Un derecho a no deber
En asuntos p¨²blicos prodigamos simplezas que deb¨ªan haberse corregido a lo largo del bachillerato, pero que suelen perdurar hasta el requiescat in pace. Si fueran tan s¨®lo ocurrencias de algunos y sin mayor eco, all¨¢ pel¨ªculas. Pero son t¨®picos que se ganan los aplausos de la mayor¨ªa, lugares comunes para colmo tenidos por progresistas, aun cuando en su burdo conformismo fortalecen los enfoques m¨¢s conservadores. T¨®picos como ¨¦sos no s¨®lo transmiten algo falso en la teor¨ªa, que ser¨ªa lo de menos. Al ser pr¨¢cticos (es decir, morales y pol¨ªticos) y llamar por tanto a la acci¨®n o a la desidia, producen efectos letales para la vida pr¨¢ctica de todos.
Varios de ellos desfiguran en nuestros d¨ªas la libertad de expresi¨®n hasta volverla irreconocible. Y as¨ª, peor que discrepar a prop¨®sito de nuestra situaci¨®n pol¨ªtica es que, por salvar la cara, el discrepante acabe refugi¨¢ndose en alguna de las f¨®rmulas que blindan su derecho a la libre expresi¨®n. Supongamos, por referir casos frecuentes, que un sujeto racional dice acogerse al imposible no juzgar o al est¨²pido todas las opciones son respetables; que ese mismo sujeto pol¨ªtico pregona la equivalencia de una ideolog¨ªa civil y otra tribal o que, en fin, mantiene una indecente equidistancia entre ambas. Uno es legalmente libre para expresar esas y otras temibles barbaridades, pero le conviene saber que al hacerlo est¨¢ trampeando con aquella libertad que reclama. A ver c¨®mo se lo explico.
Conforme al prejuicio vigente, yo deber¨ªa ahora contentarme con ejercer el derecho a contraopinar indicando a mi interlocutor los errores o dislates que a mi entender cometi¨® en el uso del suyo. Conque empate a uno, todos tan amigos y no hay m¨¢s que hablar. De seguir adelante, en efecto, nos embarcar¨ªamos en un interminable di¨¢logo de besugos: a cada una de mis r¨¦plicas responder¨ªa el otro que est¨¢ en su perfecto derecho de expresarse como le venga en gana y que yo no lo estoy para pedirle explicaciones. ?Que procuro persuadirle mediante argumentos bien meditados? Siempre puede soltarme eso tan original de que respeto su opini¨®n, pero no la comparto o hacerse el ofendido con un ?no pretender¨¢ encima convencerme! A m¨¢s de un tonto todo ello se le antojar¨¢ una conducta rebosante de respeto y democr¨¢ticamente impecable, pese a no haber avanzado un mil¨ªmetro en aclarar la cuesti¨®n disputada. ?Pero acaso no era esto lo que se buscaba?
Y es que esa libertad de expresi¨®n ya no se invoca para lo que est¨¢ prevista. Hoy m¨¢s bien suele invocarse con gran solemnidad para impedir el examen de eso mismo que se expresa: nos ahorramos as¨ª el esfuerzo previo en justificarlo y la molestia posterior de responder a sus probables reparos. Ya no sirve para defenderse de toda indebida intromisi¨®n, sino para tachar de indebida cualquier iniciativa que ponga nuestros pronunciamientos en un aprieto. Se vocea como una libertad para aislarnos del otro, como salvaguarda de unas palabras que al parecer no se dirigen a nadie; si se prefiere, de una expresi¨®n que solicita a lo m¨¢s ser vista u o¨ªda, pero no tomada en serio. He ah¨ª un derecho sin contrapartida: un derecho a no deber.
Estudio, rigor argumental o debate son tareas en franco declive y, quien las demande, ser¨¢ presunto reo de una agresi¨®n s¨®lo achacable a la mala fe. La antiilustrada cultura de masas no pide que nos atrevamos a saber, sino que nos atrevamos a opinar hasta de lo que no sabemos. De ah¨ª que toda invitaci¨®n a revisar en p¨²blico ciertas ideas de lo p¨²blico suene como insidiosa llamada a perseguirlas o, en verbo m¨¢s rotundo, a criminalizarlas (una denuncia que favorece justamente a las doctrinas m¨¢s torpes o criminales). A falta de suficientes razones, desenfundamos el C¨®digo Penal. Vivimos como si el derecho agotara el sentido de cuanto acontece y los humanos fu¨¦ramos tan s¨®lo seres jur¨ªdicos sin m¨¢s aspiraci¨®n en la vida que atenernos al Bolet¨ªn Oficial del Estado. Hace tiempo que nuestro lenguaje ordinario viene confundiendo lo valioso con lo simplemente v¨¢lido y pronto no tendremos mejor f¨®rmula para enaltecer a alguien que llamarle (como en la jerga juvenil) un tipo muy legal. Atrincherados en los poderes constitucionales de decir o hacer, andamos con la suspicacia cargada frente a quien se permita indagar en nuestros dichos y hechos.
