La ¨²ltima corrida
Aunque las corridas de toros han tenido siempre detractores -entre ellos mi admirado Azor¨ªn- hasta ahora nunca estuvieron en peligro de desaparecer. Eso ha cambiado en nuestra ¨¦poca debido a la creciente sensibilidad que la cultura occidental, signada por el ecologismo, ha desarrollado frente a temas como la preservaci¨®n de la naturaleza y la necesidad de combatir la crueldad de que son v¨ªctimas los animales, el anverso y reverso de una misma medalla. La decisi¨®n del Ayuntamiento de Barcelona de declarar a la ciudad condal anti-taurina podr¨ªa ser el principio del fin de la fiesta. Recordemos que desde hace alg¨²n tiempo dormita en el Parlamento Europeo un proyecto de prohibici¨®n de las corridas en la Uni¨®n Europea que, luego de la iniciativa catalana, podr¨ªa ser activado y, si es puesto al voto, seguramente ser¨¢ aprobado.
?Por qu¨¦, en el reciente debate suscitado por este asunto, quienes defendemos las corridas hemos estado tan reticentes y tan parcos y pr¨¢cticamente dejado el campo libre a los valedores de la abolici¨®n? Por una raz¨®n muy simple: porque nadie que no sea un obtuso o un fan¨¢tico puede negar que la fiesta de los toros, un espect¨¢culo que alcanza a veces momentos de una indescriptible belleza e intensidad y que tiene tras ¨¦l una robusta tradici¨®n que se refleja en todas las manifestaciones de la cultura hisp¨¢nica, est¨¢ impregnado de violencia y de crueldad. Eso crea en nosotros, los aficionados, un malestar y una conciencia desgarrada entre el placer y la ¨¦tica, en su versi¨®n contempor¨¢nea.
Ahora bien, reconocido el hecho capital e insoslayable de que la fiesta de los toros somete al astado a unos minutos de tormento que preceden a su muerte y que para ciertas personas esto resulta inadmisible, todo debate sobre este tema est¨¢ en la obligaci¨®n, para ser coherente, de desplegarse dentro del contexto m¨¢s general de si toda violencia ejercida sobre los animales debe ser evitada por inmoral, o si s¨®lo la taurina es condenable y otras, m¨¢s disimuladas, pero incluso mucho m¨¢s multitudinarias y feroces, deben ser toleradas como un mal menor. De todo lo que he le¨ªdo al respecto, s¨®lo J. M. Coetzee me parece haber llegado hasta las ¨²ltimas consecuencias, a trav¨¦s de su ¨¢lter ego, Elizabeth Costello, para quien los camales donde se benefician vacas, corderos, cerdos, etc¨¦tera, son equivalentes a los hornos crematorios en que los nazis incineraron a los jud¨ªos. Por lo tanto, ning¨²n ser viviente puede ser sacrificado sin que se cometa un crimen. Me pregunto cu¨¢ntos de los partidarios de la supresi¨®n de las corridas est¨¢n dispuestos a llevar sus convicciones hasta este extremo y aceptar un mundo en el que los seres humanos vivir¨ªan confinados en el vegetarianismo (o peor, en el frutarianismo) radical e intransigente de Elizabeth Costello.
Los enemigos de la tauromaquia se equivocan creyendo que la fiesta de los toros es un puro ejercicio de maldad en el que unas masas irracionales vuelcan un odio at¨¢vico contra la bestia. En verdad, detr¨¢s de la fiesta hay todo un culto amoroso y delicado en el que el toro es el rey. El ganado de lidia existe porque existen las corridas y no al rev¨¦s. Si ¨¦stas desaparecen, inevitablemente desaparecer¨¢n con ellas todas las ganader¨ªas de toros bravos y ¨¦stos, en vez de llevar en adelante la bonacible vida vegetativa deglutiendo yerbas en las dehesas y apartando a las moscas con el rabo que les desean los abolicionistas, pasar¨¢n a la simple inexistencia. Y me atrevo a suponer que si les dejara la elecci¨®n entre ser un toro de lidia o no ser, es muy posible que los espl¨¦ndidos cuadr¨²pedos, emblemas de la energ¨ªa vital desde la civilizaci¨®n cretense, elegir¨ªan ser lo que son ahora en vez de ser nada.
