Apaciguamiento y no intervenci¨®n
Cuando el 14 de marzo pasado se produjo el vuelco electoral que, contra toda expectativa razonable, dio el triunfo a los socialistas en las elecciones generales, una buena parte de la opini¨®n internacional lo atribuy¨® a una reacci¨®n de apaciguamiento hacia el terrorismo isl¨¢mico, responsable, como enseguida se supo, de los terribles atentados del d¨ªa 11 de marzo, sin que ello supusiera ni desconocer la p¨¦sima gesti¨®n que el Gobierno de Aznar pudo haber hecho de la crisis ni ignorar el clima emocional en que el pa¨ªs viv¨ªa como consecuencia de los tr¨¢gicos sucesos. En Espa?a, al menos en parte de sus medios p¨²blicos, la acusaci¨®n provoc¨® una cierta incomodidad moral; en c¨ªrculos pr¨®ximos al futuro Gobierno, interesado l¨®gicamente en legitimar su victoria electoral en hechos positivos (nuevo liderazgo socialista, virtualidad de los programas del partido, cambio generacional, entusiasmo ante el retorno de la izquierda al poder, restablecimiento del di¨¢logo y del consenso tras a?os de hegemon¨ªa conservadora...), la tesis del apaciguamiento suscit¨®, probablemente, malestar e irritaci¨®n.
El caso distaba, sin embargo, de ser nuevo. Una de las mayores pol¨¦micas sobre los or¨ªgenes de la II Guerra Mundial la provoc¨® el historiador brit¨¢nico A. J. P. Taylor en 1961, cuando en un libro sobre ese tema (Los or¨ªgenes de la II Guerra Mundial) sostuvo que Hitler no fue el ¨²nico responsable de la guerra, y que los or¨ªgenes de ¨¦sta estaban en los acuerdos de Versalles de 1919 y en la debilidad que el Reino Unido y Francia mostraron a lo largo de los a?os treinta, en virtud de la llamada pol¨ªtica de apaciguamiento hacia las dictaduras fascistas, pol¨ªtica que encarn¨®, sobre todo, Neville Chamberlain, primer ministro brit¨¢nico entre 1937 y 1940, y que culmin¨® en los conocidos acuerdos de M¨²nich de 1938. De alguna manera, la pol¨¦mica afectaba retrospectivamente a Espa?a: porque (y basta ver el espl¨¦ndido estudio de Fernando Schwartz La internacionalizaci¨®n de la guerra civil espa?ola, oportunamente reeditado en 1999) la pol¨ªtica de no intervenci¨®n en la guerra espa?ola que las potencias europeas acordaron en agosto de 1936 -pol¨ªtica nefasta para la II Rep¨²blica e id¨®nea para Franco- no fue otra cosa que la aplicaci¨®n al caso espa?ol de la mencionada pol¨ªtica de apaciguamiento.
Recuerdo, por tanto, si bien brevemente, los hechos m¨¢s significativos. En 1931, Jap¨®n desencaden¨® la crisis de Manchuria, al crear en esa regi¨®n del norte de China, pese a las condenas internacionales, el Estado sat¨¦lite e ilegal de Manchukuo. La llegada de Hitler al poder en enero de 1933 crisp¨® la situaci¨®n: Hitler significaba, en el mejor de los casos, la denuncia de Versalles, el rearme alem¨¢n, la remilitarizaci¨®n del Rhin, la uni¨®n austro-alemana (que Hitler impuso en 1938) y una amenaza inminente sobre los Sudetes checos (regi¨®n alemana enclavada en el Estado checoeslovaco) y sobre Danzig, ciudad de poblaci¨®n alemana enclavada como ciudad libre en Polonia. En 1935, Italia, la Italia fascista de Mussolini, invadi¨® Etiop¨ªa con un formidable ej¨¦rcito de 300.000 hombres con aviones, carros de combate y armas qu¨ªmicas. Desde 1936, Italia y Alemania colaboraron decididamente en la guerra espa?ola, apoyando abiertamente al bando nacional de Franco: Italia, con unos 70.000 soldados; Alemania, con unos 10.000 asesores, t¨¦cnicos y pilotos. En marzo de 1939, ambos pa¨ªses suscribieron un pacto de acero, esto es, una alianza formal para la guerra (a la que adem¨¢s se uni¨®, enseguida, Jap¨®n). Dicho de otra forma, la crisis de Manchuria, la invasi¨®n de Etiop¨ªa, la anexi¨®n de Austria por Alemania, la intervenci¨®n fascista en Espa?a, la destrucci¨®n de Checoslovaquia -tambi¨¦n por Alemania, ya en 1939-, fueron violaciones flagrantes del derecho internacional: rompieron el equilibrio mundial, sancionaron el derecho de la fuerza y liquidaron el sistema creado en 1919 sobre la base de la autoridad de la Sociedad de Naciones entonces creada.