Un paso m¨¢s, y el que lleva las de perder en el combate dial¨¦ctico se las arreglar¨¢ para presentarse como una v¨ªctima de la torva intolerancia de su oponente. Por ah¨ª desembocamos en esa libertad de expresi¨®n que se esgrime como el incontestable derecho a mantener intactas, contra toda prueba y raz¨®n, las propias ideas. Es una de las lecciones predilectas del lehendakari Ibarretxe, que recita al un¨ªsono con el nuevo presidente del PNV a la hora de convocarnos al di¨¢logo: "no se puede pedir a nadie que renuncie a sus ideas". Ya me contar¨¢n entonces qu¨¦ entienden por deliberaci¨®n p¨²blica estos nuevos Pericles de Euskal Herria.
El ciudadano "normal" no quiere llegar a tanto, lo s¨¦. Se limita a hacer suya la libertad de marras como otra versi¨®n amable del todo vale. O sea, como esa argucia de la ignorancia o del miedo por la que eludimos tomar partido ante ciertas tesis en pugna aun al precio de contradecir el mism¨ªsimo principio de no contradicci¨®n. A nadie extra?ar¨¢, pues, que ese ciudadano se adorne con la bobalicona muletilla seg¨²n la cual, oh milagros multiculturales, no es que unos juicios o reflexiones sean mejores y otros peores, sino s¨®lo distintos. Ya ven, tiene gracia haber ganado la libertad de pensar en voz alta... a fin de no pensar o para concluir que cualesquiera pensamientos valen lo mismo. ?ste s¨ª que es el pensamiento ¨²nico de nuestros d¨ªas, algo contra lo que un pensamiento libre tendr¨¢ que ser ferozmente militante. Vamos camino de conquistar m¨¢s libertad de expresi¨®n para menos personas con saberes dignos de ser contados.
?Me admitir¨¢, se?or m¨ªo, que nadie sensato se expresa tan s¨®lo por darle gusto a su libertad, sino porque pretende comunicar algo ¨²til, algo incluso dotado de cierta verdad, belleza o justicia? Pruebe entonces a distinguir entre la libertad de expresar, que todos mutuamente nos concedemos, y la calidad de lo expresado, que s¨®lo aplaudimos en muy pocos. Reconocer¨¢ enseguida que una cosa es gozar de una facultad o de un permiso, y otra diferente el valor (te¨®rico, est¨¦tico, moral) de lo que hagamos con esa facultad y gracias a aquel permiso. Bueno, pues traslademos esa distinci¨®n capital al mundo pol¨ªtico o com¨²n, all¨ª donde las opiniones tienden a traer consecuencias para el bien colectivo. ?Aprobar¨ªamos al profesor que se escudara en la libertad de c¨¢tedra para vetar toda cr¨ªtica a su desempe?o docente? ?Aceptar¨ªamos sin rechistar al pol¨ªtico (o a ese profesional con influjo en la multitud) cuyos criterios p¨²blicos podr¨ªan llevarnos al desastre civil? En definitiva, junto al derecho a mantener nuestras ideas frente a la censura o la sinraz¨®n, ?habr¨¢ de figurar con el mismo rango el "derecho" a escaparse de la raz¨®n o a empecinarse contra toda raz¨®n?
Creo que no. Creo que el derecho (legal) de los sujetos a su libre expresi¨®n acerca de la cosa p¨²blica habr¨¢ de venir con el deber (moral) de aprender y fundar lo mejor posible eso que expresa. De igual manera su espectador, lector o interlocutor no s¨®lo cuentan con el derecho (legal) a cuestionar lo contemplado, le¨ªdo o escuchado; a menudo tienen tambi¨¦n la obligaci¨®n (moral) de hacerlo. Algo sustancial fallar¨ªa como aquellos derechos legales no fueran a una con estas disposiciones morales. Quiz¨¢ se respetara entonces la norma reglamentaria, pero seguro que a costa de despreciar otra ley previa y superior: la de esa palabra razonable que debe regir la comunicaci¨®n entre hombres y el v¨ªnculo pol¨ªtico entre ciudadanos... ?O ser¨¢ de nuevo esta m¨ªa una opini¨®n tan leg¨ªtima como su contraria?
Aurelio Arteta es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa Moral y Pol¨ªtica de la Universidad del Pa¨ªs Vasco.
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