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LECTURA

Testimonio de un horror inolvidable

Conque todo ha terminado. M¨¢laga se ha rendido.

Y recuerdo la ¨²ltima declaraci¨®n del coronel Villalba antes de subir al coche: "La situaci¨®n es cr¨ªtica, pero M¨¢laga sabr¨¢ defenderse".

M¨¢laga no supo defenderse.

La ciudad fue traicionada por sus l¨ªderes: abandonada, entregada a la masacre. Los cruceros rebeldes nos bombardearon y los barcos de la Rep¨²blica no se presentaron. Los aviones de los sublevados sembraron el p¨¢nico y la destrucci¨®n, pero los de la Rep¨²blica no vinieron. Los rebeldes ten¨ªan artiller¨ªa, veh¨ªculos blindados y tanques; las armas y el material de guerra de la Rep¨²blica no llegaron. Los rebeldes avanzaron desde todas las direcciones, y el puente sobre la ¨²nica carretera que un¨ªa a M¨¢laga con la Rep¨²blica estaba destruido desde hac¨ªa cuatro meses. Los rebeldes pusieron a sus tropas a combatir con disciplina f¨¦rrea y ametralladoras, mientras que los defensores de M¨¢laga no ten¨ªan disciplina, ni jefes, ni la seguridad de que la Rep¨²blica los apoyara. Los italianos, los moros y los legionarios extranjeros pelearon contra el pueblo con la valent¨ªa profesional de los mercenarios, por una causa que no era suya; y los soldados del pueblo, que estaban luchando por una causa que les era propia, volvieron la espalda y huyeron.

"Escuche, Bol¨ªn; si tiene la intenci¨®n de matarme, ll¨¦veme arriba; no lo haga delante de Sir Peter". Muchas veces me he preguntado si esa frase, que tal vez me salv¨® la vida, la dije por consideraci¨®n a Sir Peter o por ganar tiempo
M¨¢laga fue traicionada por sus l¨ªderes: abandonada, entregada a la masacre. Los cruceros rebeldes nos bombardearon y los barcos de la Rep¨²blica no se presentaron. Los aviones de los sublevados sembraron el p¨¢nico
Algunos colegas m¨ªos que volv¨ªan de Espa?a me contaron que el capit¨¢n Luis Bol¨ªn hab¨ªa jurado "fusilar a K
Los jefes culpables de la ciudad pasaron por un consejo de guerra. El Gobierno culpable de Largo Caballero fue obligado a dimitir. A los Gobiernos culpables de las democracias occidentales no les ocurri¨® ni una cosa ni otra

Los jefes culpables de la ciudad, que hab¨ªan abandonado a sus hombres, pasaron por un consejo de guerra. El gobierno culpable de Largo Caballero, que abandon¨® M¨¢laga a su suerte, fue obligado a dimitir. Los gobiernos culpables de las democracias occidentales, que abandonaron a su suerte a la Rep¨²blica Espa?ola, no fueron ni llevados a consejo de guerra ni obligados a dimitir; la historia los juzgar¨¢. Pero eso no resucitar¨¢ a los muertos.

Cuanto m¨¢s se espera que algo llegue, m¨¢s sorprendido se queda uno cuando finalmente se produce. Sab¨ªamos desde hac¨ªa d¨ªas y d¨ªas que M¨¢laga estaba perdida, pero nos hab¨ªamos imaginado el final de un modo muy distinto. Todo sucedi¨® en un silencio terrible, sin ruido, sin dramatismo. La sucesi¨®n de eventos presentaba todas las se?ales de una crisis inminente, pero nos mintieron sobre el momento decisivo. Izaron en el mayor de los secretos la bandera blanca sobre la torre de M¨¢laga. Al d¨ªa siguiente, cuando los cruceros y los aviones del enemigo llegaron, nosotros esper¨¢bamos que abrir¨ªan fuego, sin comprender que ya no hab¨ªa enemigo, que ya viv¨ªamos bajo el yugo de la bandera de los Borbones.

Esa transici¨®n suave, resbaladiza, fue m¨¢s aterradora que todo lo que hab¨ªamos temido. Sin saberlo, mientras dorm¨ªamos, nos hab¨ªan entregado a la delicada misericordia del general Franco. La entrada de las tropas rebeldes fue igual de espeluznante, con una manera extra?amente natural y poco dram¨¢tica. Mi diario sigue:

Una de la tarde. Un oficial con el casco de acero gris del ej¨¦rcito italiano aparece en la carretera que lleva a Colmenar, justo delante de nuestra casa. Mira a su alrededor y dispara un tiro de rev¨®lver al aire. En unos segundos, unos doscientos soldados de infanter¨ªa bajan por la carretera desfilando en perfecta formaci¨®n. Cantan Giovinezza, el himno fascista de Mussolini.

