La guarida de los 'negreros' del S¨¢hara
Cientos de inmigrantes se esconden en un cauce de El Aai¨²n a la espera de ser trasladados en pateras hasta Canarias
La cueva de Al¨ª Bab¨¢ de los traficantes de personas que operan en el S¨¢hara Occidental se encuentra en un cauce seco llamado Saguia El Hamra, a 30 kil¨®metros de El Aai¨²n. All¨ª esconden a cientos de subsaharianos que les pagan entre 4.000 y 6.000 dirhams (en torno a 400 y 600 euros) para que los trasladen en pateras hasta Canarias. Tambi¨¦n all¨ª ensamblan y pintan las pateras que han sido construidas por carpinteros marroqu¨ªes afincados en Dajla (antigua Villacisneros) y en Bojador. Las lanchas zarpan desde cuatro playas situadas en la franja costera que une la localidad marroqu¨ª de Tarfaya con El Aai¨²n.
Una densa niebla nocturna hace apenas visible la carretera estrecha y accidentada que sale desde El Aai¨²n hacia Smara. A 30 kil¨®metros de la capital del S¨¢hara Occidental se levantan al borde del asfalto tres piedras, poco m¨¢s grandes que pu?os, una sobre otra. A¨²n sin niebla, es preciso estar avisado para distinguir esa peque?a torre en el terreno oscuro y pedregoso. Dos residentes en El Aai¨²n, hasta hace poco vinculados al tr¨¢fico de personas, han accedido a acompa?ar a EL PA?S y revelar las claves del siniestro negocio. La torrecilla es la se?al que indica a los contrabandistas que deben salir de la carretera y enfilar una senda que s¨®lo ellos conocen para llegar hasta la mercanc¨ªa.
Los subsaharianos malviven durante d¨ªas bajo las 'tahlas' de la Saguia El Hamra
Los traficantes zarpan desde cuatro playas: Blaibilat, Mraijnat, Roka Ariel y Negritas
Las pateras son transportadas por piezas hasta la Saguia desde Dajla y Bojador
A partir de esas tres piedras, hay que adentrarse en el desierto y atravesar cinco kil¨®metros de desniveles en l¨ªnea recta hasta alcanzar la Saguia, un cauce prehist¨®rico que cruza de este a oeste, como una larga cicatriz, el norte del S¨¢hara Occidental. La Acequia Roja (traducci¨®n literal de su nombre) pasa junto a El Aai¨²n antes de desembocar en el Atl¨¢ntico. Una parte del agua que la inunda en ¨¦poca de lluvias se filtra hacia el subsuelo y crea microclimas en los que crecen las acacias caracter¨ªsticas del desierto, conocidas como tahlas, y tupidos grupos de matorrales que llegan a alcanzar los dos metros de altura y que reciben el nombre de graras. A su abrigo viven liebres, halcones, perdices, muflones... Y, ¨²ltimamente, numerosos hombres y mujeres.
La niebla desaparece de golpe en el borde de la Saguia. En este punto el ca?¨®n tiene unos cien metros de altura y cinco kil¨®metros de ancho. Una precaria pista, construida con rocas y arena hace 30 a?os por los guerrilleros independentistas del Frente Polisario que asediaban El Aai¨²n, todav¨ªa permite el descenso de veh¨ªculos todoterreno hasta el cauce. A¨²n hay que sortear tres kil¨®metros de caminos imposibles hasta llegar al coraz¨®n del viejo r¨ªo: bajo una tahla apenas iluminada por media luna es posible distinguir el primer campamento de subsaharianos.
Resulta ir¨®nico que los negreros hayan elegido este lugar para ocultar a sus v¨ªctimas. Aqu¨ª mismo instalan los pr¨ªncipes saud¨ªes sus lujosas tiendas cuando vienen al S¨¢hara de cacer¨ªa. Durante su estancia, las autoridades marroqu¨ªes despliegan en la zona un destacamento de gendarmes con el encargo de proteger la intimidad de sus acaudalados visitantes.
Pero esta noche no hay aqu¨ª ni pr¨ªncipes ni gendarmes y a¨²n menos lujosas tiendas. S¨®lo un grupo compacto de personas negras, apenas distinguibles en la oscuridad, que yacen tumbadas sobre pl¨¢sticos y ra¨ªdas mantas extendidas en el suelo, bajo la copa de la tahla. Al o¨ªr el motor de nuestro coche, muchas de ellas se acuclillan en actitud defensiva. Otras se sientan sobre vac¨ªos botes de pintura. Nadie habla. Escuchan en silencio e inm¨®viles la explicaci¨®n de los antiguos traficantes que nos acompa?an: la b¨²squeda de un camello extraviado nos ha llevado a este rinc¨®n. No han visto el camello, pero aceptan la d¨¦bil luz que proyectan nuestros mecheros y algunas cerillas. S¨®lo tienen lo que llevan encima: sudaderas de algod¨®n, gorros de lana, alg¨²n chubasquero. Por suerte, el tiempo es clemente: la temperatura no baja de 15 grados cent¨ªgrados. Al menos dos de los miembros del grupo son mujeres y ambas est¨¢n embarazadas.
