Expulsar a Dios de las escuelas
Si bien desde hace a?os me considero un agn¨®stico tolerante y Dios ha dejado de ser uno de mis blancos predilectos, dos experiencias recientes me impulsan ahora a escribir en su contra: el pasado mes de diciembre realic¨¦ un viaje a Jerusal¨¦n y unos d¨ªas antes me toc¨® presenciar el reciente debate sobre la laicidad en Francia. Sobre este ¨²ltimo asunto se han referido ya numerosos analistas en las p¨¢ginas de EL PA?S; sus diversos puntos de vista demuestran que se trata de un tema extremadamente complicado: m¨¢s que una simple discusi¨®n sobre el uso de s¨ªmbolos religiosos en las escuelas -el empleo de la hiyab o velo isl¨¢mico por parte de las ni?as musulmanas-, en el centro del debate se halla un aspecto nodal de la vida contempor¨¢nea: el conflicto entre la libertad individual -en este caso, la libertad religiosa- y el Estado laico. Antes de desmenuzar algunos pormenores de este dilema, prefiero dejar claro de una vez mi punto de partida: aun cuando la libertad religiosa es uno de los derechos fundamentales del ser humano, pues protege su capacidad de adoptar las creencias que mejor decida, estoy convencido de que es necesario luchar, empleando todos los medios leg¨ªtimos a nuestro alcance -en especial el di¨¢logo, pero asimismo la fuerza de la ley-, contra todas las variantes del oscurantismo y la irracionalidad que a¨²n persisten en nuestros d¨ªas y que se manifiestan a trav¨¦s de la religi¨®n.
Jerusal¨¦n no se parece a ning¨²n otro lugar del mundo: desde que uno contempla a la distancia sus mezquitas, iglesias y sinagogas es posible advertir -casi palpar- la agobiante densidad del aire generada por una ciudad que las tres grandes tradiciones monote¨ªstas consideran santa. En su suelo se concentra tanta espiritualidad por metro cuadrado que en una sola ma?ana fui capaz de visitar tres de los lugares de culto m¨¢s venerados por la humanidad. Primero, el Muro Occidental -el llamado Muro de las Lamentaciones-, el ¨²nico vestigio dejado por las tropas de Tito, no del Segundo Templo como creen algunos, sino de la muralla edificada por el rey Herodes para protegerlo, y donde los jud¨ªos ortodoxos elevan sus plegarias al Creador en un rezo oscilatorio que recuerda el movimiento sincopado de las aves. En segundo lugar, la iglesia del Santo Sepulcro, cuyo principal atractivo no es la tumba de Jes¨²s, sino la manera como las diversas facciones del cristianismo -ortodoxos griegos, coptos egipcios, armenios, cat¨®licos y coptos et¨ªopes- se han dividido cada una de sus naves y ¨¢bsides, convirtiendo el santuario en un condominio habitado por vecinos que se detestan desde hace siglos, pero no tienen m¨¢s remedio que convivir. Y, para terminar, gracias a una de esas coincidencias que se han vuelto cada vez menos frecuentes desde el inicio de la segunda Intifada, pude entrar en la Explanada de las Mezquitas, donde s¨®lo unos d¨ªas m¨¢s tarde fue agredido el ministro de Exteriores egipcio: es decir, el sitio donde en realidad se alzaba el Templo de Salom¨®n y en una de cuyas mezquitas se custodia la piedra en la que Abraham se dispon¨ªa a sacrificar a Isaac y que m¨¢s tarde utiliz¨® el profeta Mahoma cuando emprendi¨® su viaje m¨ªstico al cielo montado en un corcel blanco.
