Las r¨¦moras de 'El Quijote'
El mes de diciembre de 1903, desde las p¨¢ginas del diario El Imparcial, Mariano de Cavia recordaba que en 1905 habr¨ªan de cumplirse 300 a?os de la aparici¨®n de la primera parte de El Quijote y propon¨ªa la celebraci¨®n de un conjunto de actos, algunos tan variopintos y folcl¨®ricos como banquetes y bailes, para conmemorar la efem¨¦rides.
La propuesta de Cavia fue acogida de manera diversa. Frente a los organismos oficiales, que pronto la hicieron suya, algunos de los j¨®venes intelectuales, como Ramiro de Maeztu, se opusieron a ella. Quiz¨¢ mejor que una fiesta ser¨ªa la celebraci¨®n de unos funerales, aventuraron otros, con aventamiento de cenizas incluido. Una opci¨®n en sinton¨ªa con el joven Mart¨ªnez Ruiz, que, por entonces, aseguraba sentir un ¨ªntimo desv¨ªo hacia Cervantes, aunque m¨¢s adelante, convertido en Azor¨ªn, habr¨ªa de dedicarse al ferviente apostolado de los cl¨¢sicos castellanos.
?Qu¨¦ ocurr¨ªa para que aquellos j¨®venes progresistas de 1903 pusieran pegas a la conmemoraci¨®n quijotesca? Muy sencillo: que los cl¨¢sicos nacionales hab¨ªan sido sacralizados por la autoridad acad¨¦mica, que los impon¨ªa como modelo de lengua y se hab¨ªan ido cargando de ideolog¨ªa casticista, usufructuados por las corrientes m¨¢s tradicionalistas del pa¨ªs, dos aspectos que molestan a los escritores que irrumpen en la vida literaria a finales del siglo XIX. Ellos prefieren a los primitivos medievales, en consonancia con la moda europea; no les interesan los autores del Siglo de Oro, que, de acuerdo con los rom¨¢nticos liberales, les huelen a rancio y a humo de brasero inquisitorial. S¨®lo despu¨¦s de arrumbar los prejuicios casticistas, tanto Maeztu como Azor¨ªn podr¨¢n acercarse al libro de Cervantes como si lo leyeran por primera vez, descubri¨¦ndolo con ojos renovados, a la manera que aconsejaba Ortega e hicieran m¨¢s adelante Am¨¦rico Castro o Aza?a.
Mientras, entre finales del siglo XIX y principios del XX, El Quijote arrastr¨® consigo una pesada r¨¦mora de adherencias extraliterarias, una paradoja descomunal para una de las obras m¨¢s metaliterarias de la literatura espa?ola, hasta convertirse en un gran vadem¨¦cum. No s¨®lo en el libro se trataba de observar el pasado, y se llegaba a la conclusi¨®n de que la esencia y existencia de los espa?oles de anta?o se resum¨ªan en el caballero, no en el escudero, dicho sea de paso, sino que tambi¨¦n, transformado en bola m¨¢gica, serv¨ªa para encarar el porvenir. Conservadores y progresistas coincid¨ªan en que El Quijote constitu¨ªa una aportaci¨®n universal incontestable que las naciones extranjeras reconoc¨ªan. De ah¨ª que don Juan Valera asegurara, el fat¨ªdico agosto de 1898, parafraseando a Carlyle -quien preferir¨ªa que Inglaterra se quedara sin su imperio colonial antes que sin Shakespeare-, que la inmortalidad de Cervantes compensaba de los desastres de Santiago de Cuba y Cavite. Por la misma ¨¦poca, Gald¨®s a?ad¨ªa que el libro de Cervantes era un dominio imperecedero, "el m¨¢s excelente en el que nunca se pone ni se pondr¨¢ el sol".
A estas alturas, en estos tiempos de posmodernidad en los que vivimos la comparaci¨®n entre Shakespeare y el Imperio brit¨¢nico o entre Cervantes y las tierras espa?olas donde nunca se pon¨ªa el sol se nos antojan fanfarria trasnochada. Adem¨¢s, ni Shakespeare ni Cervantes representan gran cosa en nuestra ¨¦poca, en la que -ya lo afirm¨® Auden- el poeta no tiene sitio en la ciudad. En cambio, a principios de siglo XIX, a consecuencia de la larga sombra rom¨¢ntica, Shakespeare y Cervantes, adem¨¢s de constituir modelos de lengua dignos de imitar, fueron elevados a la categor¨ªa de cl¨¢sicos nacionales, ya que, como tales, se cre¨ªa que aglutinaban en sus obras el esp¨ªritu del pueblo. Eso explica que El Quijote fuera le¨ªdo como una especie de Biblia espa?ola en la que cab¨ªa buscar consuelo colectivo en la recuperaci¨®n de unas se?as de identidad que, despu¨¦s de 1898, inmerso el pa¨ªs en una etapa de humillaci¨®n y derrota, ten¨ªan que servir para afianzar el idealismo, el honor -al que no en vano se refer¨ªa el almirante Cervera al dar cuenta del hundimiento de la escuadra- y la caballerosidad de los espa?oles, frente a los yanquis, "esos mercaderes de cerdos", como Anatole France hubo de apelarles.
