?l y su hombre
El escritor rindi¨® un homenaje a las m¨¢gicas fronteras entre realidad y ficci¨®n.
Pero regresando a mi nuevo compa?ero. Estaba muy contento con ¨¦l y me propuse ense?arle todo lo que fuera adecuado para convertirle en alguien ¨²til, pr¨¢ctico y capaz de ayudar. Pero sobre todo para que pudiera hablar y entenderme cuando yo hablaba. Y nunca hubo estudiante m¨¢s apto que ¨¦l.
Robinson Crusoe, Daniel Defoe
Boston, en la costa de Lincolnshire, es una hermosa poblaci¨®n, escribe su hombre. En ella se encuentra el campanario de iglesia m¨¢s alto de Inglaterra. Los timoneles de embarcaci¨®n lo usan como punto de referencia. Boston est¨¢ rodeado de terrenos pantanosos. Abundan los avetoros, unas aves ominosas que emiten una llamada grave y lastimera y tan fuerte que se oye a tres kil¨®metros de distancia, como la detonaci¨®n de un arma de fuego.
Tras regresar de su isla, donde hasta la llegada de Viernes hab¨ªa vivido en silencio, le dio la impresi¨®n de que en el mundo se hablaba demasiado
Ahora le parece que en el mundo s¨®lo hay un pu?ado de historias. Y si a los j¨®venes se les proh¨ªbe que se alimenten de sus mayores, se les est¨¢ condenando a guardar silencio para siempre
?l ans¨ªa conocer al hombre en carne y hueso, dar un paseo con ¨¦l por los muelles y escuchar de su boca la historia de su visita a la parte norte de la isla o de sus aventuras como escritor
Los pantanos tambi¨¦n albergan otras muchas especies de aves, escribe su hombre: patos y patos reales, cercetas y patos silbones, y para capturarlos los hombres de los pantanos cr¨ªan patos amaestrados, a los que llaman patos se?uelo o duckoys.
La gente de la zona llama a esos pantanos fens. Hay pantanos por toda Europa y por todo el mundo, pero no se llaman fens. Fens es una palabra inglesa que se resiste a emigrar.
A esos patos se?uelo de Lincolnshire, escribe su hombre, se los cr¨ªa en estanques se?uelo y se los amaestra d¨¢ndoles de comer a mano. Luego, cuando llega la temporada, se los env¨ªa a Holanda y a Alemania. All¨ª conocen a otros de su especie y cuando ven las vidas tan tristes que tienen esos patos holandeses y alemanes, c¨®mo en invierno se les congelan los r¨ªos y se les cubre la tierra de nieve, no pueden evitar comunicarles, en una forma de lenguaje que les permite ser entendidos, que en su tierra natal de Inglaterra las cosas son distintas: que los patos ingleses tienen costas llenas de comida y mareas que invaden libremente los arroyos. Que tienen lagos, manantiales, estanques abiertos y estanques recogidos. Tambi¨¦n tierras llenas de ma¨ªz que dejan atr¨¢s los espigadores. Y ni escarcha ni nieve, o muy poco de ambas.
Mediante semejantes descripciones, escribe ¨¦l, que se llevan a cabo en su totalidad en el lenguaje de los patos, ellos, los patos se?uelos o duckoys, re¨²nen grandes cantidades de aves y, por decirlo de alg¨²n modo, las raptan. Las gu¨ªan de vuelta a trav¨¦s del mar desde Holanda y Alemania y las instalan en sus estanques se?uelo de los pantanos de Lincolnshire, grazn¨¢ndoles y parlote¨¢ndoles todo el tiempo en su idioma, dici¨¦ndoles que esos son los estanques de los que les hablaban y que ahora vivir¨¢n a salvo en ellos.
Y mientras est¨¢n as¨ª ocupados, los criadores de se?uelos, los amos de los patos se?uelo, se ponen a cubierto en refugios que han construido con ca?as en los pantanos y sin ser vistos arrojan pu?ados de ma¨ªz al agua. Y los patos se?uelo o duckoys los siguen y a su vez son seguidos por sus invitados extranjeros. Y as¨ª es como durante dos o tres d¨ªas llevan a sus invitados por v¨ªas fluviales cada vez m¨¢s estrechas y los van llamando todo el tiempo para ense?arles lo bien que se vive en Inglaterra, hasta el lugar donde se han extendido las redes.
