Virginia Woolf, Claudio y Bessie Smith
Me gusta Virginia Woolf, no tanto por sus libros como porque o¨ªa cantar a los pajaritos en griego, ellos que normalmente, como todo el mundo sabe, usan el egipcio cuando est¨¢n en libertad y el lat¨ªn en los aseladeros. ?En qu¨¦ lengua se comunican con nosotros los p¨¢jaros de cristal? ?Y los de fieltro, en jaulas doradas, de la tienda de los chinos junto al sitio donde escribo? Las palomas cantan ruedas dentadas de reloj averiado. El reloj de p¨¦ndulo de mi abuelo no cantaba: se limitaba a anunciar
-Soy gordo, soy gordo
a cada campanada solemne. Se le acababa la cuerda
(se le daba cuerda con una llave enorme, que se met¨ªa en un agujero de la esfera entre el VI y el VII)
el anuncio se quedaba en el aire, interrumpido
Bessie Smith. Muri¨® a la puerta de un hospital: no la dejaron entrar por ser negra. Me ilumin¨® la vida
-Soy gor
y ¨¦l compuesto, difunto, muy serio en su ata¨²d de cristal y caoba, pidi¨¦ndole de vez en cuando a mi abuelo
-?No me resucita, se?or Lobo Antunes?
mi abuelo distra¨ªdo, el reloj impacient¨¢ndose
-?Es para hoy o para cu¨¢ndo?
Mi abuelo, de quien nunca estuve seguro de si lo entend¨ªa o no
(no deb¨ªa de entender puesto que
-El pesado del reloj se para todo el tiempo)
descolgaba la llave de un clavo en la parte de atr¨¢s del mecanismo, abr¨ªa la portezuela de la esfera y el reloj, sin una palabra de gratitud, recomenzaba
-do, soy gordo
con una lentitud episcopal. ?En casa de cu¨¢l de mis t¨ªas habr¨¢ disertado despu¨¦s acerca de su propia barriga? ?A qui¨¦n informar¨¢ ahora de sus grasas majestuosas? ?Habr¨¢ adelgazado? Comparados con ¨¦l, los de pulsera, esquel¨¦ticos, se desesperaban en un frenes¨ª card¨ªaco, peque?os, acongojados.
Al acabar el instituto
(no, al acabar la facultad)
me dieron un reloj de bolsillo, ingl¨¦s, antiguo, supongo que hijo bastardo del reloj de p¨¦ndulo, que debe de haberlo tenido, furtivamente, de alguno de pulsera, porque hered¨® cosas de su padre y de su madre, por ejemplo los n¨²meros
(II, III, IV, V)
claramente paternales, y el frenes¨ª card¨ªaco, aunque atenuado, de la madre. Lo colocaba en aquel bolsillito delantero que antes ten¨ªan los pantalones, aunque me molestasen sus contracciones de ventr¨ªculo produci¨¦ndome una comez¨®n en el pubis, y me imaginaba el estetoscopio del m¨¦dico busc¨¢ndome la v¨¢lvula mitral en las partes. Me consolaba con los versos de Maiakovski
en m¨ª la anatom¨ªa ha enloquecido:
soy todo coraz¨®n
mientras me rascaba a hurtadillas el segundero que me rozaba la ingle. Probablemente mis primeras novias tomaban por arrobamientos de la carne el mediod¨ªa y por signo de desinter¨¦s las seis y media, o, si me desnudase, me acusar¨ªan, feroces
-O sea que era un reloj, farsante
al darse cuenta de que mi ventr¨ªculo estaba en los pantalones y s¨®lo me quedaba la manecilla de las horas que no cantaba en griego, se limitaba a buscarlas, porfiado, sordo, independiente de m¨ª, as¨ª como las agujas de las br¨²julas buscando afanosas el Norte, sin poes¨ªa ni novela, incluso delante de sus madres
(Acaba de telefonear Claudio, mi editor espa?ol, a prop¨®sito de un viaje a Colombia, y me ha interrumpido la cr¨®nica que estaba yendo de mil maravillas. Que te parta un rayo, malvado, criminal, asesino. Vamos a ver si logro retomar la cadencia. ?Por d¨®nde ¨ªbamos?)
