Los terroristas y el fin de Europa
Cuando pensamos en los terroristas que est¨¢n ensangrentado Estados Unidos, el mundo isl¨¢mico y Europa desde hace casi tres a?os, les llamamos fundamentalistas religiosos. Pensamos que, en un mundo amenazado por la vulgaridad y el dinero (el dinero y la vulgaridad de Occidente), Osama Bin Laden, Ayman al Zawahiri y sus colegas desean revivir el antiguo islam. Los a?os en los que el ¨¢ngel Gabriel dict¨® a Mahoma los vers¨ªculos del Cor¨¢n surgieron las primeras mezquitas de ladrillo y ramas de palmera, comenzaron las peregrinaciones a La Meca, las tropas ¨¢rabes conquistaron a toda velocidad Persia, Siria, ?frica septentrional y Espa?a, se retiraron al desierto los primeros ascetas, naci¨® una nueva teolog¨ªa, se publicaron ejemplares maravillosamente decorados del Cor¨¢n y se construyeron las grandes mezquitas de Damasco y Jerusal¨¦n... Fue la ¨¦poca de los cimientos: un periodo apasionado, austero, guerrero, lleno de genio y movilidad; un oc¨¦ano de fuego, que en unos cuantos a?os ardi¨® y transform¨® el mundo. Mil trescientos a?os despu¨¦s, para recuperar esos cimientos (o eso dicen), los terroristas se suben a los aviones, destruyen los rascacielos de Nueva York, se suicidan, crean el caos en Constantinopla, Casablanca y Madrid. Es un sacrificio atroz, una matanza ilimitada en la que mueren ellos mismos y los dem¨¢s; pero, al final de esa matanza, se supone que renacer¨¢ el perfume del siglo VII, la figura de Mahoma que, en un instante aislado en el tiempo, abandona el suelo de Jerusal¨¦n y sube al cielo en su caballo volador.
No existe una mentira mayor. El siglo VII no ha regresado. Mahoma no vuelve a ascender al cielo. Los terroristas del 2001, el 2002, el 2003, el 2004 y futuros a?os han destruido mediante la violencia cualquier v¨ªnculo que pudieran tener con el Cor¨¢n. La guerra que libran contradice en todos los sentidos las palabras de la tradici¨®n isl¨¢mica.
Unas palabras que prescrib¨ªan la tolerancia religiosa, aconsejaban que se protegiera a viudas y hu¨¦rfanos, prohib¨ªan el asesinato, el suicidio, el terrorismo y la violaci¨®n de los pactos e impon¨ªan una ley escrupulosa hasta para regir la guerra santa, mientras, a su alrededor, todo era Biblia, fantas¨ªa, alfombras m¨¢gicas, lectura de los fil¨®sofos griegos, invenci¨®n de aut¨®matas, letras de oro de los Coranes. Lo que est¨¢ sucediendo en 2004 no tiene precedentes ni en los a?os m¨¢s siniestros de la historia isl¨¢mica, cuando los bereberes invadieron el califato de C¨®rdoba. En los ¨²ltimos 30 a?os ha nacido en Oriente Pr¨®ximo una religi¨®n nueva, imp¨ªa e iconoclasta, que tiene tanta relaci¨®n con el Cor¨¢n y Mahoma como el nazismo con el romanticismo alem¨¢n.
Lo que reina hoy en Oriente Pr¨®ximo es el perverso arte de la pol¨ªtica que desarroll¨® Europa a lo largo de los siglos, hasta culminar en Hitler y Stalin. Osama Bin Laden y sus seguidores no son, como dicen nuestras ingenuas autoridades, "locos criminales" sedientos de sangre. Poseen un talento pol¨ªtico como no existe hoy en el mundo. Tienen una imaginaci¨®n grandiosa, una voluntad f¨¦rrea, una enorme lucidez racional, una intuici¨®n que simplifica enormemente las cosas, una terrible audacia intelectual, una perfecta elecci¨®n de los objetivos, una precisi¨®n meticulosa en la ejecuci¨®n, el don de montar espect¨¢culos teatrales capaces de fascinar a las multitudes, y ni un ¨¢pice de duda, incertidumbre ni aliento humano.
No se parecen en nada a los poderosos de la gran tradici¨®n ¨¢rabe: los califas de Bagdad y C¨®rdoba, Saladino, los soberanos de Delhi, los soberanos saf¨¢vidas de Persia, los emperadores mongoles de India, los sultanes otomanes, con todo su aparato de generosidad, genio y opulencia. Ni a los mediocres jefes de Estado de la ¨²ltima posguerra mundial, Nasser y Bumedi¨¢n. Son hijos de Occidente: hijos de los nihilistas y de Hitler, de Lenin y de Stalin, de la inmundicia ideol¨®gica que ha derramado Europa en el ¨²ltimo siglo sobre el universo.