Luego los criadores de se?uelos env¨ªan a su perro se?uelo, que ha sido perfectamente adiestrado para nadar detr¨¢s de las aves y ladrar mientras nada. Extremadamente alarmados por aquella criatura terrible, los patos echan a volar, pero los obliga a descender de nuevo la red arqueada que hay encima de ellos, de modo que es bajo la red que deben nadar o perecer. Pero la red se va estrechando m¨¢s y m¨¢s, como una bolsa, y al final de la misma est¨¢n los criadores de se?uelos, que van atrapando uno por uno a sus cautivos. A los patos se?uelo los acarician y los tratan de maravilla, pero a sus invitados los matan a palos all¨ª mismo, los despluman y los venden a centenares y a millares.
Todas estas historias de Lincolnshire las escribe su hombre en una caligraf¨ªa pulcra y r¨¢pida, con unas plumas que afila con su navaja todos los d¨ªas antes de sentarse de nuevo ante la p¨¢gina.
En Halifax, escribe su hombre, hab¨ªa, hasta que fue retirada en el reinado del Rey Jaime I, una m¨¢quina de ejecuciones que funcionaba del modo siguiente. Al condenado lo pon¨ªan con la cabeza en la base o cuenco del cadalso. Luego el verdugo sacaba de un golpe un perno que sujetaba en alto una cuchilla enorme. La cuchilla bajaba por un marco tan grande como una puerta de iglesia y decapitaba al hombre tan limpiamente como un cuchillo de carnicero.
Era costumbre en Halifax, sin embargo, que si entre el momento de sacar el perno y el momento en que bajaba la cuchilla el condenado consegu¨ªa ponerse de pie de un salto, bajar corriendo la colina y cruzar el r¨ªo a nado sin que lo volviera a coger el verdugo, se lo dejaba libre. Pero en todos los a?os que estuvo la m¨¢quina en Halifax esto nunca sucedi¨®.
?l (no su hombre sino ¨¦l) est¨¢
sentado en su habitaci¨®n junto a los muelles de Bristol, leyendo esto. Se est¨¢ haciendo mayor. Ya casi se puede decir que es un anciano. La piel de su cara, que el sol del tr¨®pico casi hab¨ªa ennegrecido antes de que se fabricara una sombrilla de hojas de palmera o sabal para protegerse, se ha vuelto m¨¢s p¨¢lida, aunque sigue siendo tan correosa como el pergamino. En la nariz tiene una llaga causada por el sol que no se le cura.
Todav¨ªa tiene la sombrilla en su habitaci¨®n, de pie en una esquina, pero el loro que regres¨® con ¨¦l ya falleci¨®. "?Pobre Robin!", chillaba el loro posado en su hombro. "?Pobre Robin Crusoe! ?Qui¨¦n salvar¨¢ al pobre Robin?". Su esposa no soportaba las lamentaciones del loro. "Pobre Robin" d¨ªa s¨ª y d¨ªa tambi¨¦n. "Le retorcer¨¦ el cuello", dec¨ªa ella, pero no ten¨ªa valor para hacerlo.
Cuando regres¨® a Inglaterra de su isla con su loro, su sombrilla y el cofre lleno de tesoros, vivi¨® una temporada tranquilo con su anciana esposa en la finca que hab¨ªa comprado en Huntingdon, ya que se hab¨ªa convertido en un hombre rico y se enriqueci¨® todav¨ªa m¨¢s cuando se imprimieron sus aventuras. Pero los a?os en la isla, y luego los a?os de viajes con su sirviente Viernes (pobre Viernes, se lamenta para sus adentros, graznido, graznido, porque el loro nunca pronunciaba el nombre de Viernes, solamente el de ¨¦l), hicieron que la vida de terrateniente le resultara aburrida. Y si hay que ser francos, la vida de casado tambi¨¦n lo decepcion¨® amargamente. Se descubri¨® a s¨ª mismo retir¨¢ndose cada vez m¨¢s a menudo a sus establos con sus caballos, que por fortuna no hablaban por los codos, sino que relinchaban suavemente cuando llegaba para mostrar que lo reconoc¨ªan y luego se quedaban callados.