El militarismo japon¨¦s y los fascismos italiano y alem¨¢n fueron, en suma, y como es bien sabido, la causa de que la guerra reapareciese como factor principal en las relaciones internacionales. El mantenimiento de la paz habr¨ªa exigido firmeza y rearme, como luego, ya tarde, se comprender¨ªa de forma un¨¢nime, y como de inmediato s¨®lo vio Churchill, una figura en aquel momento, antes de 1940, fracasada y desacreditada precisamente en raz¨®n de su belicismo. La vacilante Gran Breta?a de Chamberlain y la d¨¦bil Rep¨²blica francesa prefirieron la pol¨ªtica contraria: la pol¨ªtica de apaciguamiento, hacer concesiones a los pa¨ªses agresores (Jap¨®n, Italia, Alemania) para evitar la guerra. Fue, como se sabe, la mejor receta para desencadenarla. El 1 de septiembre de 1939, Hitler invadi¨® Polonia: la guerra cost¨®, lo recuerdo, la vida de 60 millones de personas.
La pol¨ªtica de apaciguamiento (y su secuela en Espa?a en 1936: la no intervenci¨®n) constituye desde entonces el espectro que, ante la agresi¨®n internacional, recorre canciller¨ªas, ministerios de defensa y centros de estudios estrat¨¦gicos. As¨ª, si se recuerda, la cuesti¨®n -no repetir los errores del apaciguamiento de los a?os treinta del XX- reapareci¨® en toda su plenitud en 2003 ante la inminencia de la guerra de Irak. Que los historiadores (por ejemplo: Mazower, Kershaw, Paul Kennedy, Schama, Hobsbawn o Burleigh) insistieran ahora en la falsedad de los paralelismos en la historia, que dijeran que ni Sadam Husein era Hitler, ni el Irak de 2003 la Alemania de 1939, ni la ONU la Sociedad de Naciones, ni los Estados Unidos de Bush la Gran Breta?a de Chamberlain, import¨® menos que la reflexi¨®n sobre la lecci¨®n de fondo que, evidentemente, se deriv¨® de la experiencia de 1931-1939: que la debilidad (o impotencia, o no intervenci¨®n) ante los desaf¨ªos al orden internacional genera inseguridad y, lejos de evitar los conflictos, s¨®lo los aplaza y las m¨¢s de las veces los magnifica. Como, por cierto, se hab¨ªa vuelto a ver en fechas cercan¨ªsimas: en el estrepitoso fracaso de Europa, incapaz para todo tipo de acci¨®n, en las guerras de los Balcanes de 1991 a 1999, y en la pasividad de la comunidad internacional, incluidos los pa¨ªses africanos, ante el genocidio de Ruanda de 1994 y el desastre del Congo desde 1999.
Lo interesante, y lo grave, del caso estuvo, adem¨¢s, en que la pol¨ªtica de apaciguamiento no fue resultado ni de la cobard¨ªa colectiva ni del pacifismo ideol¨®gico. La pol¨ªtica de apaciguamiento naci¨® como una pol¨ªtica responsable. Chamberlain fue un hombre honorable. Austero, asc¨¦tico, tranquilo, fr¨ªo, parlamentario eficaz, pol¨ªtico experimentado y pragm¨¢tico (fue un excelente ministro de Hacienda entre1931 y 1937), no fue ni un hombre d¨¦bil y vacilante -al contrario: era obstinado y ten¨ªa una desmedida seguridad en s¨ª mismo y en sus juicios- ni falto de valor pol¨ªtico: carec¨ªa, en efecto, de experiencia en temas internacionales, pero tem¨ªa que si Gran Breta?a iba a una guerra contra Alemania, la maquinaria militar alemana caer¨ªa en un primer momento, no sobre la propia Inglaterra, sino sobre otros pueblos europeos (polacos, checos, franceses, daneses...), una responsabilidad que le parec¨ªa moralmente inaceptable desde la perspectiva brit¨¢nica. Cuando acept¨® los acuerdos de M¨²nich en virtud de los cuales se cedieron los Sudetes a Alemania, a cambio de garant¨ªas sobre el futuro de Checoslovaquia, Chamberlain crey¨® sinceramente que hab¨ªa logrado, como dijo, "la paz para nuestro tiempo". Lo que a Chamberlain y a los apaciguadores les falt¨® fue evidente: capacidad de an¨¢lisis de las relaciones internacionales (y de las exigencias de defensa para el orden mundial) y determinaci¨®n pol¨ªtica. No entendieron que M¨²nich era, como dijo Churchill, "una derrota sin guerra".
El apaciguamiento (y el pacifismo popular que le dio su apoyo en las calles) fue impotente contra una voluntad de dominio basada en designios enloquecidos de supremac¨ªa racial y militar. ?sa fue, y sigue siendo, ahora ante nuevas amenazas -Estados "delincuentes", Estados fallidos, terrorismo de base social y religiosa, terrorismos nacionalistas, conflictos inter¨¦tnicos-, la verdadera cuesti¨®n. Legitimidad moral y entramados jur¨ªdicos e institucionales no siempre garantizan ni la paz mundial ni el orden democr¨¢tico: ¨¦stos requieren, adem¨¢s, firmeza y seguridad, decisi¨®n y liderazgo (cuyo ejercicio y afirmaci¨®n son, claro est¨¢, responsabilidades no menos trascendentes y de consecuencias a su vez muchas veces imprevisibles).
Juan Pablo Fusi es catedr¨¢tico de Historia de la Universidad Complutense.
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