Un individuo de casi dos metros de altura que parece ser el l¨ªder rompe a hablar: "Pertenecemos a la tribu Bambara". Forman parte del 32% de la poblaci¨®n de Mal¨ª que se define de esa etnia. "Salimos de nuestro pa¨ªs hace dos meses. En Mauritania contactamos con marroqu¨ªes, que nos trajeron hasta aqu¨ª en dos todoterreno. Nos dieron algo de pan y sardinas en conserva y nos dijeron que no nos movi¨¦ramos de este rinc¨®n hasta que ellos volvieran. De eso hace una semana". El gigante es el ¨²nico que se ha levantado. Sus compa?eros, hambrientos y asustados, permanecen quietos y mudos, como estatuas.
?Hay m¨¢s extranjeros en la zona? "S¨ª, hay varios campamentos similares a ¨¦ste". El m¨¢s pr¨®ximo se halla a apenas 200 metros en l¨ªnea recta. Dentro del oscuro cauce, junto a las liebres y los muflones que cazan los saud¨ªes, 17 subsaharianos se cobijan bajo otra acacia del desierto. Una mujer amamanta a un beb¨¦ envuelto en una manta mugrienta. ?Necesitan algo? "?V¨¢yanse!", increpa uno de los hombres. A ellos no les interesa el camello extraviado y desconf¨ªan de la luz de nuestros mecheros.
A oscuras, s¨®lo es distinguible el blanco de sus ojos fijos en nosotros. Huele a suciedad y se corta el miedo. No saben en d¨®nde est¨¢n ni qui¨¦nes somos ni cu¨¢les son nuestras intenciones. Tampoco saben que a esa misma hora (la madrugada del 31 de enero), una patrullera acaba de interceptar una patera cargada con 30 subsaharianos que probablemente salieron de un campamento igual a ¨¦ste.
De pronto, el l¨¢ser que regula el objetivo de la c¨¢mara digital les alerta; en los cinco segundos que tarda el mecanismo en procesar la informaci¨®n y disparar la fotograf¨ªa, todos han desaparecido en la noche. Volver¨¢n horas despu¨¦s de que nos hayamos marchado, se tumbar¨¢n en sus pl¨¢sticos y continuar¨¢n esperando al traficante marroqu¨ª que les ha llevado hasta all¨ª con la promesa de conducirles a Espa?a.
No existe en El Aai¨²n quien desconozca que el cauce de la Saguia El Hamra es la cueva de Al¨ª Bab¨¢ de los traficantes de personas. "No s¨®lo los dejan bajo los ¨¢rboles, tambi¨¦n los esconden en las grutas de las paredes del ca?¨®n. Hay centenares", relata un saharaui. "Durante el d¨ªa puedes verlos desde el borde del cauce. Buscan agua y algo de comer entre las plantas. La mayor¨ªa son subsaharianos, pero tambi¨¦n hay gente de India, Pakist¨¢n, Bangladesh..."
A ellos hay que sumar decenas de marroqu¨ªes, que esperan en pensiones y casas particulares de El Aai¨²n con el mismo prop¨®sito que los subsaharianos: ser trasladados en patera a Canarias. Las redes del S¨¢hara Occidental trabajan en contacto con otras de Rabat y Casablanca, que captan a personas en el norte de Marruecos. Desde all¨ª trasladan a sus clientes hasta El Aai¨²n, hacinados en camiones, todoterrenos Toyota, furgonetas Mercedes 207 y hasta veh¨ªculos frigor¨ªficos en los que cabe un centenar de personas. Estas redes mantienen, asimismo, relaci¨®n con mafias afincadas en Mauritania, Senegal y Mal¨ª, que se encargan de encauzar el flujo de subsaharianos que desean llegar a Europa.
El principal punto de concentraci¨®n de los subsaharianos es la ciudad mauritana de Zuerat. Situada en la frontera suroriental del S¨¢hara, Zuerat creci¨® a la sombra de las minas de hierro de Iyil durante la dominaci¨®n francesa. Otro importante punto de reuni¨®n es Nuadib¨², un enclave ubicado en la Pen¨ªnsula del Galgo, frente al antiguo poblado colonial espa?ol de La G¨¹era. La permeabilidad de las fronteras de la zona permite a los traficantes trasladar a sus clientes sin levantar sospechas. Tanto en Zuerat como en Nuadib¨², ¨¦stos pasan inadvertidos, pues la mitad de la poblaci¨®n mauritana es de color.
Los traficantes necesitan un grupo de al menos 12 subsaharianos para amortizar el viaje hasta el interior del S¨¢hara. Una vez cubierto este cupo, los cargan en todoterreno o en camiones y atraviesan el desierto hasta las cercan¨ªas de las localidades saharauis de Tichla (al sur), Guelta Zemmur y Um Dreiga (en el centro). Las tres se hallan situadas muy cerca del muro defensivo levantado hace 15 a?os por Marruecos para frenar las incursiones de los guerrilleros del Frente Polisario. Los pasos del muro son controlados por destacamentos de 18 soldados de las Fuerzas Armadas Reales. Los traficantes pagan 1.000 dirhams (unos 100 euros) a cada militar. A partir de ah¨ª, tienen el camino expedito por las pistas de arena del desierto hasta la Saguia El Hamra, donde liberan su carga.