Tras regresar de su isla, donde hasta la llegada de Viernes hab¨ªa vivido en silencio, le dio la impresi¨®n de que en el mundo se hablaba demasiado. Cuando estaba junto a su mujer en la cama le parec¨ªa que le estaban lloviendo guijarros sobre la cabeza, con un repiqueteo constante, cuando lo ¨²nico que ¨¦l deseaba era dormir.
As¨ª que cuando su anciana mujer pas¨® a mejor vida se visti¨® de luto pero no se apen¨®. La enterr¨® y transcurrido un lapso decente ocup¨® una habitaci¨®n en la posada The Jolly Tar de los muelles de Bristol, dejando las propiedades de Huntingdon a cargo de su hijo. ?nicamente se llev¨® consigo la sombrilla de la isla que lo hab¨ªa hecho famoso, el loro muerto y fijado a su percha y unos pocos art¨ªculos de primera necesidad, y all¨ª es donde ha vivido desde entonces, paseando de d¨ªa por los muelles, mirando al oeste por encima del mar, ya que todav¨ªa tiene buena vista, y fumando en pipa. En cuanto a las comidas, se las hace subir a la habitaci¨®n. Porque despu¨¦s de haberse acostumbrado a la soledad en su isla ya no le agrada estar con otra gente.
No lee, pues ha dejado de gustarle, pero la escritura de sus aventuras le infundi¨® la costumbre de escribir y eso le proporciona un recreo bastante agradable. Por las tardes, a la luz de las velas, saca sus papeles, afila sus plumas y escribe un par de p¨¢ginas de su hombre, el hombre que env¨ªa informes sobre los patos se?uelo de Lincolnshire, sobre la gran m¨¢quina letal de Halifax, la que permite huir si antes de que caiga la atroz cuchilla uno puede ponerse de pie de un salto y bajar corriendo la colina, y sobre otras muchas cosas. Desde todos los sitios que visita env¨ªa informes, ¨¦sa es la ocupaci¨®n principal de ese atareado hombre suyo.
Paseando junto a los muros del
puerto y reflexionando sobre la m¨¢quina de Halifax, ¨¦l, Robin, a quien el loro llamaba el pobre Robin, deja caer un guijarro y escucha. Un segundo, menos de un segundo, tarda en llegar al agua. La gracia de Dios es r¨¢pida, ?pero acaso no lo es m¨¢s una cuchilla enorme de acero templado, m¨¢s pesada que una roca y engrasada con sebo? ?C¨®mo se puede escapar de ella? ?Y qu¨¦ clase de hombre puede dedicarse a ir de un lado para otro por todo el reino, de un espect¨¢culo de muerte a otro (apaleamientos, decapitaciones), enviando informe tras informe?
Un hombre de negocios, se dice a s¨ª mismo. Que sea un hombre de negocios, un mercader de granos o de pieles. O un fabricante y abastecedor de tejas de alg¨²n lugar donde abunde la arcilla, como por ejemplo Wapping, forzado a viajar mucho por razones de trabajo. Que sea pr¨®spero, que tenga una mujer que lo quiera y no hable mucho y le d¨¦ hijos, sobre todo hijas. Que goce de una felicidad razonable. Y que su felicidad se acabe de golpe. Un invierno crece el T¨¢mesis y se lleva por delante los hornos donde se coc¨ªan las tejas, o bien los graneros, o la curtidur¨ªa. Y su hombre se arruina. Los acreedores descienden sobre ¨¦l como moscas o como cuervos. Se ve obligado a abandonar su casa, a su mujer y a sus hijas y buscar refugio en la zona m¨¢s ruinosa de Beggars Lane bajo un nombre falso y disfrazado. Y que todo esto -la crecida del r¨ªo, la ruina, la huida, la miseria, los harapos y la soledad-, que todo esto sea una representaci¨®n del naufragio y de la isla donde ¨¦l, el pobre Robin, pas¨® veintis¨¦is a?os aislado del mundo y estuvo a punto de enloquecer (?Y ciertamente qui¨¦n puede decir que hasta cierto punto no enloqueci¨®?).
