Los c¨®mplices en vida
Otto Gross, m¨¦dico jud¨ªo residente en Berl¨ªn-Pankow, muri¨® en 1920 de demencia y descomposici¨®n general, a las cinco de la tarde, en un hospital del centro de la capital alemana. Demencia y drogadicci¨®n, el entonces omnipresente opio ante todo, fueron responsables de esa desaparici¨®n de un brillante canalla, un excelso alumno del profesor vien¨¦s Sigmund Freud -el se?or alegr¨ªa, "Freude, Freude", dice Beethoven en su sinfon¨ªa, recuerda su nombre-, aquel hombre que supo diagnosticarnos casi todas nuestras enfermedades que tocan, mutilan o rasuran el alma, siempre dedicado a sumergirse en la misma, que supo adem¨¢s que la principal enfermedad del alma, la necesidad de liquidaci¨®n del pr¨®jimo, iba a surgir en Alemania con la naturalidad de las evoluciones necesarias. Freud supo irse a tiempo a Londres.
Gross no muri¨®, eso cabe atestarlo, de sus cuitas con la salud y menos de sus caprichosos h¨¢bitos de consumo, sino del arrebato de melancol¨ªa que a tantos habr¨ªa de llevar a los infiernos en aquellos a?os en los que s¨®lo los m¨¢s l¨²cidos ve¨ªan y sufr¨ªan lo que era una larga agon¨ªa del continente por entonces muerto. Morir con su propio concepto cultural, ¨¦tico e hist¨®rico de vida no es sino un acto de profunda consecuencia y dignidad. A?os m¨¢s tarde lo har¨ªan Joseph Roth y Stefan Zweig, sabedores de que su mundo ya no exist¨ªa. Sobrevivieron durante un tiempo Primo Levi y mucho m¨¢s Elias Cannetti y Manes Sperber, Isaiah Berl¨ªn y tambi¨¦n Imre Kertesz, que nos es, milagrosamente, coet¨¢neo.
En los ¨²ltimos meses, en los que la alegr¨ªa y la sonrisa se ense?orean de nuestro mundo pol¨ªtico y cultural, somos miles los Joseph Roth que no sabemos ya c¨®mo pagar la absenta en nuestra mesa de terraza solitaria y los Stefan Zweig que so?amos, sin esperanza alguna, con aquellos tiempos felices de compa?eros en los que los m¨¢s pr¨®ximos entend¨ªan nuestras cuitas y no nos descalificaban sistem¨¢ticamente por considerarnos seres execrables, delirantes y llenos de dudas en un cosmos del optimismo faldicorto triunfante que la inmensa mayor¨ªa de la sociedad aplaud¨ªa sin cesar. Coqueta ella y sin mayor preocupaci¨®n por lo que haya de venir, la sociedad baila sin cesar sin acordarse de muertos enterrados ni muertos por arribar. Como en los a?os veinte, tras millones de muertos en los frentes est¨¢ticos franco-alemanes, rusos, balc¨¢nicos y tiroleses, hay que libar alegr¨ªa hasta el final porque Karl Kraus, en el postre de la tragedia de la Gran Guerra, ya nos induc¨ªa a saber que nos aproxim¨¢bamos a los ¨²ltimos d¨ªas de la humanidad.
Si hay torturadores o asesinos, muertos y matadores en el campo de batalla -siempre los hay, nunca lo duden-, somos los que bailan alegres las canciones y las emociones de nuestra vida en calidad y bondad hasta la muerte, como Gross, los ¨²nicos que tenemos la balanza de la moralidad para sopesar nuestras suertes propias y ajenas, los ¨²nicos que realmente sabremos agotar los ¨²ltimos vasos de esa p¨®cima de libertad y placer sofisticado que el mundo nos ofreci¨® antes de la inmensa venganza que los poderes rencorosos, llenos de odio y vitalidad, nos han preparado.
En d¨ªas pasados han muerto seres muy an¨®nimos en Oriente Pr¨®ximo. Unos filipinos que pagan el rencor del Frente Moro Isl¨¢mico, otros indios que mueren por Cachemira sin saberlo y ciertos occidentales que estaban all¨ª y a quienes nadie puede evitar la venganza del odio a todo lo que son nuestros valores, a todo lo que nuestros enemigos desprecian y a todo lo que no hemos sabido defender con esa m¨ªnima dignidad que exige el odio encendido para otorgarle un m¨ªnimo respeto. Mueren amigos y enemigos, gentes propias y enfrentadas, y lo har¨¢n en los pr¨®ximos meses y a?os por igual o con mayor intensidad. Pero mientras nuestros potenciales asesinos no son m¨¢s que eso, nuestros verdugos, quienes murieron compartiendo errores y horrores ser¨¢n siempre, desde su debilidad suprema muchas veces, como Zweig, Roth y Gross, nuestros c¨®mplices de vida.
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