Al pasar por delante de la casa, nos saludan, y todos los criados, que apenas ayer levantaban el pu?o con convicci¨®n, alzan ahora el brazo para hacer el saludo fascista con el mismo ardor espa?ol. Parece no importarles mucho y, como a los extranjeros nos toman por d¨¦biles de esp¨ªritu, el jardinero nos aconseja a Sir Peter y a m¨ª que cambiemos de actitud. "Despu¨¦s de todo, ahora tenemos un nuevo gobierno". Despu¨¦s de un rato, conforme pasaban m¨¢s y m¨¢s tropas por delante y nos saludaban -est¨¢bamos todos reunidos en el balc¨®n, como si estuvi¨¦ramos pasando revista a un desfile-, Sir Peter y yo nos vimos obligados a levantar tambi¨¦n el brazo. Evitamos mirarnos el uno al otro.

Entr¨¦ a la casa y apur¨¦ un vaso entero de co?ac.

Dos de la tarde. Una compa?¨ªa de infanter¨ªa italiana ocupa la colina cercana.

Tres de la tarde. El teniente italiano al mando de la compa?¨ªa de la colina entra en el jard¨ªn y pregunta si puede tomar un ba?o. Se presenta cort¨¦smente y Sir Peter da instrucciones de que le preparen el ba?o. Varios soldados bajan de la colina despu¨¦s de ¨¦l para lavarse y tomar un poco de agua. No hablan una sola palabra de espa?ol. Se los ve agotados; se comportan con perfecta correcci¨®n.

Sir Peter y yo nos instalamos en las sillas de playa del porche. El sol brilla. O¨ªmos los ruidos en el agua que hace el teniente mientras se ba?a. Convenimos en que es una persona agradable. Seguimos evitando mirarnos a la cara.

La verg¨¹enza me asfixia, es como una esponja seca en la garganta.

Cuatro de la tarde. O¨ªmos una tempestad de v¨ªtores y aplausos procedentes de la ciudad. Los sublevados han alcanzado el centro de M¨¢laga.

Cuatro y media. Coches con la bandera de los Borbones pasan por la carretera. Una columna interminable de tanques desciende pesadamente de Colmenar. Se escucha el sonido de tiros desde la ciudad a intervalos regulares. Uno de los criados sugiere una explicaci¨®n: como la batalla ha terminado, los disparos significan que "la ejecuci¨®n de los criminales rojos ha comenzado".

Nuevamente es de noche, y nuevamente estamos sentados uno frente al otro en los sillones estilo victoriano de respaldo alto ante una mesa arreglada con toda formalidad. Yo hab¨ªa quemado todos los papeles comprometedores: cartas de presentaci¨®n de la embajada espa?ola en Par¨ªs, salvoconductos expedidos por las autoridades de Valencia, y todos los ejemplares de mi libro, excepto el dedicado a Sir Peter, pero ¨¦l prometi¨® que lo destruir¨ªa tambi¨¦n. Luego tach¨¦ todos los pasajes peligrosos de mi diario.

Pod¨ªan venir a buscarnos en cualquier momento -era m¨¢s probable que vinieran por la noche-, aunque en realidad no cre¨ªamos que vendr¨ªan. La ma?ana anterior, mientras le encend¨ªa el cigarrillo al miliciano tembloroso, sent¨ª un ¨²ltimo impulso de huir. Estaba medio resuelto a coger mi m¨¢quina de escribir y mis papeles y unirme a los milicianos. Fue por indolencia sobre todo que no lo hice. Abajo, en la ciudad, todo era caos e inseguridad, y aqu¨ª el jard¨ªn se doraba con tanta tranquilidad al sol que parec¨ªa impensable que se pudieran producir nunca des¨®rdenes en un sitio tan encantador y bien cuidado. (...)

Al d¨ªa siguiente, a las once de la ma?ana, nos detuvieron.

Un vistazo atr¨¢s

A este punto la historia se enreda un poco y surgen extra?as coincidencias; debo dar unos pasos hacia atr¨¢s.

