El c¨¦ntimo
Llevo varios meses acogiendo en el bolsillo del pantal¨®n un c¨¦ntimo de euro. Es siempre el mismo c¨¦ntimo. Como muchos hombres, transporto la calderilla sin monedero, desordenada, confundida con los manojos de llaves. Por eso cada d¨ªa trasiego mis monedas, de la mesilla al pantal¨®n y del pantal¨®n a la mesilla, en un rito de dom¨¦stica constancia. Lo cierto es que alg¨²n d¨ªa, sin saber muy bien c¨®mo, lleg¨® un c¨¦ntimo a mi diaria agrupaci¨®n de numerario, y as¨ª como otras monedas transitan con ligereza arribando a mis manos y despidi¨¦ndose en el pr¨®ximo intercambio, el c¨¦ntimo de euro ha decidido acampar en la intimidad de mi bolsillo.
Cuando entr¨® en vigor el euro, le¨ª en alguna parte que algunos pa¨ªses hab¨ªan renunciado a fabricar monedas fraccionarias por debajo de los cinco c¨¦ntimos. Y ciertamente es dif¨ªcil ver entre nosotros c¨¦ntimos extranjeros, a pesar del trato natural que ya hemos entablado con euros portugueses, franceses o alemanes. Los c¨¦ntimos de euro ni siquiera se permiten semejante extranjer¨ªa. Y mi c¨¦ntimo de euro tiene un indudable car¨¢cter nacional, como lo tuvo en sus ¨²ltimos a?os aquella peseta tan peque?a que daba risa, o pena, o ambas cosas al mismo tiempo.
Resulta parad¨®jico que, en mi humilde econom¨ªa, las monedas m¨¢s solventes y los billetes ostentosos pasen con total fugacidad, mientras que un solitario y miserable c¨¦ntimo se me ha atascado desde hace much¨ªsimas semanas. Lo suelo llevar premeditadamente al s¨²per, seguro de que es uno de los pocos lugares donde a¨²n se manejan fracciones ¨ªnfimas, uno de esos lugares donde podr¨ªa deshacerme de ¨¦l. Pero no culmino ninguna compra que se resuelva en la cifra necesaria (cualquier importe que termine en uno o en seis c¨¦ntimos) para abandonar al fin mi moneda infinitesimal. El c¨¦ntimo se resiste a emprender la partida, y la humana tendencia al redondeo va arrinconando la posibilidad de que llegue un d¨ªa a utilizarlo. Prefiero creer que me fastidia, pero quiz¨¢s me estoy encari?ando: jam¨¢s conoc¨ª moneda que mostrara tanta obstinaci¨®n por no marcharse, como si fuera una oculta met¨¢fora de mis escasos fondos verdaderos, mi maltrecha econom¨ªa, mi amenazada n¨®mina.
Dijo Julio Camba que firmar una cr¨®nica period¨ªstica era algo tan fugaz como escribir tu nombre en la arena de la playa. Pero estaba equivocado. De hecho, Julio Camba se pas¨® casi sesenta a?os escribiendo columnas period¨ªsticas y sin embargo a¨²n se le recuerda como un gran escritor. Mientras tanto, su hermano Francisco, impenitente autor de novelas, ha ca¨ªdo en el m¨¢s abrumador olvido.
Julio Camba era como ese c¨¦ntimo que uno alberga en el bolsillo, un c¨¦ntimo que, al final, sobrevive a toda clase de intercambios, mientras que su hermano Francisco representa algo as¨ª como uno de nuestros billetes de euros (algunos de los cuales ostentan un grosero valor) que cambiamos muy de ma?ana despu¨¦s de tomar un caf¨¦ y desaparecen para siempre. De hecho, nadie se acuerda hoy de sus novelas, escritas acaso con la ambici¨®n de un Tolstoi, pero s¨ª de las columnas de Julio, un escritor de peri¨®dicos, pero, sobre todo, un extraordinario escritor.
Tambi¨¦n en literatura existen los c¨¦ntimos de euro: esos cuentos, esos art¨ªculos que uno va perpetrando por las esquinas de sus d¨ªas. A todo escritor le ronda siempre la ambiciosa idea de culminar una millonada: emprender una novela total, esa brutal novela de ochocientas o de mil p¨¢ginas, que d¨¦ a su nombre impreso respetabilidad perpetua. Pero lo sorprendente es luego eso: que algunos c¨¦ntimos subsisten y muchos grandes billetes se extrav¨ªan. Y esa fue la victoria, voluntaria o no, del agudo Julio Camba, escritor de peri¨®dicos, pero continuamente reeditado, sobre su hermano novelista, que trasegaba mamotretos de los que hoy nadie se acuerda.
Vanidoso, pienso ahora en mi c¨¦ntimo, como si fuera esta columna.
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