Dejando de lado el car¨¢cter m¨¢s o menos pintoresco que ofrecen las leyendas de los "pueblos del Libro" -y la arcaica belleza de muchos de sus relatos-, lo primero que un visitante laico puede comprobar es que las tres veces santa ciudad de Jerusal¨¦n se halla absolutamente devorada por el odio que los fieles de cada confesi¨®n -y de cada una de sus sectas y escuelas- mantienen entre s¨ª. No pretendo detenerme ahora en analizar los cauces y perspectivas actuales del conflicto jud¨ªo-palestino, cuya soluci¨®n parece imposible de alcanzar pese a esfuerzos tan notables como los acuerdos de Ginebra: simplemente quiero dejar constancia de c¨®mo la simple imaginaci¨®n -a fin de cuentas, el dogma no es otra cosa- es capaz de engendrar estos rencores milenarios.
El mayor problema generado por las religiones reveladas -y en particular de las versiones m¨¢s militantes del islam y del cristianismo- radica en su car¨¢cter ecum¨¦nico y totalitario. En todo momento sus creyentes -y en particular sus sacerdotes- se hallan convencidos de poseer la verdad: no una verdad capaz de ser conciliada con otras, sino de la ¨²nica Verdad posible. De all¨ª que las religiones monote¨ªstas sean, en esencia, profundamente antidemocr¨¢ticas, y de all¨ª tambi¨¦n la necesidad de regular y controlar su actividad p¨²blica en nuestros d¨ªas. Una de las obligaciones del Estado consiste en defender la libertad religiosa de sus ciudadanos, pero ello no s¨®lo implica respetar las ideas de cada uno, sino impedir que un individuo o un grupo intente imponer sus creencias a los dem¨¢s.
Por ello, creo que el debate sobre los l¨ªmites de la laicidad no debe ser percibido como un combate espec¨ªfico contra el islam, sino que debe ser analizado desde una perspectiva m¨¢s amplia. Sin duda, el fanatismo musulm¨¢n es un problema que afecta de modo especial la vida de las sociedades modernas, pero es necesario recordar que este fen¨®meno no es exclusivo del islam y que tambi¨¦n existe entre numerosas comunidades cristianas y jud¨ªas. Del mismo modo, aunque ciertos sectores feministas se oponen al uso del velo a fin de luchar contra la discriminaci¨®n de la mujer, creo que tampoco debemos privilegiar este enfoque a la hora de abordar este problema: como otros sectores feministas han advertido, numerosas mujeres musulmanas afirman usar el velo libres de cualquier presi¨®n masculina, sin que ello las haga sentirse inferiores o sometidas (de seguro una monja cat¨®lica aplicar¨ªa el mismo razonamiento). Por ello, a la hora de dirimir esta cuesti¨®n resulta mejor adoptar una perspectiva general que busque regular el comportamiento p¨²blico de todas las religiones.
En contra de lo que pueda pensarse, el uso de s¨ªmbolos religiosos en lugares p¨²blicos, y particularmente en las escuelas estatales, no es una decisi¨®n personal como cualquier otra. Si bien es cierto que, como advirti¨® Jos¨¦ Vidal-Beneyto en estas mismas p¨¢ginas, en t¨¦rminos absolutos un velo no es m¨¢s que una prenda de vestir -y un crucifijo un adorno de madera, y un solideo una especie de sombrero-, en el fondo se trata de objetos cargados de connotaciones y, lo que es peor, implican una actitud profundamente discriminatoria. Quien ostenta estos admin¨ªculos no s¨®lo trata de mostrar un rasgo individual, ni de adornarse, ni de distinguirse de los dem¨¢s, sino de excluir a quienes no lo utilizan del dominio de la verdad.
