?D¨®nde est¨¢ Alin?
Una rumana angustiada buscaba a su pareja sin comprender lo que ocurr¨ªa
A Stefania Stuparu se le cort¨® la vida a los 24 a?os a las tres de la tarde de ayer. A esa hora, el "se?or jefe" de su marido le comunic¨® que Alin, tambi¨¦n de 24 a?os, no hab¨ªa acudido a la obra de Madrid donde trabaja como alba?il. Stefania no hab¨ªa visto la televisi¨®n. No hab¨ªa escuchado la radio. O a lo mejor s¨ª, pero no hab¨ªa entendido lo suficiente para preocuparse. Al o¨ªr que Alin no hab¨ªa llegado, comprendi¨® el revuelo que hab¨ªa visto durante toda la ma?ana. Y empez¨® a temblar.
Hab¨ªa estado limpiando casas, como todos los d¨ªas. Estaba contenta. Alin y ella eran afortunados. Hab¨ªan encontrado trabajo nada m¨¢s instalarse en Espa?a, hace dos meses. Una haza?a para una pareja de rumanos reci¨¦n llegados. Sin idioma, sin papeles. Iban a tener raz¨®n Adela y Mariano, la hermana y el cu?ado de Alin, que viv¨ªan en Torrej¨®n de Ardoz (Madrid) desde hace ocho meses y que les hab¨ªan animado a seguir su ruta. Aqu¨ª, en esta ciudad donde ya viv¨ªan otros 5.000 compatriotas, hab¨ªa porvenir.
Stefania no entend¨ªa nada. Le pas¨® el tel¨¦fono a su cu?ada. Alin no aparec¨ªa. Empez¨® a llorar.
As¨ª que Stefania y Alin Sorinel Stuparu se subieron a un autob¨²s en Craiova, su ciudad natal, y pusieron rumbo a una nueva vida en Espa?a. Al llegar, se instalaron en la casa que Mariano y Adela compart¨ªan con otras dos parejas de ecuatorianos en Torrej¨®n, a tiro de piedra de la estaci¨®n. Un barrio lleno de inmigrantes como ellos. Rumanos, ecuatorianos, subsaharianos que encuentran en estos pisos de unos 70 metros, antiguos, deteriorados, sin calefacci¨®n y sin ascensor, la ¨²nica posibilidad de pagar un alquiler (a¨²n as¨ª, la renta no baja de los 500 euros) en una casa compartida y poder coger el tren rumbo a sus trabajos en Madrid.
As¨ª que Stefania hab¨ªa despedido a Alin a las siete. ?l iba a coger el tren de las 7.20. Hasta las nueve de la noche no volver¨ªa. Durante el d¨ªa, Alin y Stefania no se llamaban. El m¨®vil cuesta y todo el dinero que juntan tiene su destino escrito mucho antes de entrar en sus bolsillos. Por eso, Stefania no ech¨® de menos ninguna llamada. Alin estar¨ªa bien, trabajando.
Pero el aviso del "se?or jefe" acab¨® con la rutina. Stefania no entend¨ªa nada. Le pas¨® el tel¨¦fono a su cu?ada, Adela, que habla castellano. Alin no aparec¨ªa. Stefania empez¨® a llorar. De su calle al Ayuntamiento de Torrej¨®n no hay m¨¢s de diez minutos andando. No conoc¨ªan a nadie en Espa?a. Se echaron a la calle. Hab¨ªan cogido el pasaporte de Alin, que s¨®lo viajaba con su abono transporte como documentaci¨®n. Pero se les hab¨ªa olvidado el abrigo. En el ayuntamiento las atendieron con caras compungidas. Stefania vio las caras, empez¨® a llorar y ya s¨®lo par¨® para tomar aliento.
Tras comprobar que Alin no figuraba en las listas oficiales de heridos, el secretario de la alcaldesa trat¨® de confortarlas: "Hay muchos heridos, puede que est¨¦ inconsciente y no hayan podido identificarle". Les pidi¨® el m¨®vil y prometi¨® llamarlas si ten¨ªa noticias. Ya se iban por la puerta, abrazadas. Nadie cay¨® en la cuenta de que estaban absolutamente abandonadas. Solas en una ciudad a miles de kil¨®metros de su casa. Sin entender nada. Al final, alguien orden¨® a una patrulla de la Polic¨ªa Municipal que las llevara al Campo de las Naciones. Era la primera vez que las dos mujeres iban en coche a Madrid desde que llegaron a Espa?a. Al llegar, Stefania mir¨® con sus ojos verdes casi transparentes a la periodista que le hab¨ªa acompa?ado en el viaje m¨¢s amargo de su vida y le apret¨® la mano. ?Suerte!, le dio tiempo a decir a ¨¦sta antes de que dos psic¨®logos se llevaran a las cu?adas en volandas. Alin no est¨¢ en las listas provisionales de heridos. Tampoco en la de muertos. ?D¨®nde est¨¢ Alin?
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