En agosto de 1936, estuve en Portugal y en Espa?a por cuenta del News Chronicle. En Sevilla, en aquellos d¨ªas gran cuartel general de los sublevados, consegu¨ª entrevistar al general Queipo de Llano y tuve amplia oportunidad de observar la importancia de la ayuda militar alemana e italiana a favor de los rebeldes. El testimonio que recog¨ª se public¨® en el News Chronicle, y luego en el libro que ya he mencionado (L'Espagne ensanglant¨¦e). Nunca m¨¢s se permiti¨® que un representante de un diario liberal brit¨¢nico entrara en la zona rebelde.

Durante mi estancia en Sevilla, el capit¨¢n Bol¨ªn, a cargo de la oficina de prensa de los rebeldes, me sirvi¨® de gu¨ªa. Fue ¨¦l quien organiz¨® mi entrevista con el general [Queipo] de Llano. Al d¨ªa siguiente de la entrevista me encontr¨¦ con un periodista alem¨¢n a quien hab¨ªa conocido a?os antes en Berl¨ªn. Se llamaba Strindberg (hijo, dicho sea de paso, de August Strindberg, el gran escritor escandinavo) y trabajaba ahora para los diarios nazis. De hecho, lo vi sentado en el bar de un hotel de Sevilla con cuatro pilotos nazis. Conocedor de mi pasado "rojo", que el capit¨¢n Bol¨ªn ignoraba, me denunci¨® a ¨¦l esa misma noche.

Logr¨¦ escapar a Gibraltar justo a tiempo; cuando la orden de detenerme se emiti¨®, hac¨ªa una hora que yo hab¨ªa cruzado la frontera. De vuelta en Londres publiqu¨¦ mis apuntes. Algunos colegas m¨ªos que volv¨ªan de Espa?a me contaron unos meses m¨¢s tarde que el capit¨¢n Bol¨ªn hab¨ªa jurado "fusilar a K como a un perro rabioso si cae en mis manos".

Fue ese mismo capit¨¢n Bol¨ªn el que nos detuvo, a Chalmers-Mitchell y a m¨ª, al d¨ªa siguiente de la toma de M¨¢laga por los sublevados.

Pero esto es solamente la mitad del preludio a nuestra historia. La otra mitad sigue as¨ª:

El capit¨¢n Bol¨ªn ten¨ªa un primo que pose¨ªa una casa en M¨¢laga: la casa contigua a la nuestra. El primo se llamaba Tom¨¢s Bol¨ªn. Ahora bien, ¨¦ste y toda su familia le deb¨ªan la vida a Sir Peter. ?C¨®mo? Sir Peter me relat¨® la historia durante nuestra ¨²ltima cena en su casa, la v¨ªspera de nuestra detenci¨®n.

Tom¨¢s Bol¨ªn era miembro de la Falange, el partido fascista espa?ol. El 18 de julio de 1936 los generales lanzaron su sublevaci¨®n por toda Espa?a. En M¨¢laga, como en Madrid y en Barcelona, los rebeldes fueron derrotados despu¨¦s de feroces combates en las calles; los republicanos mantuvieron el control de la ciudad, y el se?or Bol¨ªn vino a la casa de su vecino, Sir Peter, de quien sab¨ªa que era "rojo", a pedirle refugio y protecci¨®n.

Lleg¨® con su mujer, su suegra, cinco o seis ni?os y dos o tres criados. Sir Peter instal¨® a toda la tribu Bol¨ªn en su casa. El se?or Bol¨ªn ocup¨® las mismas dos habitaciones en las que estuve yo seis meses m¨¢s tarde. Al llegar le confi¨® ciertos documentos en un sobre a Sir Peter, que ¨¦ste cerr¨® bajo llave en el caj¨®n de un armario.

Al d¨ªa siguiente, un grupo de milicianos anarquistas se present¨® en casa de Sir Peter. Conocedores de sus simpat¨ªas por el gobierno republicano, no quer¨ªan molestarlo, pero s¨ª ver los documentos del se?or que estaba all¨ª alojado.

Sir Peter no pudo negarse a darles el sobre. El jefe anarquista, un muchacho joven, lo abri¨®; la primera cosa que encontr¨® fue el carnet de falangista del se?or Bol¨ªn; la segunda, una serie de fotos pornogr¨¢ficas como las que algunas librer¨ªas parisienses env¨ªan a los aficionados. El anarquista estaba encantado con los dos descubrimientos. Sir Peter tuvo entonces una de sus felices inspiraciones.

"Escucha", dijo con su voz amable, "hagamos un trato: t¨² te quedas con las fotos y yo con el carnet".

El anarquista, que como ya he dicho era muy joven, se indign¨® al principio, luego le pareci¨® divertido y, al final, por amistad hacia Sir Peter, acept¨®.

