?Habla el cielo?
Todos sabemos qui¨¦n es Confucio. Sin embargo, oculto tras la algarab¨ªa de los innumerables comentarios a su obra, las ¨¢speras disonancias de las sentencias ap¨®crifas que han ido insinu¨¢ndose en textos que nunca escribi¨® y las estridencias de las interpretaciones abusivas, resulta dif¨ªcil reconocer la m¨²sica de su pensamiento. Un pensamiento cuya influencia cambi¨® el curso de la civilizaci¨®n China, fundi¨¦ndose con ella, impregnando la de los pa¨ªses circundantes, filtr¨¢ndose incluso hasta Occidente, donde fascin¨® a la Europa de la Raz¨®n y donde sigue siendo objeto de estudio y de esforzadas traducciones.
Quienes se interesan por el "pensamiento chino" suelen sentirse m¨¢s atra¨ªdos por la oscura belleza del Daodejing y por la brillantez libertaria del Zhuangzi que por la sobriedad, tan pronto perogrullesca como enigm¨¢tica, del Lunyu, el ¨²nico libro que nos deja atisbar retazos de su sabidur¨ªa de forma relativamente fiable. Sin embargo, resulta imposible comprender lo que llamamos tao¨ªsmo sin conocer el pensamiento de Confucio despejado de la puritana tradici¨®n posterior cuyas muchas corrientes apuntalaron sus teor¨ªas remiti¨¦ndose a la autoridad del Maestro. Y desde luego, resulta imposible comprender la civilizaci¨®n china, comprender China entera, sin conocer estas dos caras ¨ªntimamente relacionadas y complementarias, de su idiosincrasia.
Hijo de una sociedad profundamente ritualizada, religiosa y violenta en plena decadencia, como era la de la dinast¨ªa Zhou (1046-222 antes de nuestra era), Confucio propugn¨® el cultivo de uno mismo, de la humanidad entendida como lo mejor del ser humano y de la sabidur¨ªa entendida como la inteligencia del dao, del orden universal: "Quien por la ma?ana capta la v¨ªa, al anochecer puede morir contento". La combinaci¨®n de ambas da al individuo su virtud, entendida como influjo, fuerza que atrae y equilibra. El rey ideal es el que posee esa virtud, gracias a la cual el mundo se pacifica y ordena espont¨¢neamente, sin necesidad de que el monarca, el "hijo del cielo", ejerza su poder mediante leyes y violencia: "Quien gobierna por su virtud es como la estrella polar, que permanece en su sitio mientras los dem¨¢s astros giran en torno a ella".
Pero cualquiera que lo desee con suficiente convicci¨®n puede tratar de aproximarse a esa perfecci¨®n interna, que se experimenta y se manifiesta en la perfecci¨®n ritual, en su relaci¨®n con el entorno. Los ritos practicados con total concentraci¨®n y sinceridad, nunca de forma mec¨¢nica ni farisaica, estructuran el orden humano acompas¨¢ndolo al orden universal. Ese orden no es fijo, es constante mutaci¨®n y movimiento c¨ªclico. Del mismo modo, los ritos han de ser vers¨¢tiles, cambiantes como la m¨²sica, y adaptarse a las circunstancias, ser siempre lo exactamente adecuado en el momento oportuno.
Pese a que ¨¦l mismo declara seguir las ense?anzas de los sabios de la Antig¨¹edad, su actitud y su pensamiento resultan totalmente subversivos en la sociedad feudal de Zhou: pese a que parte de lo que ense?a es arte de gobernar, algo te¨®ricamente reservado para los nobles, transmite su conocimiento a cualquiera que acuda a ¨¦l: "Ense?o, no discrimino". Y lo transmite no tanto a trav¨¦s del discurso como con el ejemplo, la perfecci¨®n gestual y la alusi¨®n escueta, a menudo el¨ªptica, pero cargada de ense?anza inefable y tendente al silencio: "?Habla el cielo? Las cuatro estaciones transcurren, los seres nacen y, sin embargo, ?habla el cielo?".
La aspiraci¨®n al silencio no
impide a Confucio propugnar la "rectificaci¨®n de los nombres", hacer que las palabras, si han de usarse, correspondan exactamente a los actos, los rangos y las cosas a las que se aplican. Una vez m¨¢s, con ello busca ordenar el mundo, pues la principal preocupaci¨®n de gran parte de los pensadores de la China preimperial es el buen gobierno: si el hijo del cielo hace honor a su condici¨®n, sus vasallos ser¨¢n s¨²bditos ejemplares en una sociedad armoniosa en la que cada cual cumple su cometido en esta vida seg¨²n ordena el cielo. As¨ª, el lenguaje tambi¨¦n es eminentemente ritual, pero no se limita a la serie de convenciones vac¨ªas en que parece haberse convertido; es un ritual en que ni un solo detalle es trivial, en que uno pone todos sus sentidos, todo su cuidado, como si de tocar una sutil¨ªsima sinfon¨ªa se tratase, pues la verdadera m¨²sica hacer reinar la armon¨ªa en todo.
Al igual que el lenguaje, cada gesto, por anodino que parezca, debe ser perfecto tanto desde el punto de vista est¨¦tico como por su soltura y su eficacia, y esa perfecci¨®n le viene de su sinceridad, de su armon¨ªa con la interioridad del individuo, armon¨ªa que se extiende al entorno. Todo en la vida es sagrado, y el menor detalle, si es descuidado, puede ser el sonido discordante que arruina el delicado equilibrio del mundo.
Los objetos tambi¨¦n, por la belleza de sus formas, por la calidad de la materia de que est¨¢n hechos, por su tacto, su color, su brillo y su justa funcionalidad, tienen su significaci¨®n e incitan al perfeccionamiento de uno mismo. El jade es, por su suavidad, sus venas, su sonoridad y su resistencia, un modelo de humanidad, justicia, sabidur¨ªa y valor.
Confucio no diserta, no discurre ni construye teor¨ªas. Sus ense?anzas nos han llegado en forma de colecci¨®n heter¨®clita reunida por diferentes disc¨ªpulos y seguidores, mucho despu¨¦s de su muerte, de an¨¦cdotas, citas, moralejas, exhortaciones y rapapolvos, unas veces de aparente banalidad, otras de arcano laconismo. Pero con ellas fascin¨® a cientos de disc¨ªpulos que reconocieron la inmensa profundidad de su pensamiento y que tras su muerte se dedicaron a continuar, para bien o para mal, la labor del Maestro. Hay que reconocer que, siendo indispensable, la traducci¨®n a lenguas occidentales de este lenguaje a menudo cr¨ªptico, que no explica, sino sugiere con pinceladas a modo de indicios es una labor comparable casi a la de traducir al lenguaje discursivo una inmensa pieza de m¨²sica noble de la dinast¨ªa Zhou, que inundara el cielo con la sinfon¨ªa m¨¢gica y profunda del carill¨®n de piedras sonoras y las campanas de bronce. ?Ha de entenderse -habla- la m¨²sica? ?Ha de desentra?arse el secreto de su melod¨ªa? Basta con que el eco de sus ta?idos despierten en nosotros resonancias de la antig¨¹edad china y de su aspiraci¨®n a la armon¨ªa, y que esa aspiraci¨®n a la armon¨ªa pase a ser la nuestra.
Confucio. Nacimiento del humanismo en China. CaixaForum. Avenida Marqu¨¦s de Comillas, 6-8. Barcelona. Hasta el 29 de agosto.
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