Durante mucho tiempo las autoridades espa?olas han cre¨ªdo que las pateras que zarpaban por la noche desde el S¨¢hara eran las mismas lanchas de pescadores que por el d¨ªa aparec¨ªan amarradas en los puertos de las aldeas situadas entre Tarfaya y El Aai¨²n. Tal vez al principio fuera as¨ª. No ahora. Los traficantes utilizan embarcaciones construidas con el solo objetivo de transportar a los inmigrantes hasta Canarias. Pero en el S¨¢hara no crecen pinos blancos, de cuya madera est¨¢n hechas las pateras que llegan a Fuerteventura y Lanzarote. Los traficantes trasladan los tablones de esta madera desde el norte de Marruecos hasta Bojador o hasta Dajla, la antigua Villacisneros espa?ola, en la costa sur del S¨¢hara. All¨ª carpinteros marroqu¨ªes (los saharauis nunca se han dedicado a este oficio, pues han carecido de madera) construyen las barcas de tal modo que puedan ser transportadas por piezas en Land-Rover hasta la Saguia El Hamra.
Los traficantes pagan por cada patera entre 10.000 y 15.000 dirhams (entre 1.000 y 1.500 euros). A esa cantidad deben sumar el precio del motor, generalmente de las marcas Yamaha o Dehatsu: 20.000 dirham (unos 2.000 euros) si es nuevo o 10.000 (unos 1.000 euros) si es de segunda mano. S¨®lo cuando tienen la certeza de que las fuerzas del orden no vigilan la playa que han elegido y la traves¨ªa es inminente las barcas son ensambladas y pintadas en la Saguia.
Los tripulantes de las lanchas prefieren las noches de luna llena y mar calma para iniciar la traves¨ªa. Cuando llega el momento, instalan la patera en el techo de un Land-Rover. Si se hallan cerca de la costa, la afianzan transversalmente, pues amarrarla en esta posici¨®n les resulta m¨¢s f¨¢cil; pero si se encuentran lejos, han de esforzarse en colocarla a lo largo para favorecer la aerodin¨¢mica del veh¨ªculo. En el todoterreno viajan el patr¨®n y un compinche. Los inmigrantes son introducidos en un segundo Land Rover, conducido por otro traficante. Ambos veh¨ªculos inician la marcha hacia la costa con las luces apagadas.
El motor viaja en el interior del primer Land-Rover, junto a cuatro petacas de pl¨¢stico con 60 litros de gasolina cada una, una cuerda, un ancla y dos petacas de 20 litros vac¨ªas en las que el patr¨®n introduce su equipaje: una br¨²jula, un tel¨¦fono m¨®vil con dos tarjetas (una de la red marroqu¨ª y otra de la espa?ola), una navaja, una linterna, comida (galletas sobre todo), varios litros de agua y tabaco.
Las lanchas pueden zarpar desde cualquier playa situada en los cien kil¨®metros de costa que hay entre Tarfaya y El Aai¨²n. Pero, por razones de f¨¢cil acceso y de menor control policial, los traficantes suelen utilizar cuatro puntos: Blaibilat, Mraijnat, Roka Ariel y Negritas.
Los Land-Rover se detienen al borde mismo del agua. El patr¨®n y los conductores descienden, desatan la patera y la arrastran hasta el mar. Ensamblan el motor, embarcan las cuatro petacas de gasolina y las otras dos con las pertenencias del patr¨®n. Tambi¨¦n, cuatro botellas de litro y medio de agua para los pasajeros. S¨®lo entonces hacen descender a ¨¦stos del coche: uno a uno, hasta la veintena, van subiendo a la lancha y ocupando el lugar exacto que les ordena el patr¨®n y del que no deber¨¢n moverse en todo el viaje.
Cargada la lancha, el patr¨®n arranca el motor, salva las rompientes y da dos o tres vueltas en paralelo a la costa para verificar que todo funciona correctamente. Si es as¨ª, avisa a sus dos compinches con tres destellos de su linterna y enfila hacia alta mar.
Los hombres a¨²n esperan en la playa una o dos horas, atentos a sus tel¨¦fonos m¨®viles por si se produce una aver¨ªa en el motor. En caso de que la aver¨ªa sea peque?a y la patera pueda volver a la playa, recoger¨¢n lancha y hombres y volver¨¢n a la Saguia El Hamra con las luces apagadas. Pero si ese tiempo transcurre sin noticias, suben a los Land-Rover, encienden (ahora s¨ª) las luces y se dirigen tranquilamente hacia El Aai¨²n.
Descontados los gastos de la patera, el motor y los sobornos, acaban de ganar 70.000 dirhams (unos 7.000 euros).
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