Florida
All¨ª, justo enfrente, se levantaba el Cine Florida, con esas butacas ra¨ªdas y las luces de lenocinio de las salas de antes. No s¨¦ qu¨¦ han hecho con el local, pero una buena tarde nos encontramos la entrada tapiada y una colecci¨®n de letreros que bailaban sobre los ladrillos conmin¨¢ndonos a abandonar toda esperanza: "Adquirido para la pr¨®xima apertura de una sucursal de...". Mi adolescencia y primera juventud puede reconstruirse rastreando los nombres de esos cines borrosos, situados en calles mal ventiladas del centro de Sevilla, que recorr¨ªa siendo estudiante y que parec¨ªan obedecer siempre al mismo prototipo de s¨®tano cubierto de polvo, con pringosas imitaciones de madera en los pasamanos de los asientos y un olor indefinible a radiador, a ba?o atascado o a jab¨®n ali?ado con patatas fritas que imperaba en el recibidor, junto a la taquilla de los billetes. El primero en morir, antes del Rialto, el Delicias o el Path¨¦, el que arrastr¨® a todos los dem¨¢s al abismo como el escalador que se desploma sin poder desasirse de la soga de seguridad, fue el remoto Florida. Recuerdo que ten¨ªa luces azules y rosas, y un vest¨ªbulo con espejos donde todo, los relojes, las risas, el cansancio de los rostros se volv¨ªa doble y triple y aspiraba al infinito. Antes de empezar la pel¨ªcula, sol¨ªamos comprar un paquete de patatas en la tienda del otro lado de la avenida. Me acabo de enterar de que la manzana de la Florida, justo donde se encuentra todav¨ªa esa tienda, ha sido adquirida por una inmobiliaria que pretende espulgar a los viejos inquilinos para erigir un centro comercial; y he sentido que volv¨ªan a cerrar el cine, a tapiarlo y ultrajarlo con letreros, y una ¨ªnfima parte de mi felicidad pasada, manchada de costra y polvo, ha vuelto a precipitarse en el vac¨ªo.
Paseando la otra tarde por la Alameda de H¨¦rcules y descubriendo la de terrazas y de "tabernas selectas" (sic) que han germinado en las mismas esquinas en que antes nos fum¨¢bamos los porros o asist¨ªamos a sesiones de teatro alternativo, comprend¨ª lo que pretende hacer la especulaci¨®n inmobiliaria con el centro de Sevilla: depurarlo de estudiantes, ancianitas y melenudos, arrasar las viejas construcciones de cal y ladrillo para acomodar a individuos de importaci¨®n bien bronceados y con los dientes debidamente blancos, que puedan gastar a espuertas sus sueldos en comercios de dise?o delineados al efecto. El fen¨®meno no es nuevo y ya ha masacrado otras ciudades tan veteranas como la nuestra: ciudades que han quedado deshabitadas y muertas y convertidas en ripios de s¨ª mismas al cambiar sus casas por centros de venta y a sus habitantes por turistas. Cuando una vez le pregunt¨¦ a un amigo v¨¦neto si existen venecianos, ¨¦l me respondi¨®: existen, y todos ellos est¨¢n deseando volver a Venecia. Los echaron de all¨ª la industria, las multinacionales de hamburguesas, los dibujantes de postales, los admiradores de Casanova. De noche, Venecia consiste en un sepulcro con olor a marisco, y es m¨¢s f¨¢cil encontrar en sus calles una tienda de papel pautado que una panader¨ªa: sus vecinos huyeron de ella hace decenios, sabiendo que la ciudad se hund¨ªa en aguas mucho m¨¢s oscuras y procelosas que las del Adri¨¢tico. No quiero ese destino para Sevilla, no creo que ninguno de nosotros lo quiera.
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