Europa es asimismo una utop¨ªa para ciertas naciones europeas, que se proyectan vanamente en una s¨ªntesis irreal, refutada cruelmente en la pr¨¢ctica por tantas contradicciones.
Podemos preguntarnos si la idea misma de Europa no est¨¢ superada; si, como utop¨ªa, no ha perdido ya su necesidad. El fundamento de esa idea era que, para oponerse a intereses poderosos, Europa deb¨ªa unificarse en nombre de una tradici¨®n com¨²n, haciendo prevalecer, ante la inminente barbarie, ciertos valores humanistas que constituir¨ªan la esencia de Occidente. Pero hay que reconocer que en la actualidad, la unificaci¨®n es principalmente expresada en t¨¦rminos de voluntad de poder y de mera competencia mercantil y tecnol¨®gica, y que la barbarie que se pretend¨ªa neutralizar se ha vuelto en ciertos casos el modelo mismo de sus aspiraciones. Aun admitiendo que la idea original de la Uni¨®n Europea fue pensada como un modo de luchar contra el nacionalismo retr¨®grado de algunos de los pa¨ªses que la integran, no es dif¨ªcil percibir en su expresi¨®n actual muchos rasgos de ese nacionalismo, y a¨²n en ciertos pa¨ªses como Italia o Austria entre otros, la exacerbaci¨®n fascista de ese nacionalismo ya forma parte de las coaliciones gubernamentales. Ninguna instituci¨®n que no sea pensada en funci¨®n del mundo, y no meramente de Europa, puede tener hoy validez hist¨®rica.
Lo esencial de Robert Musil no es que hable de Viena, es que habla de m¨ª
Es l¨ªcito preguntarse qu¨¦ es lo que queda de la famosa tradici¨®n occidental y si, como concepto hist¨®rico, no es m¨¢s que una superstici¨®n, una serie de residuos filol¨®gicos y arqueol¨®gicos, o un esquema reductor destinado a nivelar la diversidad mediante un sistema de apropiaciones y de exclusiones igualmente arbitrarias y pasajeras. De su producto m¨¢s alto, la raz¨®n, en la que se confiaba para la instauraci¨®n del reino de la libertad, Adorno y Horkheimer han demostrado en las p¨¢ginas definitivas de la Dial¨¦ctica de la Ilustraci¨®n que se ha convertido en el principal instrumento de servidumbre.
Hoy d¨ªa se comprueba a simple vista, sin recurrir ni a estad¨ªsticas ni a estudios demasiado minuciosos, que la corrupci¨®n del gusto, con el pretexto de una expectativa supuestamente popular, o que las simplificaciones aberrantes destinadas a obtener un consenso acr¨ªtico por parte de una mayor¨ªa fantasmal, usurpan en la escena p¨²blica, en el peor de los casos por motivos crudamente comerciales, el lugar del arte y la filosof¨ªa. No es que ¨¦stos ya no existan, pero su manifestaci¨®n pasa casi siempre inadvertida, a causa de la fabricaci¨®n ruidosa y excluyente de seudoacontecimientos culturales que ocupan, con el benepl¨¢cito, por no decir la complicidad, de los medios de comunicaci¨®n y de informaci¨®n, todo el espacio p¨²blico. Un buen ejemplo podr¨ªa ser la tradicional rentr¨¦e literaria francesa, ominoso barullo anual que echa a perder la placidez del oto?o, y en el que una avalancha de libros se desencadena en el mercado. Toda esa literatura light, destinada a lectores apresurados y olvidadizos, difundida a escala industrial, y cuya producci¨®n va siempre en aumento (el ¨²ltimo a?o salieron entre septiembre y octubre m¨¢s de quinientas novelas) ha terminado representando la cultura literaria hegem¨®nica de los pa¨ªses industrializados, llevando a su paroxismo un proceso que comenz¨® a desarrollarse a mediados del siglo XIX.