No obstante, unos d¨ªas m¨¢s tarde detuvieron al se?or Bol¨ªn. Sin embargo, Sir Peter logr¨® que lo soltaran, consigui¨® pasaportes para su familia y, poniendo su vida en peligro, sac¨® de M¨¢laga a escondidas a Bol¨ªn para que se marchara a Gibraltar.

El equipaje de los Bol¨ªn permaneci¨® en casa de Sir Peter; la casa de Bol¨ªn fue convertida en hospital.

Nos detuvieron el martes 9 de febrero a las once de la ma?ana.

Puesto de observaci¨®n

A las diez y media yo estaba en el tejado, nuestro puesto de observaci¨®n habitual, contando los camiones llenos de soldados italianos que segu¨ªan bajando de las monta?as en una interminable columna. Los italianos se ve¨ªan limpios y bien alimentados. Sus impecables uniformes, desde el casco gris acero hasta las polainas, contrastaban fuertemente con el atuendo harapiento y miserable de los milicianos republicanos. Conforme aparec¨ªan, uno detr¨¢s de otro, en mis prism¨¢ticos, sus rostros alegres, rostros felices de vencedores, recordaba yo la amargura del pobre de la f¨¢bula invitado a cenar en la mesa del rico.

Luego vi por la carretera un elegante coche privado, cubierto de polvo y con la bandera de los Borbones, que se dirig¨ªa hacia la casa del se?or Bol¨ªn. Se lo coment¨¦ a Sir Peter:

"Probablemente es Bol¨ªn, que vuelve del exilio", dijo. "Es su turno ahora de protegernos".

Y camin¨® hacia la casa de Bol¨ªn.

Diez minutos despu¨¦s regres¨®, p¨¢lido y muy contrariado. "S¨ª que era Bol¨ªn", dijo. "Ha vuelto en coche desde Gibraltar".

"?Ha conseguido nuevas postales obscenas?".

"No, pero lleva la boina roja de los requet¨¦s y un gran rev¨®lver militar. Dice que ser¨¢ un placer para ¨¦l cazar a los rojos de la ciudad y matar a algunos de ellos con sus propias manos".

"?Le dio a usted las gracias por lo menos?".

Sir Peter se encogi¨® de hombros y subi¨® las escaleras para recoger las pertenencias del se?or Bol¨ªn.

Yo permanezco solo en el jard¨ªn. Una vez m¨¢s, siento una urgente necesidad de tomar un co?ac y entro en la biblioteca a servirme uno.

La habitaci¨®n tiene tres puertas. Mientras busco el co?ac, las tres se abren al mismo tiempo, casi en silencio, y tres oficiales entran, rev¨®lver en mano. Dos de ellos me son desconocidos. Solamente advierto que llevan flamantes uniformes nuevos.

El tercero es el capit¨¢n Bol¨ªn.

Lo que sigue pasa con mucha rapidez, exactamente del mismo modo que en una pel¨ªcula acelerada.

Tengo la jeringa en el bolsillo, me bastar¨ªa con estar solo dos o tres minutos. De manera casi autom¨¢tica intento escapar hacia las escaleras. Voy apenas por el tercer escal¨®n cuando una voz aguda me dice:

"?Arriba las manos!".

Alzo las dos manos hasta la cabeza sin mirar hacia atr¨¢s, y espero a que Bol¨ªn dispare. En la base del cr¨¢neo siento un cosquilleo suave, una especie de vac¨ªo que se forma, y que no es del todo desagradable. Aumenta de intensidad; escucho c¨®mo los cuatro respiramos pesadamente.

"Baja".

Bajo caminando hacia atr¨¢s, escal¨®n a escal¨®n, con mucha precauci¨®n. "Si tropiezo", me digo, "soy hombre muerto".

Estamos reunidos en el centro de la biblioteca; tres rev¨®lveres me apuntan, uno a cada costado y el tercero por detr¨¢s.

Parece un sue?o, el aire zumba a mi alrededor como si estuviera dentro de una concha. Escucho a trav¨¦s del zumbido la voz del capit¨¢n Bol¨ªn que se dirige al jardinero. "Una cuerda". El jardinero sale a buscar una. Noto que cojea.

Sir Peter aparece en lo alto de la escalera con la valija del se?or Bol¨ªn en la mano.

"?Arriba las manos!".

Alza las manos, y permanece muy erguido.

Unos segundos de silencio. Todos estamos quietos, un grupo congelado como las figuras de cera de Madame Tussaud.

