Fantasmas
Fantasma: aparici¨®n, con forma de ser real, de algo imaginado, o bien aparici¨®n de un ser inmaterial como el alma de un difunto, leo en la p¨¢gina 724 del volumen cuarto de mi viejo Larousse de 1967. De ni?o yo sol¨ªa tener m¨¢s trato con los fantasmas que con los seres de carne y hueso y reun¨ª todo el acervo de conocimientos que poseo hoy sobre esos tenues vecinos: mis fuentes fueron media docena de libros que me despertaban corrientes sim¨¦tricas de curiosidad y p¨¢nico, con fotograf¨ªas en que se ve¨ªan vapores blancos descendiendo escaleras, y el testimonio de algunos compa?eros de clase cuyos padres les hab¨ªan permitido irse a visitar cementerios antes de meterse en la cama. En fin: as¨ª supe que el fantasma es un retazo de luz en forma de persona, no necesariamente horrible pero s¨ª muy delgado, que puede atravesar paredes y arrastrar cadenas. Los fantasmas son jirones de memoria, residuos de acontecimientos pasados que, por alg¨²n motivo, se quedan adheridos como telara?as a viejos muebles, edificios o indumentarias; y a veces, cuando el visitante resulta demasiado sensible, choca con ellos al volver a franquear los mismos umbrales en que vivieron cuando pose¨ªan tres dimensiones. Hay fantasmas de muchas clases, y en muchos sitios: no tienen por qu¨¦ respetar restricciones zool¨®gicas, profesionales o topogr¨¢ficas, y a pesar de lo que nos hayan hecho creer los cuentos ambientados en Escocia, las tradiciones les traen al pairo. He sabido de lobos fantasma que devoraban el ganado de tribus norteamericanas; del fantasma de un submarino alem¨¢n hundido en el Mar del Norte durante la Segunda Guerra Mundial; del fantasma de una casa de citas demolida, en cuyo solar erigieron una sucursal bancaria. He sabido, incluso, de fantasmas de fantasmas, espectros de seres que nunca fueron: como las sombras del Roxy a las que cantaba Serrat, ediciones apagadas de Fred Astaire y Lauren Bacall que vagaban por los antiguos patios de un cine aniquilado.
Y ahora me pregunto qu¨¦ fantasmas se presentar¨¢n ante el curioso que se adentre en el desaparecido Teatro Imperial de Sevilla, ese que por ma?as m¨¢s felices de a las que nos tiene acostumbrados el destino ha acabado por convertirse en una de las librer¨ªas se?eras de la capital. La librer¨ªa, que ha copiado su escala de una catedral, abunda en estanter¨ªas, recovecos, pasillos y enroscaduras: lugares id¨®neos para hallar fantasmas de teatro, j¨®venes delgados y fugaces que declaman con calaveras en la mano, pr¨ªncipes encadenados que lamentan sus nacimientos, siluetas que esperan, o se arrodillan, o cantan para s¨ª, tal vez delante de la secci¨®n de cl¨¢sicos ingleses o de la de inform¨¢tica, o justo en el rellano que debe conducir a los lavabos. Afortunada librer¨ªa esta Beta de la calle Sierpes, que sirve de alojamiento a fantasmas milenarios y cuenta con una compa?¨ªa de animadores mucho m¨¢s venerable que los payasos de McDonald's: afortunada librer¨ªa que puede recoger fantasmas desempleados y no aumentar las listas de paro del otro mundo echando a la calle a unos cuantos m¨¢s. Porque el centro de Sevilla est¨¢ lleno de almas en pena que alguna vez vivieron en una librer¨ªa que ya no existe, y penan, y vuelven a esa esquina donde nadie les espera.
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