?bamos por el reloj en la ingle y menos mal que era el del chaleco y no el de p¨¦ndulo de mi abuelo, que har¨ªa dar la hora a mis verg¨¹enzas, llamando la atenci¨®n de las madres de mis novias, en la sala contigua
-?Qu¨¦ est¨¢is haciendo vosotros ah¨ª?
alborotadas por los sollozos y estremecimientos previos del mecanismo, acerc¨¢ndose a nosotros en el instante en que un derrame de campanadas testimoniaba, en vibraciones sucesivas, el cumplimiento de la funci¨®n, mientras yo me convert¨ªa, victorioso, exhausto, en uno de esos relojes blandos del cuadro de Dal¨ª, goteando un resto de minutos en la alfombra.
(Si Claudio no me hubiese cortado la inspiraci¨®n con su voz de cantante de jazz negro, con gafas oscuras, en un s¨®tano lleno de humo, ?en qu¨¦ direcci¨®n habr¨ªa ido la estilogr¨¢fica? Vuelve al principio, desgraciado).
Volviendo al principio, qu¨¦ remedio, me gusta Virginia Woolf, no tanto por sus libros sino porque o¨ªa cantar en griego a los pajaritos. El hecho es que me robaron el reloj de bolsillo en el consultorio, en la ¨¦poca en la que cre¨ªa en psicoterapias y lo utilizaba, en el brazo de la silla, para medir el tiempo de las sesiones.
(Dios m¨ªo, la cantidad de estupideces en las que he cre¨ªdo).
Olvid¨¦ el reloj en el brazo de la silla, de un d¨ªa para el otro, y desapareci¨®. No fastidi¨¦ a nadie porque no estaba seguro de si me lo hab¨ªan robado o si decidi¨® simplemente irse, harto de andar dando vueltas all¨ª abajo. Tal vez solamente se march¨®, nadie lo toc¨®, nadie lo entreg¨® en una casa de empe?o cualquiera, se llev¨® su ventr¨ªculo lejos de m¨ª sin, no digo una carta, pero s¨ª un electrocardiograma de adi¨®s. Dej¨¦ de ser un verso de Maiakovski, dej¨¦ de ser todo coraz¨®n: tengo algo en el pecho, insignificante, com¨²n, tictac, y nada m¨¢s. ?Qu¨¦ muchacha se conmover¨¢ con ello? ?Qu¨¦ manecillas disimular¨¢n la aguja de la br¨²jula?
(Int¨¦ntalo otra vez, acaba de maldecir a Claudio: me gusta Virginia Woolf, etc¨¦tera).
Me gusta Virginia Woolf no tanto por sus libros como porque o¨ªa a los pajaritos cantar en griego. No hay caso. He perdido el rumbo. Se acab¨® por culpa de Claudio. Su voz igual a la de aquel vocalista de la orquesta de Count Basie cuyo nombre ahora se me escapa. No s¨¦ qu¨¦ Williams. Uno de cara larga y bigotito, tengo el nombre en la punta de la lengua, hostia. No interesa. ?Joe Williams? No estoy seguro. Siempre muy bien vestido, con grandes anillos lind¨ªsimos. Delgado, alto, con pocos gestos, un swing desde las tripas. Count Basie cambiaba el sentido de la orquesta con una nota de piano, una ¨²nica nota de piano, ora aqu¨ª, ora all¨¢. Aquel saxo tenor asombroso, que de vez en cuando volaba por encima de los dem¨¢s instrumentos. La fuerza de la secci¨®n de ritmo. El contrabajo, se?ores, la bater¨ªa. Virginia Woolf, tarar¨¢, tarar¨¢. Que se joda. Ahora soy un negro con gafas oscuras, en un s¨®tano lleno de humo, una de mis manos subraya la voz
(un gesto peque?o, discreto)
y veo campos de algod¨®n, blancos a caballo, la miseria a la que me obligan. Campos de algod¨®n, ma¨ªz, cuervos. Todo el dolor, toda la alegr¨ªa del mundo. A Virginia Woolf que la zurzan, que zurzan a los relojes. Bessie Smith. Lady Day. Bessie Smith de nuevo. Muri¨® a la puerta de un hospital: no la dejaron entrar por ser negra. Me ilumin¨® la vida. Sigue ilumin¨¢ndola. Virginia Woolf, esto, lo otro y lo de m¨¢s all¨¢, los pajaritos que cantaban en griego. Fuera, coches de polic¨ªa, bomberos: una mujer en bata, en el tejado del edificio de enfrente, advierte a gritos que se va a tirar. ?Se tirar¨¢?
Traducci¨®n de Mario Merlino.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.