La irrupci¨®n del sufragio como deber civil
El domingo pasado pareci¨® resonar en Espa?a el eco de la voz contundente de John Stuart Mill: "En toda elecci¨®n pol¨ªtica por sufragio universal el votante tiene la obligaci¨®n moral absoluta de tomar en consideraci¨®n el inter¨¦s del p¨²blico y no su propio beneficio, y, a su mejor juicio, dar su voto como hubiera debido hacerlo si fuera el ¨²nico votante y la elecci¨®n dependiera solamente de ¨¦l". El domingo, en efecto, cre¨ª tener la percepci¨®n clara de que un importante sector del electorado espa?ol hab¨ªa esgrimido su derecho de voto como el contenido de un deber civil de car¨¢cter moral. A lo largo del siglo XX nos hemos acostumbrado a pensar en la acci¨®n de votar como una conducta estrat¨¦gica definida por tres rasgos: se trata de un derecho individual; es usado instrumentalmente para buscar la satisfacci¨®n m¨¢xima de las preferencias del elector; cuando ha de ser ejercido junto al de millones de votantes, su probabilidad de afectar el resultado de la elecci¨®n es tan remota que resulta irracional sacrificar cualquier preferencia, por peque?a que sea, por acercarse a la urna. En estos tres postulados suelen, en efecto, descansar muchas investigaciones de ciencia pol¨ªtica y tambi¨¦n las encuestas y sondeos electorales.
Pero a veces parece abrirse paso desde el siglo XIX aquella voz que nos dice que el sufragio tiene un sentido moral irrenunciable. Tambi¨¦n los krausistas y los hombres de la Instituci¨®n Libre de Ense?anza recordaron entonces en Espa?a ese componente de exigencia ¨¦tica que tiene la funci¨®n del sufragio como servicio p¨²blico. Y cuando se examinan desde esa perspectiva, esos tres postulados en que hoy parece descansar sufren una crucial mutaci¨®n: lo que es un derecho se presenta ante nosotros sobre todo como un deber, y un deber que hace caso omiso del beneficio privado del votante para proyectarse sobre el inter¨¦s p¨²blico, y un deber adem¨¢s que rechaza el c¨¢lculo instrumental para plantarse ante nosotros como una exigencia profunda que ha de dejar a un lado el mero provecho del presente. En esas condiciones la abstenci¨®n, por racional que pueda resultar desde la otra cultura electoral, se nos aparece como una opci¨®n inaceptable.
Pues bien, ¨¦sa puede haber sido la causa m¨¢s honda de que e1 resultado del domingo 14 de marzo defraudara las previsiones de casi todos y esquivara el dictamen de los sondeos. Cuando pens¨¢bamos hallarnos s¨®lo ante ciudadanos preocupados con el c¨¢lculo de sus conveniencias y temores, irrumpi¨® en la escena electoral un segmento del voto cuya preocupaci¨®n m¨¢s honda era algo que se hallaba antes que los programas de los partidos y las ofertas electorales. Ese votante se hab¨ªa planteado una cuesti¨®n anterior: para ¨¦l se trataba nada menos que de decidir sobre las condiciones mismas del ejercicio de la vida constitucional, la libertad y la democracia en la Espa?a de hoy. Algo que ten¨ªa que ver con el sentido y la interpretaci¨®n de las reglas del juego mucho m¨¢s que con la jugada de ¨¦ste o la jugada de aqu¨¦l. Una cuesti¨®n relativa a principios b¨¢sicos que se hab¨ªan sentido peligrar por la acci¨®n pol¨ªtica cotidiana de la mayor¨ªa absoluta del Partido Popular.
?Por qu¨¦? Pues porque, a lo largo de estos cuatro a?os, en lugar de concebir un espacio y un talante pol¨ªtico para una formaci¨®n conservadora fuerte y de clara impronta constitucional, el Partido Popular ha ignorado los rasgos b¨¢sicos del ideal conservador y ha establecido frente a ¨¦l una estrategia que se dir¨ªa calculada para privar de su savia interna la vida de la Constituci¨®n y llenar su habit¨¢culo formal de viajeros reaccionarios.