O bien que el hombre sea un talabartero con una casa y un taller en Whitechapel y un lunar en la barbilla y una mujer que le quiera y no hable mucho y le d¨¦ hijos, sobre todo hijas, y le reporte una gran felicidad, hasta la llegada de la peste a la ciudad. Corre el a?o 1665 y todav¨ªa no ha tenido lugar el Gran Incendio de Londres. La peste desciende sobre Londres: d¨ªa a d¨ªa, parroquia a parroquia, el recuento de v¨ªctimas crece, entre los pobres y entre los ricos, porque la peste no distingue clases sociales, y toda la fortuna mundana del talabartero no lo va a salvar. As¨ª que env¨ªa a su mujer y a sus hijas al campo y hace planes para escapar ¨¦l tambi¨¦n, pero al final no se marcha. "No temer¨¢s a los horrores de la noche", lee cuando abre la Biblia por una p¨¢gina al azar, "ni a la flecha que vuela de d¨ªa. Ni a la pestilencia que camina en la oscuridad, ni a la destrucci¨®n que arrasa a mediod¨ªa. Un millar caer¨¢n a tu lado, y diez mil a tu derecha, pero a ti no te tocar¨¢ el mal".
Alentado por esa se?al, una se?al que es como un salvoconducto, se queda en la ciudad aquejada de la enfermedad y empieza a escribir informes. Me encontr¨¦ con una multitud en la calle, escribe, y en medio de la misma una mujer se?alaba al cielo. "?Mirad!", grit¨® la mujer. "?Un ¨¢ngel vestido de blanco empu?ando una espada de fuego!". Y toda la multitud empez¨® a asentir. "Lo es, es cierto", dijeron. "?Un ¨¢ngel con una espada!". Pero ¨¦l, el talabartero, no vio ning¨²n ¨¢ngel y tampoco ninguna espada. Lo ¨²nico que vio fue una nube de forma extra?a que brillaba m¨¢s por un lado que por el otro, como resultado de la luz del sol.
"?Es una alegor¨ªa!", grit¨® la mujer de la calle, pero ¨¦l no vio nada parecido a una alegor¨ªa. Eso dice en su informe.
Otro d¨ªa, mientras camina junto al r¨ªo en Wapping, su hombre, el que antes era talabartero pero ahora carece de ocupaci¨®n, observa c¨®mo una mujer llama desde el umbral de su casa a un hombre que rema a bordo de una barca a vela. "?Robert, Robert!", lo llama ella. Y entonces el hombre rema hasta la orilla, coge un saco de la barca, lo deja encima de una roca junto a la orilla del r¨ªo y se aleja remando. Y la mujer va a la orilla y recoge el saco y se lo lleva a casa, con aspecto muy afligido.
?l se acerca al hombre llamado Robert y habla con ¨¦l. Robert le informa de que la mujer es su esposa y de que en el saco hay provisiones para una semana para ella y para sus hijos, carne, harina y manteca, pero que no se atreve a acercarse m¨¢s, ya que todos ellos, la esposa y sus hijos, tienen la peste. Y eso le rompe a ¨¦l el coraz¨®n. Y todo esto -la historia de Robert y su mujer manteni¨¦ndose unidos mediante llamadas de un lado a otro del r¨ªo y sacos dejados en la orilla- ciertamente posee un significado propio, pero tambi¨¦n es una representaci¨®n de la soledad de ¨¦l, de Robinson, en la isla, donde en sus horas de desesperaci¨®n m¨¢s oscura iba hasta la orilla y llamaba a sus seres queridos de Inglaterra para que lo salvaran, y otras veces nadaba hasta el barco naufragado en busca de provisiones.