Si los abolicionistas visitaran una finca de lidia, se quedar¨ªan impresionados de ver los infinitos cuidados, el desvelo y el desmedido esfuerzo -para no hablar del coste material- que significa criar a un toro bravo, desde que est¨¢ en el vientre de su madre hasta que sale a la plaza, y de la libertad y privilegios que goza. Por eso, aunque a algunos les parezca parad¨®jico, s¨®lo en los pa¨ªses taurinos como Espa?a, M¨¦xico, Colombia y Portugal se ama a los toros con pasi¨®n. Por eso existen estas ganader¨ªas que, con matices que tienen que ver con la tradici¨®n y las costumbres locales, constituyen toda una cultura que ha creado y cultiva, con inmensa dedicaci¨®n y acendrado amor, una variedad de animales sin cuya existencia una muy signifitiva parte de la obra de Garc¨ªa Lorca, Hemingway, Goya y Picasso -para citar s¨®lo a cuatro de la largu¨ªsima estirpe de artistas de todos los g¨¦neros para los que la fiesta ha sido fuente de inspiraci¨®n de creaciones maestras- quedar¨ªa bastante empobrecida.
?Es m¨¢s grave, en t¨¦rminos morales, la violencia que puede derivar de razones est¨¦ticas y art¨ªsticas que la que dimana del placer ventral? Me lo pregunto despu¨¦s de leer el impresionante art¨ªculo de Albert Boadella (Abc, 18-4-04), acusando de fariseos a quienes, horrorizados por las crueldades taurinas, piden que se cierren las plazas y no tienen empacho, sin embargo, en atragantarse de sabrosas butifarras catalanas. ?Qu¨¦ requiere la elaboraci¨®n, en la actualidad, de esta exquisita delicatessen mediterr¨¢nea? Que diez millones de cerdos vivan "toda su existencia en apenas dos metros cuadrados, mientras intentan equilibrar constantemente sus patas sobre unas rejas por las que fluyen los excrementos. Su ¨²nico movimiento posible se reduce a inclinar ligeramente la cabeza para comer pienso, ya que el transporte al matadero se efect¨²a en id¨¦nticas condiciones". No s¨®lo los cerdos son brutalmente torturados para satisfacer el caprichoso paladar de los humanos. Pr¨¢cticamente no hay animal comestible que, a fin de aumentar el apetito y el goce del comensal, no sea sometido, sin que a nadie parezca importarle mucho, a una barroca diversidad de suplicios y atrocidades, desde el h¨ªgado artificialmente hinchado de las aves para producir el sedoso pat¨¦ hasta las langostas y los camarones que son echados vivos al agua hirviendo porque, al parecer, el espasmo ag¨®nico final que experimentan achicharr¨¢ndose condimenta su carne con un plus especial, y los cangrejos a los que se amputa una pata al nacer para que la otra se deforme y agigante, y ofrezca m¨¢s alimento al refinado degustador.
?Y qu¨¦ decir de la caza y de la pesca, deportes tan extendidos como prestigiosos en los cinco continentes? Es verdad que, en los pa¨ªses anglosajones, en especial aqu¨ª, en Inglaterra, hay peri¨®dicas campa?as contra la caza del zorro, animal que es despanzurrado por millares en cada estaci¨®n, apenas se levanta la veda, por el puro placer del cazador de matar a balazos un animal cuya carne no se va a comer y con cuya piel no se va a abrigar. Pero tambi¨¦n es cierto que si su reproducci¨®n no fuera de alg¨²n modo conteni
da dentro de ciertos l¨ªmites, terminar¨ªa provocando verdaderas cat¨¢strofes ecol¨®gicas.