No s¨¦ d¨®nde viven, si en Afganist¨¢n, Pakist¨¢n, Irak, o en la calle Venezia de Mil¨¢n, o en la plaza de la Concordia, o en el hotel Plaza de Manhattan, si en las viviendas m¨¢s elegantes y los hoteles m¨¢s lujosos. Pero s¨ª s¨¦ lo que hacen. Se r¨ªen de nosotros. Cu¨¢nto debieron de divertirse el 11 de septiembre de 2001. Seguro que pensaron: "?Lo veis? Nosotros os damos una pel¨ªcula real, mejor que lo que os han ofrecido hasta ahora vuestras televisiones. Todo es espct¨¢culo, tal como os gusta en vuestra vida diaria; todo son efectos especiales, como en las pel¨ªculas de Spielberg. Pero los aviones son aut¨¦nticos, los rascacielos son aut¨¦nticos, el fuego es aut¨¦ntico, las ruinas son aut¨¦nticas, los miles de muertos son aut¨¦nticos muertos. Esperamos contar con vuestra admiraci¨®n. Confesadlo, nunca os hab¨ªais divertido tanto. Nunca tendr¨¦is otro espect¨¢culo as¨ª de grandioso, hasta que decidamos ofreceros otro, tal vez muy pronto". Cu¨¢nto deben de estar divirti¨¦ndose estos d¨ªas, despu¨¦s del atentado de Madrid, al ver las manifestaciones contra el terrorismo o por la paz, las disputas entre nuestros pol¨ªticos, nuestros interminables debates televisivos, la nube de palabrer¨ªa y estupidez que envuelve amorosamente a Europa y Am¨¦rica.
En otro tiempo, en Occidente exist¨ªa una cualidad atroz e incomunicable que Simone Weil llam¨® "fuerza". Le gustaba verse encarnada en el rostro de Julio C¨¦sar; en el rostro extra?amente femenino de Augusto; en los peque?os miembros adiposos de Napole¨®n; en la figura enorme y falsamente bonachona de Stalin. La fuerza se propon¨ªa alcanzar unos fines, y lo lograba casi por cualquier medio, a costa de construir sus altares sobre pilas de cad¨¢veres y r¨ªos de sangre. Cuando llegaba a la cima, donde no hab¨ªa ya nada que se le opusiera, adoptaba un aire majestuoso, grandioso y terrible, y dejaba caer una sonrisa apacible y benigna sobre los hombres que, m¨¢s abajo, le presentaban sus quejas, sus himnos y sus oraciones. Ninguna otra cualidad fascinaba tanto a los hombres como la fuerza, ninguna suscitaba una mezcla tan repugnante de terror y atracci¨®n, tanto deseo de adoraci¨®n, humillaci¨®n y sacrificio.
Por suerte para nosotros, en la civilizaci¨®n occidental, hoy, la fuerza ya no existe. La fuerza es realista, atrapa objetos, tritura cuerpos, conquista pa¨ªses; y el mundo europeo del siglo XXI es irreal, teatral, fantasioso, televisivo, espectacular. Ning¨²n occidental sabe usar ya la fuerza. Y cuando recurre a ella, la usa de forma inexperta, torpe, excesiva, o acompa?ada de tanta cautela, tanto miramiento, tanta excusa y tanta precauci¨®n que se vuelve totalmente ineficaz y perjudicial. Como nos han ense?ado los ¨²ltimos 30 a?os de historia pol¨ªtica de Estados Unidos de Am¨¦rica.
Y, muerta la fuerza, han muerto los poderosos. Los grandes dela Tierra desaparecieron hace varias d¨¦cadas, como una familia de animales barrida por una glaciaci¨®n. El ¨²ltimo de los antiguos poderosos fue Stalin, el hombre que adoraba a Shakespeare y el ballet; cuando Malenkov, Beria, M¨®lotov y Kaganovic le llevaron a hombros hasta la tumba -en un d¨ªa helador y gris de 1953-, no sab¨ªan que estaban enterrando al ¨²ltimo representante de una raza extinta. El epitafio se escribi¨® a?os despu¨¦s: lo pronunci¨® Jruschov, y fue grotesco, irreverente y blasfemo, como sucede cuando los esclavos liberados -todos nosotros- tomamos el poder.
Por consiguiente, los pol¨ªticos de hoy son completamente distintos. Durante siglos, les gust¨® ser inalcanzables, invisibles, desconocidos para los dem¨¢s seres humanos, solitarios como las estrellas en el cielo. Nadie pod¨ªa acercarse al emperador de Bizancio, sentado en su trono, ni hasta el Hijo del Cielo que, en Pek¨ªn, escuchaba la m¨²sica de sus relojes perfectos, ni hasta el emperador de Persia oculto tras su velo. Todas sus palabras y acciones ol¨ªan a secreto: fingimientos, m¨¢scaras, misterios, que nadie pod¨ªa explicar.
