M¨¢s vale poco que nada, dijo el rat¨®n e hizo pis en el mar
Hace casi un mes que ando fuera de casa. Hoy estoy en N¨²remberg, en un hotel con el nombre de la mujer de Durero, situado en la calle con el nombre de la mujer de Durero, Agnes, en la parte antigua de la ciudad. Todo es hermos¨ªsimo y siento un fr¨ªo tremendo. Ma?ana estar¨¦ en Colonia, pasado ma?ana en Berl¨ªn. Todo hermos¨ªsimo tambi¨¦n, y tambi¨¦n un fr¨ªo tremendo a pesar del sol. ?Cu¨¢ndo vuelvo? Personas con ojos de cristal transparente. Francia, Rumania, Alemania ahora. En Rumania, en Constantsa (Constanta, escriben ellos, con una cedilla en la segunda t), el olor a cad¨¢ver del Mar Negro, un hombre, con barbas, atravesando las olas con la pipa en la boca. Unos cuantos mastines vagabundos, entre las sobras, que me huelen los dedos. Y el hombre, con el agua al cuello, sin quitarse la pipa. Incluso a lo lejos se distinguen las bocanadas. Yo intentando encontrar el tiempo para escribir la novela, rob¨¢ndoselo a los periodistas, a los lectores: en qu¨¦ cosa extra?a me han convertido. No entiendo la novela, voy avanzando, a ciegas, por las p¨¢ginas, porque s¨¦ que la novela se entiende a s¨ª misma y eso me basta. El patriarca de la iglesia ortodoxa se quit¨® el rosario de la mu?eca, lo bendijo, lo coloc¨® en la m¨ªa: espero que d¨¦ alg¨²n resultado. Hay momentos en que necesito tanto que Dios se preocupe por m¨ª. Almorc¨¦ con el patriarca en el monasterio, servidos por monjas silenciosas, excepto los padrenuestros en lat¨ªn. San Miguel Arc¨¢ngel enfurru?ado en la pared: ?por qu¨¦? Ni siquiera he tenido tiempo de pecar. Despu¨¦s, aqu¨ª fuera, he estado robando nueces con unos chicos descalzos. Hac¨ªa una eternidad que no com¨ªa nueces que me supiesen tan bien. Un campesino construy¨® una r¨¦plica de la Torre Eiffel, de diez metros de altura, en medio del ma¨ªz. Ah¨ª se qued¨® ella muy orgullosa, la pobre, pidi¨¦ndonos que nos acerc¨¢semos. Museos con restos griegos, romanos, en vitrinas. Centenares de restos: me da la impresi¨®n de que mi hija Joana pas¨® por aqu¨ª. Su habitaci¨®n ganar¨ªa el primer premio en un concurso de instalaciones.
Debe de ser tarde, los ojos se duermen sin m¨ª, la mano insiste en escribir
?Cu¨¢ndo vuelvo? ?rboles que hablan una lengua diferente, nubes que no son las m¨ªas, el patriarca comunic¨¢ndose con la corte celeste por el m¨®vil: es un hombre grande, de peque?as manos delicadas, sensibles: sujetan los cubiertos por el extremo, con la pinza de los dedos. Monjes en un emparrado: nunca m¨¢s los ver¨¦. En N¨²remberg catedrales, iglesias, el anillo de oro, sujeto a unas rejas, que hay que girar para tener suerte. Despu¨¦s de los aut¨®grafos, mientras escribo en la habitaci¨®n, horas medievales en un reloj perdido. Encima de la almohada un chocolate para la traves¨ªa del sue?o, amabilidad de la gerencia. Me entregan un rotulador para firmar un cartel con mi cara: aprovecho para cubrir aquellas facciones que no son m¨ªas, dibujarles un bigote. Creo que no les gust¨® la idea: se les nota en los ojos, m¨¢s transparentes todav¨ªa, una leve crispaci¨®n educada en sus caras tan blancas. ?Cu¨¢ndo vuelvo, hostia? Tejados inclinados, la estatua de Durero, viejo, lleno de condecoraciones de bronce. En Par¨ªs un director de teatro, argentino, me explicaba que, despu¨¦s de los cincuenta, se est¨¢ m¨¢s cerca del arpa que de la guitarra. Estoy m¨¢s cerca del arpa que de la guitarra y me gustar¨ªa escribir dos o tres novelas m¨¢s, acord¨¢ndome de un refr¨¢n h¨²ngaro que afirma: m¨¢s vale poco que nada, dijo el rat¨®n e hizo pis en el mar. Creo que guardo algunos pises aqu¨ª dentro. Hago esta cr¨®nica sin saber ad¨®nde me llevan las palabras, tanteando paredes con el bast¨®n de la pluma: aqu¨ª y all¨¢ un escal¨®n, una esquina, un desnivel que me estremece la frase. Copas amarillas del oto?o, ositos de peluche en una ventana cerrada, apoyados en la cortina. El aspecto de bibliotecario del recepcionista: recibe mi llave como si fuese un libro precioso, la coloca en el tablero como en un estante. Si me preguntasen
-?Te sientes solo?
responder¨ªa que no. El pintor Durero, en su pedestal, me hace m¨¢s compa?¨ªa de lo que ambos creemos, as¨ª de majestuoso, de tr¨¢gico, y el espejo me sonr¨ªe antes de que yo le sonr¨ªa. En el canal de pago de la televisi¨®n una mujer finge orgasmos por ciento veinticinco euros, gui?a el ojo a la c¨¢mara, se cimbrea como al borde del ¨¦xtasis. Todo esto en diez segundos, puesto que aparece de inmediato el letrero anunciando disculpe pero usted no ha pagado, y la mujer se esfuma con sus placeres teatrales. La pantalla se pone negra. Pasos en el corredor, dos voces que se alternan: debe de ser la mujer del canal de pago, acompa?ada por su querido. Me falta algo que sepa a viento, estoy harto de hacer y deshacer maletas, o sea meter all¨ª dentro la ropa al buen tunt¨²n. Debe de ser tarde, los ojos se duermen sin m¨ª, la mano insiste en escribir. La de mi abuela me roza la cabeza, se entretiene despein¨¢ndome, pensativa. ?Ad¨®nde se fue al morirse, abuela, que no me visita nunca? Echaron abajo su edificio. Si no le molesta vuelva a apoyar su mano en mi cabeza, tr¨¢teme de hijo. Me trataba de hijo, ?se acuerda? Sea como fuere, creo que necesito de usted.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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