M¨¢s informes de aquella ¨¦poca
de tristeza. Ya incapaz de soportar el dolor de las hinchazones en la entrepierna y en el sobaco que son las se?ales de la peste, un hombre sale corriendo y gritando, completamente desnudo, a la calle, a Harlow Alley, en Whitechapel, donde su hombre el talabartero se queda mirando c¨®mo salta y hace cabriolas y toda clase de gestos extra?os, y su mujer y sus hijos corren detr¨¢s de ¨¦l gritando y dici¨¦ndole que vuelva a casa. Y esos saltos y esas cabriolas son una alegor¨ªa de sus propios saltos y cabriolas cuando tras la calamidad del naufragio, despu¨¦s de registrar la playa en busca de huellas de sus compa?eros de a bordo y al no encontrar a ninguno, al no encontrar nada m¨¢s que un par de zapatos desparejados, entendi¨® que hab¨ªa naufragado completamente solo en una isla desierta y que ciertamente no ten¨ªa esperanzas de salvarse.
(?Pero sobre qu¨¦ otra cosa canta en secreto, se pregunta a s¨ª mismo, ese pobre hombre afligido acerca del que est¨¢ leyendo, adem¨¢s de su desolaci¨®n? ?Qu¨¦ est¨¢ invocando, a trav¨¦s de las aguas y a lo largo de los a?os? ?Qu¨¦ est¨¢ tratando de extraer de su fuego interior?)
Hace un a?o, ¨¦l, Robinson, le pag¨® dos guineas a un marinero por un loro que el marinero se hab¨ªa tra¨ªdo, seg¨²n le dijo, de Brasil: un p¨¢jaro no tan magn¨ªfico como su amado animal pero por lo dem¨¢s espl¨¦ndido. Ten¨ªa plumas verdes, cresta escarlata y hablaba muy bien, si hab¨ªa que dar cr¨¦dito al marinero. Y ciertamente el p¨¢jaro se le posaba en el hombro en su cuarto de la posada, con una cadenita en la pata en caso de que intentara irse volando, y dec¨ªa las palabras "?Pobre Poll! ?Pobre Poll!" una y otra vez hasta que ¨¦l se ve¨ªa obligado a taparlo con una capucha. Pero no le pudo ense?ar a decir ninguna otra cosa. "?Pobre Robin!", por ejemplo. Tal vez era demasiado viejo para aquello.
Pobre Poll, mirando por el ventanuco la enorme extensi¨®n gris del Atl¨¢ntico que se ve m¨¢s all¨¢ de los m¨¢stiles: "?Qu¨¦ isla es ¨¦sta?", pregunta el pobre Poll, "a la que he sido arrojado, tan fr¨ªa y l¨²gubre? ?D¨®nde est¨¢s, mi Salvador, en esta hora en que tanto te necesito?".
Un tipo, borracho y en plena madrugada (otro de los informes de su hombre), cae dormido en un umbral en Cripplegate. El carro que se lleva a los cad¨¢veres viene en su direcci¨®n (seguimos en el a?o de la peste), y los vecinos, creyendo que el tipo est¨¢ muerto, lo ponen en el carro entre los cad¨¢veres. Al poco rato, el carro llega a la fosa de Mountmill y el carretero, con la cara tapada para protegerse de los efluvios, lo coge para echarlo dentro. ?l se despierta y forcejea, confuso. "?D¨®nde estoy?", dice. "Est¨¢s a punto de ser enterrado con los muertos", le dice el carretero. "?Pero estoy muerto?", dice el hombre. Y esto tambi¨¦n es una representaci¨®n de ¨¦l en la isla.
Algunos londinenses contin¨²an con sus asuntos, creyendo que est¨¢n sanos y que saldr¨¢n vivos. Pero en secreto tienen la peste en la sangre: cuando la infecci¨®n les llegue al coraz¨®n caer¨¢n fulminados, informa su hombre, como si les alcanzara un rayo. Y eso es una representaci¨®n de la vida misma, de la vida en general. Preparativos adecuados. Tendr¨ªamos que hacer preparativos adecuados para la muerte o bien caer fulminados. Tal como ¨¦l, Robinson, se vio forzado a ver cuando de repente, en su isla, se encontr¨® un d¨ªa con la huella de un hombre en la arena. Era una huella, y por tanto una se?al: la se?al de un pie, de un hombre. Pero tambi¨¦n de otras muchas cosas. "No est¨¢s solo", dec¨ªa la se?al. Y tambi¨¦n: "No importa hasta d¨®nde navegues, no importa d¨®nde te escondas, ser¨¢s encontrado".