Ahora vemos a los pol¨ªticos todas las tardes en la pantalla de la televisi¨®n, sentados en butacas rosas o azules, mientras hablan fr¨ªvolamente de tal o cual cosa, con una pasi¨®n desmesurada por las frases superficiales y los t¨®picos. Les encanta dejarse fotografiar en p¨²blico, sentados en almuerzos oficiales, con las manos decorosamente colocadas junto a los tenedores, o mientras se besan con fervor en la mejilla o la boca, o se dan palmadas en la espalda o m¨¢s abajo, como signo de solidaridad, complicidad, amor; unas palmadas afectuosas que son su forma preferida de hablar. A cambio, han perdido toda capacidad de intuir la realidad. No ven lo que ocurre. No saben imaginar lo que va a ocurrir, pese a que Osama Bin Laden lo sabe muy bien. En otro tiempo, pose¨ªan el don supremo de la autoridad, un don que se tiene, al mismo tiempo, por naturaleza y por experiencia, nunca se ostenta y siempre difunde a su alrededor calma, tranquilidad, veneraci¨®n y respeto. Hoy, casi ninguno de ellos tiene autoridad; se toman el pelo mutuamente, se sacan la lengua, se insultan, se hacen burla, se ofenden, de tal forma que nos obligan a los s¨²bditos a sentirnos tristes y humillados en su nombre.
Entre los episodios de la historia hay uno respecto al que siento una veneraci¨®n inmensa, como si perteneciera a una condici¨®n superior a la meramente hist¨®rica. Son las vicisitudes de Inglaterra entre 1939 y 1941. Los nazis hab¨ªan conquistado Polonia, Noruega, Dinamarca, B¨¦lgica, Holanda y Francia; luego, los Balcanes y Creta; se hab¨ªan aliado con la Uni¨®n Sovi¨¦tica. Durante un a?o, Inglaterra careci¨® pr¨¢cticamente de ej¨¦rcito, s¨®lo ten¨ªa unos cientos de aviones, algunas tropas en Egipto, una flota, una clase dirigente nada compacta... y a Churchill. No hab¨ªa grandes esperanzas. Las bombas alemanas destru¨ªan las ciudades inglesas, las "coventrizaban", como dec¨ªa con elegancia Mussolini. Leonard y Virginia Woolf hab¨ªan preparado veneno para suicidarse si los nazis desembarcaban en el pa¨ªs. Pues bien, el pueblo ingl¨¦s tuvo una inmensa capacidad de paciencia y aguante. Toler¨® la derrota y la muerte, no perdi¨® el valor, proyect¨® la mirada hacia el otro lado de un futuro muy oscuro. Unos cuantos aviones ingleses vencieron sobre el canal de la Mancha a los aviones alemanes; las naves inglesas hundieron las italianas en el Mediterr¨¢neo. Si estamos hoy aqu¨ª, si podemos hablar, escribir, pasear, irnos de vacaciones, decir estupideces, todo esto es posible exclusivamente gracias a la paciencia, el valor y el aguante de aquel pueblo leal.
Convenz¨¢monos de que la civilizaci¨®n occidental corre peligros no mucho menos graves que los de 1939 y 1940. Los enemigos son muy inteligentes, no tienen escr¨²pulos ni incertidumbres, y poseen una fuerza de voluntad extraordinaria. Para una democracia, defenderse del terrorismo elevado a sistema es muy dif¨ªcil, casi imposible. Estallar¨¢n otros atentados en todos los pa¨ªses de Europa y del mundo isl¨¢mico, porque la primera meta de Osama Bin Laden y sus seguidores es destruir el islam: el islam de Mahoma, C¨®rdoba, Saladino, Rumi y Las mil y una noches. Tendremos que renunciar a numerosos placeres: peque?as libertades, garant¨ªas jur¨ªdicas, riquezas, ayudas. Durante muchos a?os, todo estar¨¢ en peligro. A veces existe la impresi¨®n de que muchos no est¨¢n dispuestos a hacer esos sacrificios y que, para ellos, la civilizaci¨®n occidental puede hundirse sin nostalgias. Parece que la paciencia, el valor y la capacidad de aguante -que, en 1940, salvaron a Inglaterra y al mundo- se han desvanecido. Mejor Hitler, mejor Stalin, mejor Mao, mejor Pol Pot, mejor Bin Laden; los europeos han repetido en muchas ocasiones, tanto en las universidades como en la calle, esas penosas palabras. Mejor conservar la vida, al precio que sea.
La civilizaci¨®n occidental es culpable de muchas cosas, como cualquier civilizaci¨®n humana. Ha violado y destruido continentes y religiones. Pero posee un don que no conoce ninguna otra civilizaci¨®n: el de acoger, desde hace 2.500 a?os -desde que los orfebres griegos trabajaban para los escitas-, todas las tradiciones, los mitos, las religiones y a casi todos los seres humanos. Los comprende o intenta comprenderlos, aprende de ellos, les ense?a, y despu¨¦s, con gran lentitud, modela una nueva creaci¨®n que es tan occidental como oriental. ?Cu¨¢ntas palabras hemos asimilado! ?Cu¨¢ntas im¨¢genes hemos admirado! ?Cu¨¢ntas personas han adquirido la ciudadan¨ªa "romana"! ?ste es un don tan grande e incalculable que tal vez valga la pena sacrificarse, pro aris et focis, a cambio del derecho de pasear y ejercer la imaginaci¨®n ante la catedral de Chartres, en el gran prado de la universidad de Cambridge o entre las columnas salom¨®nicas del palacio real de Granada.
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