Luego un cuarto individuo, con una boina roja, entra en la habitaci¨®n. Lo reconozco de inmediato porque se parece a su primo. Es el se?or Tom¨¢s Bol¨ªn. Se detiene un momento a mirar el agradable espect¨¢culo con una sonrisa que muestra los dientes.

Le pregunto a Sir Peter:

"?No es ¨¦ste el hombre a quien usted salv¨® la vida?".

El se?or Bol¨ªn sonr¨ªe. El jardinero vuelve. No ha encontrado la cuerda, pero trae dos metros de cable el¨¦ctrico.

"Creo que me van a ahorcar", le digo a Sir Peter.

Me viene a la mente que la agon¨ªa ser¨¢ con toda seguridad m¨¢s prolongada con ese cable r¨ªgido que con una cuerda ordinaria.

"C¨¢llese", dice Bol¨ªn y le hace una se?a al oficial que est¨¢ a mi izquierda.

El cable

El oficial -un joven bien parecido que parece un poco t¨ªmido y buena persona- toma el cable y se planta delante de m¨ª. Me cruza las manos por detr¨¢s de la espalda e intenta atarlas con el cable. Pero el cable es demasiado r¨ªgido. Me rodea, me pone las manos juntas al frente como si manipulara un mu?eco de madera e intenta una vez m¨¢s amarrarlas. Mientras lo hace, Bol¨ªn me coloca un rev¨®lver en el costado derecho y el tercer oficial otro en el izquierdo. Este ¨²ltimo es un tipo gordo y calvo con cara de ser muy bruto. Durante toda la escena tiene una sonrisa en el rostro y resopla literalmente de placer. Sopla por la nariz como un asm¨¢tico; siento sus resoplidos en la oreja. Hasta entonces s¨®lo hab¨ªa visto a ese tipo de s¨¢dicos en las caricaturas pol¨ªticas, y no habr¨ªa pensado nunca que existieran en realidad. El tipo sonre¨ªa burlonamente y no dejaba de resoplar. El asco f¨ªsico rompe la ilusi¨®n del sue?o; recupero la lucidez y con ella el miedo: se arrastra por mi piel y me aprieta las entra?as.

Entonces, para mi asombro, me escucho decir: "Escuche, Bol¨ªn, si tiene la intenci¨®n de matarme, ll¨¦veme arriba; no lo haga delante de Sir Peter".

Muchas veces me he preguntado si esa frase, que tal vez me salv¨® la vida, la dije por consideraci¨®n hacia Sir Peter o sencillamente por el deseo de ganar tiempo. No cabe duda de que fue una mezcla de las dos cosas, aunque creo que la segunda fue la fundamental.

"?C¨¢llese!", repiti¨® Bol¨ªn; pero hab¨ªa una huella de indecisi¨®n en su voz. Lo siguiente que recuerdo es a Sir Peter discutiendo con Tom¨¢s Bol¨ªn. Le ped¨ªa que hablaran a solas cinco minutos en la habitaci¨®n contigua. El se?or Bol¨ªn sonre¨ªa ir¨®nicamente, pero acab¨® por ceder. Los dos pasaron a la otra habitaci¨®n. El capit¨¢n Bol¨ªn revis¨® la complicada atadura de mis manos y luego los alcanz¨®. La puerta estaba entreabierta. Los tres hombres tuvieron una breve discusi¨®n. Era evidente por sus gestos que Sir Peter interced¨ªa en mi favor, pero era igual de evidente que no ten¨ªa mucho ¨¦xito.

No me dejaron acercarme.

"?Qu¨¦ sucede?", grit¨¦ a trav¨¦s de la puerta abierta.

Salieron, y Sir Peter dijo con calma:

"Parece que no hay problema conmigo, pero s¨ª contigo".

Luego nos llevaron.

A¨²n hoy ignoro qu¨¦ fue lo que disuadi¨® al capit¨¢n Bol¨ªn de matarme en el acto: ?le habr¨¢n hecho reflexionar mis palabras sobre la responsabilidad que se echaba encima al fusilar a un periodista extranjero bajo un techo en el que ondeaba la bandera brit¨¢nica? ?O fue que el se?or de la boina roja y las fotos obscenas decidi¨® finalmente intervenir?

Pensar que uno le puede deber la vida a unas tarjetas postales guarras levanta verdaderamente el ¨¢nimo.

Arthur Koestler (izquierda), detenido en M¨¢laga en 1937. En la otra imagen, al llegar a Londres.
Arthur Koestler (izquierda), detenido en M¨¢laga en 1937. En la otra imagen, al llegar a Londres.

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