Cardos y cardenales
La Almudena ha sido en los ¨²ltimos meses el centro de atenci¨®n no s¨®lo para los madrile?os que la miran como catedral propia, por fin lograda tras un siglo de r¨¦mora y espera, sino tambi¨¦n para quienes se solazan admirando sedas y opalandas, bodas reales y exposiciones art¨ªsticas. La complejidad del acontecimiento ha suscitado m¨²ltiples comentarios porque era a la vez celebraci¨®n de la eucarist¨ªa, sacramento del matrimonio, circunstancia que por sus esperadas consecuencias afianza la monarqu¨ªa espa?ola y espect¨¢culo de masas, ganosas de todo lo que rompa la diaria rutina y confiera alg¨²n realce a la inercia acostumbrada.
All¨ª estuvo, aunque no colgado presidiendo, el Cristo de los cardos de Viladomat (1913-1994). Con ¨¦l y por otras adyacencias ha surgido la pol¨¦mica sobre arte y religi¨®n, celebraci¨®n eucar¨ªstica y acompa?amiento musical, Iglesia y sensibilidad creativa contempor¨¢nea. La Iglesia, que fue siempre amiga del arte y hogar de los grandes creadores, ?ha dejado de serlo? ?D¨®nde est¨¢n hoy los Giotto, Mantegna y Miguel ?ngel, Gr¨¹newald, Rembrandt y Durero, Zurbar¨¢n, Vel¨¢zquez y Goya, que dieron lo mejor de s¨ª en obras de motivo religioso?
Hay dos cuestiones previas. ?Ha encontrado la experiencia humana contempor¨¢nea su real trascripci¨®n en el arte? Desde Picasso, ?vamos encaminados hacia el centro o seguimos v¨ªctimas de lo que H. Sedlmayr en libro cl¨¢sico Verlust der Mitte caracteriz¨® como s¨ªntoma y s¨ªmbolo del siglo XX? Y si la sociedad humana est¨¢ a la b¨²squeda de reales voces expresivas de s¨ª misma, ?es extra?o que la dimensi¨®n religiosa, la existencia cristiana y la comunidad eclesial vivan tambi¨¦n en desierto de formas y figuras, signos y trazos que digan su misterio, que interpreten al hombre en sus desv¨ªos o v¨ªas hacia Dios, y a Dios en su b¨²squeda del hombre?
En medio de esta traves¨ªa del desierto hay algo sorprendente que da que pensar: la figura de Cristo ha sido el rostro permanente que ha acompa?ado la fe sudada y la esperanza ag¨®nica del siglo XX. Previamente tendr¨ªamos que recordar c¨®mo su nombre y su destino, caminos de vida y muerte, son lo m¨¢s representado en toda la historia. S¨®lo a distancia puede compar¨¢rsele Buda, de quien han quedado pocos recuerdos revividos en el arte, frente a la complejidad de motivos que ¨¦ste ha encontrado en cada uno de los pasos de Cristo. La ra¨ªz es de fondo: Buda es un personaje del pasado al que se recuerda situado all¨ª. De Cristo, en cambio, se recuerdan m¨²ltiples hechos y escenas, nacimiento y milagros, profetas y ap¨®stoles, reyes y visitaciones, proceso y cruz, resurrecci¨®n y Ema¨²s. Pero ¨¦l ha sido pensado, amado y pintado como un viviente. ?sa es la fuerza que lo ha convertido en permanente principio creador y no s¨®lo en mero sujeto de vieja historia.