Creo que ¨¦ste es el argumento nodal de la discusi¨®n, y el ¨²nico que permite celebrar la decisi¨®n del presidente Chirac de implementar una ley prohibiendo la exhibici¨®n ostensoria del velo isl¨¢mico y de cualquier otro s¨ªmbolo religioso en las escuelas. Al hacerlo, el Estado franc¨¦s no discrimina a quienes usan estos s¨ªmbolos, sino que protege de la discriminaci¨®n a quienes no los utilizan. Aunque no sean conscientes de ello, las ni?as que emplean el velo isl¨¢mico, los ni?os que exhiben grandes crucifijos o los que llevan kippas en la cabeza quieren mostrar que pertenecen a una comunidad privilegiada. De manera t¨¢cita, pero no por ello menos poderosa, las religiones monote¨ªstas inducen a sus fieles a condenar a quienes no comparten su fe: s¨®lo quienes piensan como ellos poseen la Verdad -s¨®lo ellos se salvar¨¢n en la vida ultraterrena-, mientras que los otros, esos otros que no profesan sus creencias, terminar¨¢n en el infierno o en el limbo (o, en el mejor de los casos, graciosamente perdonados por un Dios compasivo). La misi¨®n de las escuelas p¨²blicas debe ser, pues, la contraria: ense?ar a los ni?os las coincidencias ¨¦ticas y morales de las grandes religiones hist¨®ricas, pero priv¨¢ndolas, eso s¨ª, de su car¨¢cter de verdades eternas y reveladas. Oponi¨¦ndose a esa visi¨®n del mundo que se obstina en separar a los creyentes de los ateos y a los fieles de los herejes -y, de paso, al eje del bien del eje del mal-, las escuelas p¨²blicas deben servir para inculcar en los ni?os el verdadero respeto hacia las ideas de los otros, la verdadera tolerancia, la verdadera b¨²squeda de la igualdad. Las escuelas p¨²blicas deben ser el fundamento de la vida democr¨¢tica y el lugar donde los ni?os aprendan que las verdades absolutas no existen y que uno debe defender sus ideas por medio del di¨¢logo y la raz¨®n. S¨¦ que algunos considerar¨¢n exagerado mi punto de vista sobre las religiones monote¨ªstas: en todas ellas existen creyentes -e incluso sacerdotes- abiertos y tolerantes que de ning¨²n modo pretenden condenar a quienes no piensan como ellos. Tal vez esto sea as¨ª en lo que respecta a su proceder individual, pero ello no elimina la compasi¨®n -o el desd¨¦n o la pena- que sus creencias los obligan a tener hacia quienes no comulgan con su fe. Por ello, en una ¨¦poca que se pretende conciliadora, incluyente y democr¨¢tica, el ¨²nico ¨¢mbito posible para la religi¨®n debe ser el privado: el de los hogares, los templos, las escuelas y las organizaciones confesionales. Tal como Jes¨²s expuls¨® a los mercaderes del templo, nosotros debemos expulsar a Dios de las escuelas. (En cualquier caso, recordemos que el Estado laico mexicano, nacido del horror decimon¨®nico hacia la Iglesia cat¨®lica, era hasta hace poco m¨¢s severo que el franc¨¦s: la prohibici¨®n de usar atuendos religiosos -lo que la ley denominaba 'ropas talares'- se extend¨ªa a todos los lugares p¨²blicos, incluida la calle.) Como ha se?alado recientemente el novelista franc¨¦s Michel Houllebecq, gan¨¢ndose la ira de todos los sectores fundamentalistas, el monote¨ªsmo pudo haber sido una gran invenci¨®n en la antig¨¹edad, pero resulta extremadamente peligroso en nuestros d¨ªas. Frente a los fan¨¢ticos cristianos, jud¨ªos y musulmanes que siguen dispuestos a morir en Jerusal¨¦n -y en muchas partes del mundo- para defender su particular versi¨®n de la Verdad, nos queda el recuerdo del viejo y tolerante polite¨ªsmo griego y romano a partir del cual surgi¨® la democracia. La ¨²nica forma de convivir pac¨ªficamente en nuestro tiempo, a pesar de nuestras infinitas diferencias, consiste en mantener un espacio p¨²blico laico -libre de absolutos-, donde cada uno acepte que s¨®lo posee una verdad parcial que necesita confrontar y armonizar d¨ªa a d¨ªa con las verdades parciales de los otros.
Jorge Volpi es escritor mexicano.
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