La expulsi¨®n de los mendigos
Pocas, entre las incontables tiran¨ªas que padeci¨® Am¨¦rica Latina durante los ¨²ltimos 100 a?os, han dejado una estela tan f¨¦rtil de leyendas como la de Juan Vicente G¨®mez, que gobern¨® Venezuela desde 1908 hasta su muerte, en 1935. Las dictaduras estimulan el miedo, la desconfianza, el silencio. Y, al clausurar todos los caminos por los que se expresa la inteligencia, tambi¨¦n desatan la imaginaci¨®n.
Entre esas leyendas hay una que o¨ª repetir hasta el cansancio cuando viv¨ª en Caracas. Poco antes de morir de vejez -como casi todos los tiranos-, G¨®mez habr¨ªa recibido la noticia de que el papa P¨ªo XI viajar¨ªa para conocerlo. Cuando se le dijo que la llegada del pont¨ªfice era inminente, reuni¨® a todos los mendigos y locos que vagaban por las ciudades, los encerr¨® en un barco mercante y, luego de dejarles comida y alcohol para una semana, lanz¨® el barco hacia alta mar, donde se perdi¨® para siempre.
Mucha gente cre¨ªa en esa historia y hasta a m¨ª me pareci¨® probable. Con el tiempo, sin embargo, supe que G¨®mez era avaro, y que jam¨¢s hubiera dilapidado dinero en seres humanos.
La realidad termina siempre, de todos modos, copiando la imaginaci¨®n. Cuando el papa Pablo VI lleg¨® a Bogot¨¢, el 22 de agosto de 1968, no vio las bandadas de gamines hu¨¦rfanos que formaban entonces (tanto como ahora) parte del paisaje de la ciudad, ni tampoco mendigos y prostitutas. No los vio porque una orden imprecisa que, al parecer, proven¨ªa del alcalde, acab¨® con todos ellos encerrados en una escuela p¨²blica por tres d¨ªas, hasta que el Papa se march¨®.
M¨¢s inveros¨ªmil es todav¨ªa lo que les sucedi¨® el 14 de julio de 1977 a los mendigos de mi ciudad natal, San Miguel de Tucum¨¢n. Hace mucho o¨ª unos pocos detalles del episodio, pero no encontr¨¦ a nadie que supiera contarlo, hasta que a fines de 2003 el historiador Eduardo Rosenzvaig me hizo llegar precisiones tan delirantes que estar¨ªan fuera de lugar en las novelas.
El general retirado Antonio Domingo Bussi, un mani¨¢tico de la limpieza y un feroz exterminador de disidentes, en 1995 recuper¨® la gobernaci¨®n despues de 19 a?os gracias a una campa?a electoral basada en su habilidad para barrer las calles.
A fines de 2003 deb¨ªa asumir la intendencia de la capital provincial, ganada por 17 votos en una puja contra el hijo de una de sus v¨ªctimas, pero la justicia no se lo permiti¨® porque es sospechoso de la desaparici¨®n de personas durante la dictadura de 1976-1983 y de ocultar una cuenta en Suiza.
Fuese o no para impresionar al dictador Jorge Rafael Videla, el peque?o tirano Bussi imparti¨® aquel invierno de 1977 la orden de recoger todos los mendigos de Tucum¨¢n en un cami¨®n militar y arrojarlos en los descampados de Catamarca, una provincia lim¨ªtrofe. A cualquiera que conozca la desolaci¨®n de esos parajes le asombrar¨¢ la crueldad de la idea. Hay s¨®lo unos pocos ¨¢rboles espinosos y enclenques. Apenas oscurece, el aire se torna duro y helado, sobre todo en julio, y durante el d¨ªa cae un sol de muerte del que no hay c¨®mo protegerse. Se puede andar 20, 30 kil¨®metros por ese p¨¢ramo sin encontrar un alma.
Fue all¨ª, en medio del desierto, donde los esbirros de Bussi desembarcaron a los mendigos. Eran 15 o 20, ya nadie lo sabe.
Conoc¨ª a algunos de ellos durante la adolescencia, y pas¨¦ horas hablando con dos, al menos, El Loco Vera y Pachequito, porque uno sab¨ªa canciones de las que ya nadie se acordaba, y el otro dec¨ªa haber asistido al juicio universal, como el m¨ªstico sueco Emanuel Swedenborg. All¨ª hab¨ªa aprendido qui¨¦nes eran los buenos y los malos de este mundo.
Todos eran inofensivos y, aunque viv¨ªan de la mendicidad, pagaban lo poco que recib¨ªan con una moneda m¨¢s valiosa que la de los bancos.
El Loco Vera acompa?aba sus canciones con una escoba que hac¨ªa las veces de guitarra. El Loco Aplauso celebraba las d¨¢divas batiendo palmas alrededor de la plaza principal. El Loco Margarito llamaba "ingeniero" a todos los que pasaban, iluminando las tardes de los pobres empleaditos que hab¨ªan querido ser doctores, o arquitectos. El Loco Per¨¦n arrojaba baldosas al aire y las recib¨ªa con la cabeza, parti¨®ndolas, al grito de "?Per¨¦n, Per¨¦n!" Pachequito se paseaba por los bares arrastrando una pierna infectada, que se negaba a curar porque all¨ª viv¨ªan, seg¨²n ¨¦l, los ¨¢ngeles que pod¨ªan confirmar su asistencia al juicio universal.
A casi todos ellos se los trag¨® el infierno del desierto. Uno de los seis o siete que sobrevivieron cont¨® que Pachequito enloqueci¨® de sed y muri¨® al internarse en el Salar de Pipanaco, 20 kil¨®metros al sur de donde lo hab¨ªan abandonado, confundiendo la blancura candente de la sal con las aguas del para¨ªso terrestre.
Otros aparecieron un d¨ªa cerca de Los Varela, en una ruta de camiones, tan desarrapados y agonizantes que, cuando los llevaron a un hospital, nadie pens¨® que tuvieran aliento para contar lo que les hab¨ªa pasado.
Una versi¨®n m¨¢s compasiva supone que el gobernador militar de Catamarca, indignado por la basura que el tiranuelo de Tucum¨¢n hab¨ªa vertido en su territorio, le envi¨® una protesta oficial, a la que Bussi correspondi¨® ordenando que los mendigos fueran llevados de vuelta por el mismo cami¨®n donde hab¨ªan empezado sus martirios.
En un libro fotogr¨¢fico publicado por el verdugo poco despu¨¦s de la expulsi¨®n de los mendigos, hay un cap¨ªtulo identificando a los locos con los guerrilleros e indicando que, como en la Edad Media, ni a los unos ni a los otros deb¨ªa enterr¨¢rselos en cementerios.
M¨¢s atinado es ver en esos gestos de los dictadores una insensata envidia del poder de Dios. Juan Vicente G¨®mez puso esa situaci¨®n muy en claro cuando escribi¨®, en 1911, "de m¨ª cuida Dios. Yo cuido de la patria y de Dios." Bussi debi¨® de sentir algo semejante en sus exterminios de 1977.
M¨¢s modesto, Pachequito, que hab¨ªa tenido el privilegio de asistir al juicio universal, guard¨® absoluto silencio cuando se intern¨® en el Salar de Pipanaco para beber las aguas del para¨ªso.
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