A pesar de este ejemplo, y de muchos otros que podr¨ªan evocarse, ?c¨®mo negar la riqueza art¨ªstica, cient¨ªfica y filos¨®fica del continente europeo? si seguimos con el ejemplo de la literatura, no podemos menos que maravillarnos ante la diversidad, la profundidad, el coraje, la b¨²squeda permanente de nuevos modos de expresi¨®n para una redefinici¨®n constante del hombre y del mundo. Sin embargo, cabe preguntarse si de todos los atributos que podemos acordar a esa literatura, el de "europea" no es el m¨¢s err¨®neo o abusivo. Hablar de escritores europeos supone en esos escritores una conciencia de Europa en tanto que unidad y marco en el cual sus obras, conscientes de su europe¨ªsmo, vendr¨ªan armoniosamente a inscribirse a medida que son escritas. De ese modo, Nietzsche (el cual es cierto que aspiraba a la unidad europea, pero por odio al nacionalismo, y por lo tanto un nacionalismo paneuropeo le hubiese repugnado igualmente) y Baudelaire, Proust y Paul Celan, Beckett y Kafka, habr¨ªan escrito en el seno de la tradici¨®n occidental para venir a colocarse en ella en orden lineal, como sucesivas decoraciones en la solapa de un h¨¦roe ejemplar.
Es verdad que algunos escritores, Thomas Mann o Giuseppe Ungaretti, entre otros, han sido conscientes del problema y lo han planteado en su literatura. Pero son una minor¨ªa. En la mayor parte de los casos, la cultura europea, la sociedad europea, han sido percibidas negativamente, como la fuerza adversa contra la que es necesario luchar, como un desierto insensible y desprovisto de grandeza, y a¨²n hasta como el mal absoluto. A esa adversidad respondieron con el silencio desde?oso (Beckett), el insulto (Baudelaire), la fuga (Rimbaud), la locura (Nietzsche o Artaud), el enclaustramiento (Proust y Kafka), el alcoholismo (Joyce o Lowry), el suicidio (Pavese o Celan). ?nicamente por abuso de confianza podemos decir que son escritores europeos, si entendemos con esta expresi¨®n que pertenecen a la tradici¨®n human¨ªstica cl¨¢sica de la que, con cierto desparpajo, se recorta todo lo que sobresale y que, al parecer sin mayores incidentes, ha venido desenvolvi¨¦ndose a los pies de Occidente, como una alfombra roja, desde Homero hasta nuestros d¨ªas.
A decir verdad, la aparici¨®n de cada uno de esos grandes escritores replantea radicalmente la existencia misma de esa tradici¨®n, la pone en suspenso y, en cierto sentido, la anula, procediendo a su desmantelamiento. A causa de esto, podr¨ªa admitirse a lo sumo una multiplicidad de tradiciones que traen como consecuencia el estallido y la dispersi¨®n de lo propiamente europeo en tanto que elemento identificador. Lo europeo ser¨ªa m¨¢s un accidente geogr¨¢fico que un hecho cultural, y aquella literatura cuyo tema central es Occidente, Europa, la tradici¨®n europea, esa "literatura europea" propiamente dicha, no ser¨ªa entonces m¨¢s que una corriente, por no decir un g¨¦nero, como la novela er¨®tica o el filme colonial.
Toda obra art¨ªstica supone una paradoja en cuanto a su pertenencia. Es inevitable que el arte pertenezca a un momento hist¨®rico, a un lugar, pero en lo que tiene de irreductiblemente art¨ªstico es condici¨®n necesaria que esa pertenencia se borre, pase a segundo plano. Lo esencial de Robert Musil no es que hable de Viena, es que habla de m¨ª. Esta afirmaci¨®n puede hacerla cualquiera, en Viena, en San Pablo, en Buenos Aires, en Djibuti, Zaragoza. Inversamente, el arte europeo de principios del siglo XX no ve¨ªa en el arte africano un mero exotismo decorativo, sino una serie de principios estructurales que, como en todo arte, exceden las determinaciones de tiempo y lugar. As¨ª, lo verdaderamente art¨ªstico del arte europeo es lo menos europeo que posee, y a la vez aquello sin lo cual lo europeo no ser¨ªa m¨¢s que una serie de ornamentos superficiales.
Lo mejor de la cultura europea, s¨®lo por azar es europeo.
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