En el a?o de la peste, escribe su hombre, otros, presa del terror, lo abandonaron todo, sus casas, a sus mujeres e hijos, y huyeron lo m¨¢s lejos que pudieron de Londres. Cuando la peste pas¨®, su huida fue condenada un¨¢nimemente como cobard¨ªa. Pero olvidamos, escribe su hombre, la clase de valent¨ªa que hace falta para afrontar la peste. No es el simple valor de un soldado cuando coge el arma y dispara contra el enemigo: es como disparar a la Muerte misma a lomos de su caballo blanco.
Ni siquiera en su mejor momento, su loro de la isla, su favorito de los dos, dijo ninguna palabra que no le hubiera ense?ado su amo. ?C¨®mo es posible que su hombre, que es una especie de loro y a quien no tiene en demasiada estima, escriba tan bien como su amo o mejor? Porque lo cierto es que su hombre es h¨¢bil con la pluma. "Como disparar a la Muerte misma a lomos de su caballo blanco". El talento de ¨¦l, adquirido en la contadur¨ªa, consiste en hacer c¨¢lculos y cuentas, no en elaborar frases. "La Muerte misma a lomos de su caballo blanco": a ¨¦l no se le habr¨ªan ocurrido esas palabras. Solamente cuando deja paso a su hombre aparecen esas palabras.
Y los patos se?uelo o duckoys: ?qu¨¦ sab¨ªa ¨¦l, Robinson, de los patos se?uelo? Nada en absoluto hasta que su hombre empez¨® a enviarle informes.
Los patos se?uelo de los panta-
nos de Lincolnshire, la gran m¨¢quina de ejecuciones de Halifax: informes de una gran gira que su hombre parece estar llevando por la isla de Gran Breta?a y que es la representaci¨®n de una gira que ¨¦l llev¨® a cabo por su isla en el esquife que se hab¨ªa construido, la gira que revel¨® que hab¨ªa una parte remota de la isla, escarpada, oscura e inh¨®spita, que despu¨¦s de aquello evit¨® siempre, aunque si en el futuro llegaban colonos a la isla tal vez la explorar¨ªan y se asentar¨ªan en ella. Aquello tambi¨¦n era una representaci¨®n, del lado oscuro del alma y del luminoso.
Cuando las primeras bandadas de plagiadores e imitadores se cernieron sobre su historia de la isla y le endilgaron al p¨²blico sus propias historias falsas sobre la vida de un n¨¢ufrago, a ¨¦l no le parecieron distintos en absoluto a una horda de can¨ªbales descendiendo sobre su carne, es decir, sobre su vida. Y no tuvo escr¨²pulos a la hora de decirlo. "Cuando me estaba defendiendo de los can¨ªbales, que intentaban abatirme, asarme y devorarme", escribi¨®, "pensaba que me estaba defendiendo de la cosa en s¨ª. Poco imaginaba", escribi¨®, "que aquellos can¨ªbales no eran m¨¢s que representaciones de una voracidad mucho m¨¢s diab¨®lica, que roer¨ªa la sustancia misma de la verdad".
Pero ahora, despu¨¦s reflexionar m¨¢s sobre ello, parece que empieza a infiltrarse en su pecho un toque de complicidad con sus imitadores. Porque ahora le parece que en el mundo solamente hay un pu?ado de historias. Y si a los j¨®venes se les proh¨ªbe que se alimenten de sus mayores, se los est¨¢ condenando a guardar silencio para siempre.
