Los libros quemados
John Cheever se levantaba todas las ma?anas muy temprano, se pon¨ªa un traje de tres piezas, cog¨ªa un malet¨ªn y llevaba a sus hijos a la parada del autob¨²s en el Upper West Side de Manhattan. Despu¨¦s de despedir a los cr¨ªos con la mano, volv¨ªa a entrar en su edificio, pero en lugar de subir a su piso, bajaba hasta un peque?o cuarto junto a las calderas en el que hab¨ªa puesto una mesita y, sobre ¨¦sta, su m¨¢quina de escribir. Una vez all¨ª, se quitaba el traje y escrib¨ªa en calzoncillos, el calor de las calderas as¨ª lo exig¨ªa, hasta que los ni?os volv¨ªan del colegio. Entonces se vest¨ªa de nuevo, agarraba su malet¨ªn vac¨ªo e iba a la parada del autob¨²s a recogerlos. D¨ªa tras d¨ªa, Cheever fing¨ªa tener un empleo y una oficina y una posici¨®n que no ten¨ªa. Le avergonzaba confesarles a sus hijos que en realidad no era m¨¢s que un escritor.
Cuenta Ricardo Piglia, el formidable escritor argentino, que el peronismo sac¨® a Borges de la biblioteca nacional para nombrarle inspector de aves, un trabajo que consist¨ªa en inspeccionar distintos mercados de pollos. Una degradaci¨®n ir¨®nica, dice Piglia, consciente de que no hay peor infierno para un escritor que el mundo real. Tambi¨¦n ha escrito Piglia que la literatura es m¨¢s interesante que la vida, y me temo que muchos escritores estamos de acuerdo. Y, sin embargo, escribir averg¨¹enza. Supongo que tambi¨¦n averg¨¹enza vivir si uno se para a pensarlo.
La gente escribe, cualquiera, todos, yo mismo. ?Para qu¨¦? No est¨¢ claro. Para corregir un error, para rectificar un dato, para ganar altura, dinero, prestigio, para birlarle una novia a un amante m¨¢s diestro, para no pensar en la muerte o para pensar en ella con cierta distancia. O simplemente por tener algo que hacer, entre sopa y sopa, entre ni?o y ni?o, entre guerra y guerra. La gente escribe demasiado, es un hecho. Noventa y nueve de cada cien manuscritos son devueltos definitivamente a sus autores en un siniestro viaje de ida y vuelta a ning¨²n sitio y, aun as¨ª, son tantos libros. Se empujan en los mostradores, se amontonan en los grandes almacenes, desbordan las peque?as librer¨ªas y las casetas de las ferias, viajan a Per¨² como limosna, e incluso se rebajan a ofrecerse de regalo en los quioscos. Los libros ya no saben d¨®nde ir ni qu¨¦ hacer para que alguien los quiera. Y cuando los ejemplares no vendidos abultan demasiado, se queman en remotos pol¨ªgonos industriales. Tambi¨¦n los nazis quemaban libros, pero no por falta de espacio. Pensaban matar con el fuego todo aquello que sobrevive a la muerte del enemigo. Aquello que no puede ser f¨¢cilmente exterminado y que de una manera u otra volver¨¢ para vengarse. Creo que en el fondo a los libros les gusta ser quemados en la plaza, no en el almac¨¦n, tal vez porque los escritores somos todos muy vanidosos y cualquier luz que ilumine nuestro nombre por un instante es bien recibida, aunque sea la luz de las llamas, o tal vez, porque los libros quemados, en la plaza, arden convencidos como ning¨²n otro de su efectividad y su peligro. Del alcance de su estocada y de la altura de su vuelo.
Afortunadamente contra el fuego de las cosas reales est¨¢ el fuego de las cosas inventadas y es ah¨ª donde la ficci¨®n le saca un cuerpo a la vida. En la vida uno apenas puede hacer nada, en la ficci¨®n todo es propio, hasta lo robado.
Se escribe mucho, demasiado,
tantos libros y tanta gente, y sin embargo pocos libros encuentran su due?o y pocos due?os encuentran su libro. Eso es lo m¨¢s sorprendente de las grotescas listas de ventas; resulta imposible creer que tantas enfermedades distintas necesiten el mismo remedio. Se venden cien mil ejemplares de este dichoso Codigo da Vinci o de aquel otro, el que sea, como si tal cosa. Es extra?o, pero resulta m¨¢s f¨¢cil vender cien mil libros iguales que cien mil libros distintos. Eso cualquier librero lo sabe. Y, sin embargo, pese a la popularidad de un ant¨ªdoto, no es posible que llevemos todos dentro el mismo veneno. Debajo de esos libros, que est¨¢n muy bien seguramente, hay otros libros que seguramente est¨¢n mejor. Como debajo de aquellos adoquines estaba la playa. A veces uno tiene la tentaci¨®n de entrar en una librer¨ªa y alterar la disposici¨®n de todos los ejemplares. Colocar los de arriba, abajo, y los del escaparate, en los rincones. Poner en la mesa de best sellers una herm¨¦tica antinovela de Beckett y en el estante de literatura irlandesa, las memorias de Aznar y compa?¨ªa. Empujar a Isabel Allende al destierro de las gu¨ªas tur¨ªsticas, a ver si se calla de una vez. Meter la mano en las estanter¨ªas y sacar algo inesperado; la literatura criminal de Rubem Fonseca, por ejemplo. Aqu¨ª, como en tantas otras cosas, el pudor, esa forma humilde de decencia, me detiene. Tambi¨¦n el recuerdo de un viejo vendedor de la cuesta de Moyano, que siempre nos dec¨ªa: "Me da igual que compre o no, pero no me toque los libros".
