La conjura
Pese a los brillantes competidores, el retrato de Federico de Montefeltro pintado por Piero della Francesca tiene un poder especial sobre los espectadores que visitan los Uffici de Florencia. Un perfil en¨¦rgico, sobre el lejano paisaje de un r¨ªo que serpentea entre colinas ideales. Durante mucho tiempo se ense?¨® que representaba exquisitamente la virtud renacentista, aunque ahora un profesor americano de origen italiano pretende haber probado que fue este Federico de Montefeltro, duque de Urbino, quien dirigi¨® la conjura que hace algo m¨¢s de 500 a?os acab¨® con la vida de Giuliano de Medici y estuvo a punto de hacerlo con la de su hermano, el gran Lorenzo.
Puede que el profesor est¨¦ equivocado, extraviado en sus papeles y conclusiones. Pero tambi¨¦n podr¨ªa ser que acertara. Despu¨¦s de todo, nunca nos hemos hecho grandes ilusiones sobre la moralidad de aquellos audaces condottieri del Renacimiento y, con pocas excepciones, damos por buena la boutade de Orson Welles que comparaba la excelencia art¨ªstica de aquella inigualable Florencia llena de colmenas con la esterilidad de la pac¨ªfica Suiza y su reloj de cuco. Al fin y al cabo, pueden coexistir, como en tantos otros casos, el instigador del asesinato y el protector de un artista como Piero della Francesca. ?ste, seguramente, tambi¨¦n lo pensaba pues, adem¨¢s del famoso retrato, dedic¨® al duque de Urbino otras obras igualmente excepcionales.
Si pudi¨¦ramos penetrar en la verdad ¨²ltima de los hechos, cambiar¨ªamos gran parte de los libros de historia y las nociones que defendemos a partir de ellos
Quiz¨¢ el propio perfil de Federico de Montefeltro, tan elogiado, ya anunciara las futuras revelaciones. Durante mucho tiempo cre¨ª que la acusada ensilladura de la nariz, que le daba un toque algo patibulario, era una alteraci¨®n del pigmento originada por el paso del tiempo; luego, sin embargo, le¨ª que el duque hab¨ªa quedado desfigurado y tuerto a ra¨ªz del combate en un torneo y que Piero della Francesca hab¨ªa tratado de disimular sus defectos f¨ªsicos. De ser as¨ª, la nariz de Montefeltro tal como aparece en el retrato resumir¨ªa bien el car¨¢cter y las haza?as de este hombre, aunque sin condenarle a ser el homicida que reclama el profesor italoamericano.
Cuando en los Uffici veamos muy cerca, casi toc¨¢ndose, los retratos de Lorenzo de Medici y de Federico de Montefeltro nunca podremos saber con certeza si ¨¦ste atent¨® contra aqu¨¦l. Tal vez este sea el aspecto m¨¢s impresionante de esta noticia (una noticia, por otra parte, de esas que un d¨ªa inundan los peri¨®dicos de medio mundo para desaparecer para siempre el d¨ªa siguiente): los que la hemos le¨ªdo ya no podremos contemplar el rostro de Federico sin la sospecha de que fue un asesino. Pero no tendremos, tampoco, ninguna seguridad de que as¨ª sea y que realmente fuera ¨¦l el instigador de aquella l¨²gubremente c¨¦lebre conjura de los Pazzi que conmovi¨® el sue?o de Florencia una Semana Santa de hace 500 a?os.
Lo m¨¢s impresionante, casi siempre, es el c¨ªrculo impenetrable que conforman la sospecha y la opacidad. No me gustan los paranoicos que ven conspiraciones tras todos los acontecimientos porque acostumbran a ser, tambi¨¦n ellos, conspiradores con respecto a los dem¨¢s y a s¨ª mismos. Debo reconocer, no obstante, que desde el primer momento no he podido, pese a mis esfuerzos, separar la pol¨ªtica de aquel c¨ªrculo impenetrable: la desagradable sensaci¨®n de no saber lo que sucedi¨® alimentada por la todav¨ªa m¨¢s desagradable sensaci¨®n de no saber lo que sucede.
La historia est¨¢ llena de conjuras de los Pazzi que, en el mejor de los casos, deber¨¢n esperar el incierto veredicto de un lejano futuro. Posiblemente, si pudi¨¦ramos penetrar en la verdad ¨²ltima de los acontecimientos, deber¨ªamos cambiar gran parte de nuestros libros de historia adem¨¢s, por supuesto, de las nociones que defendemos a partir de ellos. Ser¨ªa necesario redibujar la imagen del mundo, pero la sima en la que reposan los secretos no tiene fin.
Si ingenuamente pens¨¢bamos que las revoluciones t¨¦cnicas de las que tanto alardeamos, y de un modo muy particular la de la comunicaci¨®n, habr¨ªan de facilitar la transparencia de la vida p¨²blica, basta mirar a nuestro alrededor para desenga?arnos. Aunque nuestra capacidad informativa sea enorme, tambi¨¦n lo es la capacidad que se abate sobre un escenario que ya no es local, sino mundial. A este respecto, el siglo XX finaliz¨® sin que se sacasen a la luz la mayor¨ªa de sus grandes tramas subterr¨¢neas.
Pero a¨²n peor ha sido el inicio del siglo XXI, cuyos pocos a?os de vida est¨¢n cruzados por una permanente niebla de opacidad e intriga, como si la siniestra oscuridad del terrorismo hubiera contaminado la necesaria luz de la vida p¨²blica. Nada m¨¢s da?ino para el progreso de la democracia que esa sensaci¨®n continua de vivir entre conjurados.
Quiz¨¢ dentro de 500 a?os alg¨²n profesor ense?ar¨¢ a sus alumnos que los incautos ciudadanos de principios del siglo XXI ten¨ªan una idea completamente err¨®nea de lo que ocurr¨ªa a su alrededor. Y sin un Piero della Francesca que pintara el retrato del asesino.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.