Desde Catalu?a se hac¨ªa, sin embargo, una lectura distinta de El Quijote y hasta algunos intelectuales, como Gabriel Alomar, consideraban que los verdaderamente quijotescos eran nada menos que los norteamericanos, aut¨¦nticos libertadores de los cubanos (sic). Llama la atenci¨®n la enorme cantidad de referencias quijotescas con las que la prensa catalana alude a la p¨¦rdida de las colonias, que, para Catalu?a, supon¨ªa, adem¨¢s, el riesgo de quedarse sin mercados. Tal como recuerda Carr, el desastre del 98 le dio al catalanismo una oportunidad de oro permitiendo que se convirtiera en una fuerza regeneradora, frente a un Estado espa?ol ag¨®nico y vencido. Pero para serlo ten¨ªa que poner en cuesti¨®n la cultura castellana, y en especial sus mitos, entre los que destacaba, claro est¨¢, El Quijote, cuya figura, en tanto que encarnaba la idiosincrasia castellana, no pod¨ªan sentir como propia los nacionalistas catalanes. Incluso para algunos "ser un Quixot o fer el Quixot" no significaba luchar por un ideal o actuar de una manera altruista, sino ser un loco, un eg¨®latra, un enfermo de vanidad. La exaltada imaginaci¨®n del hidalgo, su falta de sentido de la realidad y su capacidad de transformarla en aras de su quimera ut¨®pica, eran aspectos que no pod¨ªan atraer a los nacionalistas que, en cambio, reconoc¨ªan el genio creador de Cervantes y lo prefer¨ªan a su criatura. As¨ª las cosas, el tercer centenario de la publicaci¨®n de la primera parte de El Quijote tendr¨ªa una trascendencia tambi¨¦n diferente en tierras catalanas, ya que detr¨¢s del debate de la conveniencia de que Catalu?a se sumara o no a la celebraci¨®n lat¨ªa el enfrentamiento Catalu?a-Espa?a. Miguel dels Sants Oliver, uno de los intelectuales m¨¢s l¨²cidos y ponderados de aquella ¨¦poca, abog¨® para que Catalu?a se uniera a las celebraciones. "Haciendo nuestro a Cervantes -escribi¨®- contribuimos a la nueva Espa?a". Una Espa?a m¨¢s plural y rica, capaz de incorporar a quienes escriben en lengua no castellana, como ped¨ªa Maragall. Otros, en cambio, Manuel Folch y Torres, director de la revista Cu-cut, o Ramon Senpau, colaborar de La Tralla, se opon¨ªan con rotundidad a la celebraci¨®n. Sin embargo, tanto los partidarios de la conmemo-raci¨®n como sus detractores acabaron por contribuir a ella, ya que toda la prensa catalana, incluso la m¨¢s revolucionaria, dedica en 1905 n¨²meros extraordinarios, algunos de una gran belleza, al libro cervantino.
El agradecimiento a Cervantes por haber incluido a Barcelona en el itinerario quijotesco se impone, finalmente, igual que el m¨¦rito de la obra sobresale por encima de las consideraciones extraliterarias, aunque en alg¨²n momento las salidas de tono de uno y otro lado arrecian. "Qu¨¦dense los castellanos con su Quijote y buen provecho les haga", escribe Folch y Torres. "M¨¢s vale un Quijote que todas las manufacturas de algod¨®n de esos catalanes", espeta un periodista de Madrid, de cuyo nombre no quiere acordarse ni siquiera quien le replica, Ramon Miquel y Planas, desde las p¨¢ginas de Joventut en dos largos art¨ªculos donde enumera la extensa contribuci¨®n catalana al cervantismo. Destaca que es un librero barcelon¨¦s, Rafael Vives, quien imprime juntas ya en 1617 las dos partes, observa que en Catalu?a se han publicado las mejores ediciones del libro, se?ala que la primera edici¨®n facs¨ªmile es igualmente catalana. Catal¨¢n es Leopold Rius, que inici¨® la bibliograf¨ªa cr¨ªtica de las obras de Cervantes, y Bonsons, el mejor coleccionista cervantino del siglo XIX, etc.
Esa contribuci¨®n catalana incuestionable, que contin¨²a a lo largo del siglo XX, y con Mart¨ªn de Riquer a la cabeza, llega a las puertas de la celebraci¨®n, en 2005, del cuarto centenario, prueba que han sido muchos los catalanes que han considerado suyo a Cervantes, quiz¨¢ porque la mayor¨ªa trataron de dejar de lado las interpretaciones banales o sesgadas y se atuvieron a un texto de una calidad incuestionable, seducidos, por si fuera poco, por el personaje m¨¢s c¨¦lebre de la novela occidental, cuya estancia en Barcelona sirvi¨® para que esta ciudad alcanzara, ya en el siglo XVII, fama y renombre universales.
Carme Riera es escritora.
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