Contra el horror
Doscientos muertos desollados y hacinados en un s¨®tano espeluznan. Pero a¨²n resultan m¨¢s espeluznantes 1.500 kilos de carne humana encarcelada entre los barrotes de la muerte, en un amasijo de hierros retorcidos y miembros desvencijados, arrancados de cuajo de sus cuerpos, esperando que el an¨¢lisis del ADN confirme el dolor de familiares, amigos, allegados.
Tampoco son 1.000 o 2.000 los heridos resultantes. No ha estallado una bomba nuclear. Pero sus efectos son de similares proporciones. Porque tanto los ciudadanos que se restablezcan como los que convivan con los restablecidos, los que estaban pr¨®ximos a los lugares de los estallidos, quienes han visto fotograf¨ªas en diarios y televisiones, cuantos han estado en alguna de las estaciones horas antes, aquellos que cambiaron en el ¨²ltimo momento su regreso, y tantos otros, han insertado en su cerebro, en mayor o menor medida, otro tipo de bomba: la del temor. El miedo se expande y crece en la inconsciencia individual y colectiva, y muchos no olvidar¨¢n jam¨¢s rostros quemados, cuerpos desmadejados, la salpicadura de la sangre del cad¨¢ver de al lado, amigos reci¨¦n despedidos, el timbre del tel¨¦fono anunciando la p¨¦rdida del padre, del hijo, de la esposa, del novio, el horror de la muerte inexplicable como un aerolito enviado por Sat¨¢n. Ese terror sin nombre y autodestructivo act¨²a como si de una radioactividad sicol¨®gica se tratase; y genera incontables secuelas a lo largo del tiempo, bombas retardadas que s¨®lo la voluntad puede desactivar.
El terror, el caos, la desorientaci¨®n: ¨¦sas son las armas del terrorista; y no hay mejor defensa que la de no dejarse aterrorizar. El ¨²nico escudo contra las armas es la uni¨®n de los desarmados; quiero decir: de los armados con las armas de la raz¨®n, siempre incruenta y tolerante. En estos momentos importa menos el nombre del enemigo que la reacci¨®n de las v¨ªctimas. Todos los enemigos tienen el mismo punto d¨¦bil: el desprecio pac¨ªfico ante las amenazas. Porque el enemigo pretende desunir para vencer.
?Alg¨²n lector quiere sentirse derrotado? Si no es as¨ª, salga de su aton¨ªa o indiferencia y ejecute en las urnas, con su voto por la democracia, a tantos hijos de la Gran Escoria.
Y porque santificados son en la tierra por sus infernales adoradores, benditos sean en el infierno del desprecio aquellos que, finalmente, resulten ser causantes, culpables, verdugos, reos de la masacre de Madrid y de tantos otros lugares en donde habita el hombre deseoso de paz y solidaridad.
Antonio Gracia es poeta.
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