Literatura y mercado son dos cosas muy distintas condenadas a vivir juntas, en la misma caseta, como los animales del zoo est¨¢n condenados a vivir entre sus propios excrementos. Lectores y escritores nos miramos con demasiada frecuencia el ombligo buscando una fecha de caducidad que se impone sin existir. Llega la feria del libro y aprieta m¨¢s la marea del mercado que el rumor de la literatura. Te encuentras con un conocido y se excusa, casi avergonzado, por no haber le¨ªdo a¨²n tu ¨²ltimo libro. Ni falta que hace. Lea Otra vuelta de tuerca que es mucho mejor. O el Gran Gatsby o Moby Dick. Lea a Conrad, a Twain, a Coetzee o a Bola?o. Lea a Gombrowicz por lo que m¨¢s quiera y, ya que est¨¢, a San Juan de la Cruz y a William Burroughs, a la vez. Lea a Benet, a De Lillo y a Bellow. A todas las hermanas Bront? y al menos a uno de los hermanos Durrell, a Gerarld si es posible. Lea a esos dos locos daneses, Andersen y Kierkegaard, que si uno simulaba tener coraz¨®n, el otro simulaba tener chepa. Y a Nabokov y a Joyce y a Rulfo. Lea a Thomas Hardy, que sabe lo que dejamos atr¨¢s, y a Ballard, que sabe lo que nos espera. A Bernhard y a Bukowski, que cuando uno dice s¨ª, el otro dice no; a Evelyn Waugh y a Jim Thompson, y caiga en la cuenta de que el primero es m¨¢s negro que el segundo. Y vuelva la vista al hermoso monstruo de Mary Shelley y al horrible ¨¢ngel de Virginia Woolf y no se f¨ªe ni un pelo de la nariz de Nicole Kidman, que es postiza. Lea a Wittgenstein aunque s¨®lo sea por presumir, y a Cort¨¢zar, y a Borges aunque le de un mareo, y a Simone de Beauvoir aunque le ponga muy nervioso, y a Proust aunque le aburra, que aburrirse no es m¨¢s que pensar muy despacio. Y lea a Tolst¨®i, a Dostoievski y a Ch¨¦jov, que son todos muy rusos pero no se parecen en nada. Y a Mishima, que es un suicida japon¨¦s deliciosamente amanerado. Y a Unamuno, que es otro co?azo estupendo. Y a Cheever, que resulta que al final era marica. Y a C¨¦line, que no esper¨® a que nadie quemase sus libros y los quem¨®, uno a uno, ¨¦l solo, mientras los escrib¨ªa. En fin, no vamos a citar aqu¨ª todo el canon de Bloom, ni siquiera el m¨ªo. Baste recordar que un mono puede f¨¢cilmente cruzar la historia, desde el lugar en el que estamos hasta el lugar donde empezamos, saltando de rama en rama, de p¨¢gina en p¨¢gina, de verso en verso. Y con el mismo m¨¦todo se puede llegar tambi¨¦n hasta el futuro, que, a pesar de los agoreros, seguro que tenemos uno. As¨ª que, despu¨¦s de todo, lea tambi¨¦n los libros que est¨¢n por llegar, los que todav¨ªa no se han escrito, l¨¦alos en cuanto pueda, antes de que est¨¦n terminados, porque las obras acabadas son m¨¢s tristes. Como dec¨ªa Marguerite Duras, las obras acabadas se contabilizan ya en las columnas de la muerte.
Y despu¨¦s de leer el Quijote de Zapatero, no piense que lo ha le¨ªdo ya todo, que el Quijote no es el final, sino el principio.
Pero todo esto ya se sabe, y a cuento de qu¨¦, entonces, repetir lo que se ha dicho tantas veces. Aqu¨ª, la Duras nos ayuda: "Hay que volver a decir".
No hay otra raz¨®n para seguir escribiendo.
Tambi¨¦n hay que volver a escuchar. No hay otra raz¨®n para seguir leyendo.
No nos queda m¨¢s remedio que vivir.
Por eso los libros prefieren ser quemados antes que ignorados. Cualquier escritor dar¨ªa hasta el ¨²ltimo c¨¦ntimo de la pensi¨®n de su madre por ver, aunque s¨®lo fuera una vez, todas sus p¨¢ginas en llamas.
FERIA MADRID
Lugar: paseo de Coches del Retiro.
Fecha: hasta el 13 de junio.
Horarios. laborables: de 11.00 a 14.00 y de 18.00 a 21.30. Fin de semana: de 11.00 a 15.00 y de 17.00 a 22.00.
Expositores: 383
Pabellones: Carmen Mart¨ªn Gaite (presentaciones), Europa se construye con libros (conferencias y debates) y Pabell¨®n Infantil
Europa Cuenta.
Caseta de EL PA?S: situada en el centro del paseo entre el pabell¨®n Mart¨ªn Gaite y el de la Comunidad de Madrid.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.