Por eso su pol¨ªtica, aunque se haya pretendido de centro, ha transmitido siempre el viejo tufo autoritario. Lejos de producirse como un partido moderado respetuoso con la tradici¨®n, de sabor liberal y esp¨ªritu de tolerancia, ha permitido con su mayor¨ªa absoluta que 1a vieja derecha excluyente vuelva a encontrar cancha en la pol¨ªtica espa?ola. Su trayectoria, por ello, no ha tenido ning¨²n referente europeo serio. S¨®lo parec¨ªa enlazar con los estratos m¨¢s oscuros de la derecha religiosa que apoya a Bush o con la desfachatez medi¨¢tica de que hace gala Silvio Berlusconi. No hay m¨¢s que ver el desastre que ha producido en las instituciones pol¨ªticas y los ¨®rganos constitucionales con su mayor¨ªa absoluta. Su designio m¨¢s profundo parece haber sido inyectar en los ganglios del sistema constitucional un anest¨¦sico que lo mantuviera en pie mientras quedaba inerte en su pulso interior. Y dentro de su carcasa vac¨ªa de vida se han introducido desvergonzadamente sus grupos adictos, expresos o t¨¢citos. Las instituciones y poderes constitucionales, y muchos de los organismos de la Administraci¨®n que han ca¨ªdo bajo su f¨¦rula, han sido as¨ª poblados con pros¨¦litos de partido o de secta, de forma tal que aunque externamente parec¨ªan seguir las formas legales, funcionaban en realidad como una suerte de pr¨®tesis institucional del poder ejecutivo.
Esto ha sido extremadamente grave, y ha determinado seguramente que tanto en segmentos de la izquierda como de la derecha del electorado aparezca con una fuerza in¨¦dita hasta ahora la visi¨®n del derecho de sufragio como un deber c¨ªvico. Naturalmente, la tremenda conmoci¨®n del jueves 11 estuvo muy presente en los comicios, pero creo que no como un castigo, ni como un miedo. Lo que sucedi¨® el viernes y el s¨¢bado fue algo mucho m¨¢s evidente: no fue el crimen desalmado, sino la reacci¨®n pol¨ªtica ante ¨¦l lo que puso delante de nosotros al Partido Popular en su estado m¨¢s puro. En esos dos d¨ªas se quintaesenci¨® su forma de actuar y se mostr¨® ante el elector en toda su sectaria desnudez. No solamente intent¨® obtener de una cierta versi¨®n de la tragedia alguna ventaja electoral, sino que ignor¨® a los dem¨¢s actores de la vida pol¨ªtica y social en favor de un protagonismo excluyente, y se desliz¨® hacia la m¨¢s tosca manipulaci¨®n de la informaci¨®n en una suerte de orwellismo provinciano que escandaliz¨® dentro del pa¨ªs e hizo un rid¨ªculo general en el exterior. S¨ª, esa era la s¨ªntesis viva de la forma de hacer pol¨ªtica del Partido Popular con su mayor¨ªa absoluta. Y era precisamente aquello que el elector de principios ten¨ªa la obligaci¨®n moral de truncar. ?se fue el motor de la gran sorpresa electoral, del gran vuelco.
Por eso se equivoc¨® claramente el responsable de Izquierda Unida cuando habl¨® de sus votantes perdidos como electores de voto ¨²til. No, no hubo comportamiento electoral estrat¨¦gico, sino una clara opci¨®n moral en favor del inter¨¦s com¨²n tomada par una parte de los votantes naturales de esa formaci¨®n. Son seguramente los mejores votantes que tiene, y no tiene por qu¨¦ haberlos perdido. De hecho, ha sucedido lo mismo con otro sector de electores: aquellos ciudadanos moderados que han contemplado escandalizados c¨®mo la mayor¨ªa absoluta alejaba al partido que votaron hace cuatro a?os del perfil b¨¢sico de un partido conservador a la altura de los tiempos, y muchos otros: todos aquellos que no han dudado entre la exigencia moral de proteger la convivencia constitucional y las eventuales ventajas que hubieran obtenido al votar a su opci¨®n natural. En todos esos casos, una reflexi¨®n madura tuvo que llevarles a la convicci¨®n de que deb¨ªan votar al Partido Socialista. Los socialistas espa?oles han recibido as¨ª un importante contingente de votos inspirados por el deber civil del sufragio m¨¢s que por la preferencia pol¨ªtica del elector. Ha sido muy esperanzador o¨ªr decir a su l¨ªder que tiene conciencia de ello.
Francisco J. Laporta es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa del Derecho de la UAM.
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