Lo que sabemos sobre la ignorancia
El error es valioso: puede hacernos conscientes de nuestras lagunas y abrir ventanas a lo nuevo e inesperado

La ciencia econ¨®mica ense?a que la mayor parte de los bienes disponibles son limitados y escasos. Las riquezas, el poder o la fama est¨¢n al alcance de una minor¨ªa. Existe, sin embargo, una ins¨®lita excepci¨®n, un don que cada habitante del planeta posee a raudales: el sentido com¨²n. Todo el mundo afirma tenerlo y adem¨¢s se muestra dispuesto a pregonarlo a diestro y siniestro. Algunos incluso auguran una revoluci¨®n del sentido com¨²n que vendr¨ªa a ser, en realidad, el eterno retorno de lo mismo: pensar que nuestras ideas son ciertas por el simple hecho de ser nuestras.
Her¨®doto, padre de la historia, descubri¨® en sus viajes que cada cultura tiende a confundir lo habitual con lo natural. ¡°Si a todos los hombres¡±, escribi¨®, ¡°se les diera a elegir entre todas las costumbres, cada cual escoger¨ªa las suyas; tan sumamente convencido est¨¢ cada uno de que son perfectas¡±. Por ejemplo, los griegos pensaban que lo m¨¢s sensato era incinerar a los muertos. Her¨®doto cuenta que cierta vez el rey persa Dar¨ªo los convoc¨® a su corte y les pregunt¨® por cu¨¢nto dinero acceder¨ªan a comerse los cad¨¢veres de sus padres. Ellos, indignados, respondieron que a ning¨²n precio. A continuaci¨®n, Dar¨ªo invit¨® a los indios calatias, cuya venerable tradici¨®n consist¨ªa en devorar a sus progenitores, y quiso saber por qu¨¦ suma estar¨ªan dispuestos a quemar los restos mortales de sus parientes; ellos rompieron a vociferar, rog¨¢ndole que no blasfemara. La costumbre es reina del mundo, concluye el historiador. Quiz¨¢ lo realmente com¨²n sea despreciar otras formas de pensar y vivir convencidos de que la nuestra es la mejor y m¨¢s cabal.
Solemos caer en un razonamiento circular: definimos como sentido com¨²n un conjunto de afirmaciones con las que todas las personas sensatas estar¨¢n de acuerdo, y las personas sensatas son aquellas que poseen nuestro mismo sentido com¨²n. Recientemente, Mark Whiting, cient¨ªfico social de la Universidad de Pensilvania, reclut¨® a m¨¢s de 2.000 voluntarios para un experimento. Les pidi¨® que valorasen afirmaciones filos¨®ficas, pr¨¢cticas y morales, como ¡°todo el mundo tiene derecho a estudiar¡±. Despu¨¦s analizaron las respuestas en busca de patrones de creencias compartidas, pero encontraron una gran variedad de formas de entender la sensatez. Casualmente, estas ideas claras y contundentes, aparentemente obvias y naturales, tienden a coincidir con lo que cada uno piensa: si estamos de acuerdo, lo llamamos sentido com¨²n; si no, lo tildamos de ideolog¨ªa. Nos parecen la prueba de nuestro buen juicio, un sillar de certezas s¨®lidas en plena era de la sospecha. En general, son verdades que no se razonan, se amurallan.
En su ensayo Ignorancia, Peter Burke sostiene que todos somos ignorantes, solo que en distintas ¨¢reas. Los sesgos del conocimiento humano son la base de nuestra empecinada tendencia al autoenga?o. Aun as¨ª, el error es valioso: puede hacernos conscientes de nuestras lagunas y abrir ventanas a lo nuevo e inesperado. Del mismo modo que los cantantes han de identificar d¨®nde desafinan, es beneficioso entender que, con frecuencia, estamos equivocados. Saber lo que no sabemos es el preludio de cualquier avance, y el bistur¨ª que disecciona los dogmatismos.
Acusar de ignorante a un individuo, una cultura o un periodo hist¨®rico es s¨ªntoma de arrogancia, ya que siempre hay demasiado por saber. Sin embargo, como apunta Burke, lo verdaderamente peligroso es la ignorancia activa, o sea, la resistencia a ciertas ideas y hallazgos cient¨ªficos. No querer saber, apasionadamente. Cerrar las ventanas mentales, inmovilizarnos y levantar defensas compactas contra conocimientos inquietantes. Proteger la herida oculta de nuestras inseguridades. Todos consideramos nuestras opiniones una extensi¨®n de nuestro propio yo, una extremidad m¨¢s ¡ªsobre todo, si son extremas¡ª. Cuando alguien las ataca o desacata, sentimos que ha lastimado algo ¨ªntimo: el coraz¨®n de las certezas.