?Y en cuanto a la pesca, actividad que hasta ahora, que yo sepa, con la sola excepci¨®n de la caza de ballenas, no ha movilizado en su contra a los militantes del Frente de Defensa Animal ni a los pacifistas a ultranza? Recomiendo a los amantes de literatura s¨¢dica -y sobre todo a los practicantes del sadismo- el art¨ªculo donde Luis Mar¨ªa Ans¨®n ("La pesca recreativa y las corridas de toros", publicado por la Fundaci¨®n Wellington, abril 2004) describe los pormenores de la pesca del lucio, en un r¨ªo que caracolea entre las monta?as suizas. Aunque es silente, y no corre la sangre, la operaci¨®n es de un tal refinamiento en el ejercicio de la crueldad que pone los pelos de punta, sobre todo al final de la larga agon¨ªa, cuando el pez, con el paladar ya destrozado por el anzuelo de triple punta, va muriendo asfixiado, con los ojos saltados y at¨®nitos, entre coletazos que se apagan en c¨¢mara lenta.
?Mal de muchos, consuelo de tontos? No estoy tratando de demostrar nada con estos ejemplos, que se podr¨ªan alargar hasta el infinito, sino diciendo que si se trata de poner un punto final a la violencia que los seres humanos infligen al mundo animal para alimentarse, vestirse, divertirse y gozar, ideal perfectamente leg¨ªtimo y sin duda sano y generoso aunque de tremebundas consecuencias, habr¨¢ que hacerlo de manera definitiva e integral, sin excepciones y, a la vez, sacrificando al mismo tiempo los toros y los zool¨®gicos, y, por supuesto, los placeres gastron¨®micos, especialmente los carn¨ªvoros, y las pieles y todas las prendas de vestir y utensilios u objetos de cuero, piel y pelambreras, y hasta las campa?as de erradicaci¨®n de ciertas especies de insectos y alima?as (?que culpa pueden tener el an¨®feles hembra de trasmitir el paludismo, la rata la peste bub¨®nica y el murci¨¦lago la rabia? ?Se extermina acaso a los humanos portadores del sida, de la s¨ªfilis o del contagioso catarro?) de modo que el mundo alcance esa ut¨®pica perfecci¨®n en la que hombres y animales gozar¨¢n de los mismos derechos y privilegios. Aunque, claro est¨¢, no de los mismos deberes, porque nadie har¨¢ entender a un tigre hambriento o a una serpiente malhumorada que est¨¢ prohibido, por la moral y por las leyes, manducarse a un b¨ªpedo o fulminarlo de un picotazo.
Mientras no se materialice esa utop¨ªa seguir¨¦ defendiendo las corridas de toros, por lo bellas y emocionantes que pueden ser, sin, por supuesto, tratar de arrastrar a ellas a nadie que las rechace porque le aburren o porque la violencia y la sangre que en ellas corren le repugna. A mi me repugnan tambi¨¦n, pues soy una persona m¨¢s bien pac¨ªfica. Y creo que le ocurre a la inmensa mayor¨ªa de los aficionados. Lo que nos conmueve y embelesa en una buena corrida es, justamente, que la fascinante combinaci¨®n de gracia, sabidur¨ªa, arrojo e inspiraci¨®n de un torero, y la bravura, nobleza y elegancia de un toro bravo, consiguen, en una buena faena, en esa misteriosa complicidad que los encadena, eclipsar todo el dolor y el riesgo invertidos en ella, creando unas im¨¢genes que participan al mismo tiempo de la intensidad de la m¨²sica y el movimiento de la danza, la plasticidad pict¨®rica del arte y la profundidad ef¨ªmera de un espect¨¢culo teatral, algo que tiene de rito e improvisaci¨®n, y que se carga, en un momento dado, de religiosidad, de mito y de un simbolismo que representa la condici¨®n humana, ese misterio de que est¨¢ hecha esa vida nuestra que existe s¨®lo gracias a su contrapartida que es la muerte. Las corridas de toros nos recuerdan, dentro del hechizo en que nos sumen las buenas tardes, lo precaria que es la existencia y c¨®mo, gracias a esa fr¨¢gil y perecedera naturaleza que es la suya, puede ser incomparablemente maravillosa.
? Mario Vargas Llosa, 2004. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SL, 2004.
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