Los premios
El paisito est¨¢ jalonado de premios, de premios de la m¨¢s variada especie que otorga la m¨¢s variopinta gama de entidades. Hay premios para deportistas y escritores, para empresarios y cocineros, para dise?adores de webs y dise?adores de moda. Hay tantos premios que no haber recibido alguno debe de resultar muy preocupante, algo parecido a dudar de la propia existencia. Pero el mundo de la mercadotecnia ha descubierto que hay algo todav¨ªa mejor que recibir un premio: convocarlo. Hoy todas las entidades tienen su premio, o sus premios, y saben que dar placas, estatuillas o medallas son una interesante v¨ªa para que se hable de ellas, a veces para que se hable de ellas m¨¢s que de los premiados.
Asociaciones empresariales, colegios profesionales, grupos de comunicaci¨®n, fundaciones de todo orden, tienen sus premios anuales, y anualmente los reparten a las anuales figuras destacadas en cualquier categor¨ªa. Otra cosa llama la atenci¨®n de los premios, especialmente de los que se convocan en el paisito: que son multitudinarios y masivos; que se reparten a mansalva. Uno abre el peri¨®dico por la ma?ana y se entera de que la tarde anterior hubo una gala en la que se premiaba a los mejores de tal especialidad. Lo cierto es que en la foto correspondiente, sobre la tarima del teatro o del palacio de congresos, no aparecen uno, dos o tres premiados, sino una verdadera multitud de seres afortunados que muestran su placa respectiva, una masa de personajes destacados en algo, si bien resultan tan numerosos que, a menudo, ni siquiera el peri¨®dico del d¨ªa se anima a mencionarlos a todos.
Todo esto supone, al final, un modo de devaluar los premios. Enti¨¦ndase, no s¨¦ trata de que deba haber menos premios (merecen premio los mejores deportistas, los mejores escritores, los cocineros m¨¢s audaces y los empresarios m¨¢s ind¨®mitos) sino que cada convocante singularice a sus homenajeados y no haga como ahora, en que puestos a dar premios acabamos premiando en cada acto a la mitad del vecindario.
De los vascos se dice que somos gentes con esp¨ªritu colectivo (y entonces se mencionan los orfeones, los txokos, las traineras). Claro que con la misma obstinaci¨®n se dice que somos individualistas (y entonces se mencionan el caser¨ªo, la peque?a empresa guipuzcoana o los indianos que volv¨ªan ricos de Am¨¦rica). Lo cierto es que, en esto de los premios, prima entre nosotros lo colectivo. Tenemos gran afici¨®n a premiar a personas jur¨ªdicas (el Orfe¨®n Donostiarra, el Athletic de Bilbao), premios de escaso efecto psicol¨®gico porque en ellos ninguna persona concreta ve colmada su ego¨ªsta vanidad, su implacable deseo de reconocerse excepcional. Por otra parte, cuando se premia a personas individuales son tantos los galardonados que la sensaci¨®n de colectividad viene a ser la misma: premiados y m¨¢s premiados se amontonan en el escenario con una rara sensaci¨®n de pertenecer a una agrupaci¨®n, algo que nada tiene que ver con el verdadero premio, que destaca por la singularidad.
A la hora de premiar, los vascos somos colectivos, comunitarios, pero a esta tendencia se une otra m¨¢s propia de la contemporaneidad: la certidumbre de que convocando un premio a quien se promociona de verdad es a la entidad convocante, de modo que ¨¦sta considera que cuantos m¨¢s premiados re¨²na todo va a ser mucho mejor. As¨ª, los premios se dividen en especialidades, clasifican a finalistas, se distribuyen en virtud de criterios cada vez m¨¢s numerosos. Hay distintas categor¨ªas seg¨²n la edad, el peso o el sexo. Se premia a jubilados y alevines. Se premia en euskera y castellano. Un ej¨¦rcito de placas o estatuillas en cada convocatoria, en cada plat¨® televisivo, en cada palacio de congresos. El mundo est¨¢ lleno de estatuillas de bronce, de bustos de Sabino Arana, de medallas ministeriales, de r¨¦plicas del ¨¢rbol de Gernika. Toda biograf¨ªa es una peque?a vitrina de reconocimientos. No ha habido ¨¦poca de la humanidad que conociera tanto motivo para el aplauso.
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