As¨ª pues, en el relato de sus aventuras en la isla cuenta que una noche se despert¨® aterrado y convencido de que ten¨ªa encima de ¨¦l en su cama al demonio bajo la forma de un perro enorme. As¨ª que se puso de pie de un salto, cogi¨® un alfanje y lo blandi¨® a derecha e izquierda para defenderse, mientras el pobre loro que dorm¨ªa junto a la cama chillaba alarmado. Tard¨® muchos d¨ªas en comprender que no se le hab¨ªa subido encima ning¨²n diablo y tampoco ning¨²n perro, sino que hab¨ªa sufrido alguna clase de par¨¢lisis pasajera, y al no poder mover la pierna hab¨ªa llegado a la conclusi¨®n de que hab¨ªa alguna criatura acostada sobre la misma. Da la impresi¨®n de que la lecci¨®n de aquella aventura es que todas las aflicciones, incluida la par¨¢lisis, proceden del diablo y son el mismo diablo. Que una visita de la enfermedad puede ser representada por una visita del diablo, o por un perro que represente al diablo, y que viceversa, la visitaci¨®n puede representarse como una enfermedad, como en la historia del talabartero y la peste. Y por tanto que nadie que escriba historias sobre una cosa u otra, sobre el diablo o sobre la peste, deber¨ªa por ello ser considerado un mero falsificador o un ladr¨®n.
Cuando a?os despu¨¦s decidi¨® poner en papel el relato de su isla, descubri¨® que no le sal¨ªan las palabras, que la pluma no flu¨ªa, que sus dedos estaban r¨ªgidos y no le respond¨ªan. Pero d¨ªa a d¨ªa, paso a paso, acab¨® por dominar la t¨¦cnica de la escritura, hasta que durante la ¨¦poca de sus aventuras con Viernes en el norte helado las p¨¢ginas le sal¨ªan con facilidad, casi sin pensarlo.
Pero aquella vieja facilidad de redacci¨®n, ay, lo hab¨ªa abandonado. Cuando ahora se sienta ante el peque?o escritorio frente a la ventana que domina los muelles de Bristol, siente la mano m¨¢s torpe que nunca y la pluma un instrumento m¨¢s ajeno que nunca.
?Y acaso al otro, a su hombre,
le resulta m¨¢s f¨¢cil escribir? Los relatos que escribe acerca de patos, m¨¢quinas letales y Londres bajo la peste fluyen con bastante facilidad, pero anta?o a ¨¦l le pasaba lo mismo. Tal vez lo est¨¢ juzgando mal, a ese hombrecillo atildado de paso r¨¢pido y con un lunar en la barbilla. Tal vez en este mismo momento est¨¦ sentado a solas en un cuarto de alquiler en alguna parte del ancho reino mojando la pluma en tinta y volvi¨¦ndola a mojar, lleno de dudas, vacilaciones y reconsideraciones.
?C¨®mo hay que entenderlos a su hombre y a ¨¦l? ?Como amo y esclavo? ?Como hermanos, como gemelos? ?O como rivales y enemigos? ?Qu¨¦ nombre le dar¨¢ a ese compa?ero sin nombre con quien comparte las veladas y a veces tambi¨¦n las noches, que solamente se ausenta de d¨ªa, cuando ¨¦l, Robin, est¨¢ caminando por los muelles e inspeccionando las nuevas llegadas y su hombre galopa por el reino llevando a cabo sus inspecciones?
?Acaso ese hombre vendr¨¢ alguna vez a Bristol en el curso de sus viajes? ?l ansia conocer al hombre en carne y hueso, darle la mano, dar un paseo con ¨¦l por los muelles y escuchar de su boca la historia de su visita a la parte norte de la isla o de sus aventuras como escritor. Pero se teme que no habr¨¢ ninguna reuni¨®n, no en este mundo. Si tuviera que hacer una comparaci¨®n entre ellos dos, su hombre y ¨¦l, escribir¨ªa que son como dos barcos que navegan en direcciones contrarias, uno hacia el oeste y el otro hacia el este. O mejor dicho, que son marineros ocupados en las jarcias, el uno a bordo de un barco rumbo al oeste y el otro en un barco que va al este. Sus naves pasan cerca la una de la otra, lo bastante cerca como para que se saluden. Pero el mar est¨¢ encrespado, hay tormenta: con los ojos salpicados por la espuma y con las manos descarnadas por las sogas, pasan el uno junto al otro, demasiado ocupados para saludarse.
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