En nuestro tiempo convulso y confuso, esa magulladura ha hecho supurar una corriente de hostilidad contra los expertos. No nos gusta que alg¨²n sabihondo nos descubra amablemente la talla de nuestra ignorancia. La vertiginosa avalancha de informaci¨®n privilegia las afirmaciones rotundas, sin las lentitudes y matices del saber especializado. Frente a quien conversa para convencer, el algoritmo premia a quien abuchea con convicci¨®n. Vivimos y comunicamos cada vez m¨¢s exaltados; los mensajes, sin insultos, suenan insulsos. Los vociferantes acaparan los meg¨¢fonos y siembran sospechas hacia sabios y cient¨ªficos. Como escribe Daniel Innerarity, ¡°los intelectuales son acusados de adoctrinamiento, fabulaci¨®n y falta de sentido com¨²n¡±. En esa desconfianza anida la tentaci¨®n de desprestigiar a los profesores, en lugar de fortalecer un oficio que a todos nos parece decisivo, exigente y visionario. Tambi¨¦n el rechazo hacia las evidencias cient¨ªficas inc¨®modas, como si solo encubriesen maquinaciones del poder. O el atractivo del negacionismo, disfrazando sus desplantes de osad¨ªa, audacia y resistencia a formar parte del reba?o. La travesura es graciosa; el argumento, tedioso y prolijo. Descalificar al experto como si fuera un mero secuaz de intereses turbios nos concede el lujo de adular nuestros prejuicios. Si as¨ª lo veo yo, cima de la sensatez, ?c¨®mo no va a ser la verdad?
Aunque imaginamos a los cl¨¢sicos como una tropa de sabios barbudos y admirados blandiendo frases memorables talladas en m¨¢rmol, tambi¨¦n sufrieron estallidos de odio. En el a?o 94, Domiciano desterr¨® a los fil¨®sofos de Italia y prohibi¨® a la poblaci¨®n aprender y practicar la filosof¨ªa, fuente de cr¨ªtica y resistencia al poder. Epicteto, antiguo esclavo convertido en maestro de estoicismo en Roma, fue uno de los perseguidos. Enfureci¨® al emperador al afirmar que los pensadores deb¨ªan ¡°mirar a los tiranos directamente a la cara¡±, y sufri¨® el exilio en Grecia. Historiadores como T¨¢cito y Suetonio describen a Domiciano como un d¨¦spota de modales despiadados que sumergi¨® al Senado en una atm¨®sfera de terror.
En democracia delegamos el poder de decisi¨®n en nuestros gobernantes sobre un sinf¨ªn de asuntos que no dominan, confiando en que aceptar¨¢n de buena fe consejos expertos y objeciones previsoras. Pero, ay, con frecuencia esas advertencias o divergencias molestan. Otro fil¨®sofo antiguo, S¨®crates, dec¨ªa bromeando que ¨¦l era, de profesi¨®n, t¨¢bano. A sus ojos, la Atenas democr¨¢tica se parec¨ªa a un caballo purasangre, pero remol¨®n y apoltronado. Los dioses enviaban a pensadores como ¨¦l para aguijonear con furia, hacer reproches y despertar a la ciudad si se dorm¨ªa en los laureles. Los cuestionamientos, como los insectos, son f¨¢ciles de aplastar, pero el coste social de silenciar a las personas irritantes acaba por ser demasiado alto. La profec¨ªa se cumpli¨®: la condena a S¨®crates eclips¨® el legado ateniense.
Cuando los poderosos sienten en sus carnes el aguij¨®n del t¨¢bano, la opci¨®n de sembrar desconfianza hacia el conocimiento no es inocente; oculta debajo todo un iceberg de intenciones y estrategias sumergidas. En palabras de Burke, nuestros l¨ªderes en las esferas de los grandes intereses tienen cierta propensi¨®n a derribar controles, ocultar errores, negar hechos amenazadores y desacreditar a sus cr¨ªticos, para acrecentar su impunidad. Estos m¨¦todos se conocen como ¡°fabricaci¨®n de ignorancia¡± y est¨¢n bien documentados tanto en la pol¨ªtica como en las empresas: tambi¨¦n existe el negocio de la negaci¨®n. Y en la econom¨ªa de la ignorancia, la ciudadan¨ªa se convierte en un bien escaso. All¨ª es donde de verdad naufragan el sentido com¨²n y el sentido de lo com¨²n.
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