El Cristo de los cardos se sit¨²a al final de una larga historia de Cristos hisp¨¢nicos: los cl¨¢sicos del XVI (Greco, Zurbar¨¢n, Vel¨¢zquez...), del siglo XIX (Goya...) y del XX (Dal¨ª...). Se sit¨²a a la vez en la caravana de tantos pintores que durante el siglo XX han iniciado en Europa una nueva lectura de Cristo como expresi¨®n y altavoz del destino humano, comenzando por los precursores (Gauguin, James Ensor, Lovis Corinth). Vino luego el expresionismo con los grandes nombres de E. Nolde, E. Barlach, Schmidt-Rottluff, O. Kokoschka, G. Rouault... centrados en la pasi¨®n y redenci¨®n. ?Hay algo m¨¢s atenido a la tierra y aterrado que el Ecce homo de Rouault, pero a la vez m¨¢s revelador de la inocencia y transcendencia? As¨ª tendr¨ªamos que seguir hasta nuestros d¨ªas con aquellos que han buscado las huellas de signos sagrados (A. T¨¤pies, W. Pichler...) o han situado a Cristo en el contexto del absurdo (M. Beckmann, M. Ernst, G. Sutherland, Francis Bacon).
?Por qu¨¦ los hombres queriendo decir su gozo o su desesperaci¨®n, su vida o su muerte, su sangre o victoria, han pronunciado el nombre de Cristo? Le han invocado con palabras o silencio, en amor o en provocaci¨®n. Cristo, ?es naturaleza o cultura? La obra de Viladomar parece situar a Cristo en la agria floraci¨®n de flores y ramas vegetales, sin sudor ni sangre, con un dormido sue?o pl¨¢cido de quien se siente acogido en la naturaleza, aun cuando ¨¦sta sean cardos y cardenchas. El musgo y la tierra, el terr¨®n y la humedad parecen su lugar propio. ?Donde el dolor y la sangre, la desolaci¨®n y el grito de "Dios m¨ªo, por qu¨¦ me has abandonado"? ?Donde la conexi¨®n con la violencia y el pecado de los hombres, la brutalidad de una historia de traiciones, desgarros, clavos y crucifixiones? ?Es pensable un resucitado que no deje transparecer al crucificado?
Durante los ¨²ltimos meses medio mundo ha visto la pel¨ªcula de Mel Gibson La pasi¨®n de Jes¨²s. Aqu¨ª hemos asistido a todo lo contrario. No a la placidez de flores y cardos silvestres, sino a la crueldad de los golpes, las heridas y los cardenales, infligidos "por" los hombres y padecidos "para" los hombres. Se abr¨ªa justamente con un texto del profeta Isa¨ªas (53,5) que sit¨²a todo lo que el espectador va a contemplar. "?l ha sido herido por nuestras rebeld¨ªas, molido por nuestras culpas. ?l soport¨® el castigo que nos trae la paz. Y con sus cardenales hemos sido curados".
Tanto dolor, cadenas, ruido ensordecedor, l¨¢tigos y flagelaciones, ?reflejan mejor o peor el misterio de Cristo? ?Por qu¨¦ esta pel¨ªcula ha fascinado y horrorizado a la vez a tantas gentes? Ha fascinado porque all¨ª sufre un hombre y con ¨¦l asistimos a la muerte violenta de todos los pobres, esclavos, condenados, humillados y aniquilados de la tierra; porque al comprobar las consecuencias del pecado, cada uno nos descubrimos pecadores. Quien no est¨¦ convencido de ello lea la Balada de la c¨¢rcel de Reading, de Oscar Wilde. Ha fascinado porque era la muerte de un hombre que no respond¨ªa a la violencia con violencia, sino con amor, devolv¨ªa la traici¨®n en entrega y pon¨ªa su muerte para vida del mundo. Ha fascinado finalmente porque en su faz se transparece la faz de Dios solidario del destino de los hombres, no actuando contra ellos, sino respetando sus decisiones y padeci¨¦ndolas para superarlas desde dentro. Que el poder supremo sea capaz de sufrimiento y compasi¨®n y que el m¨¢ximo pueda ser el ¨ªnfimo, ¨¦sa es la clave de la fascinaci¨®n que el crucificado seguir¨¢ ejerciendo a lo largo de toda la historia. Lutero repet¨ªa: el que est¨¢ bajo los golpes del flagelo es el creador; el m¨¢ximo es aqu¨ª el m¨ªnimo (infimus homo et summus Deus: WA 43,579).
?Por qu¨¦ ha horrorizado la pel¨ªcula de Gibson? Por la desproporci¨®n de aspectos, por la concentraci¨®n en el dolor como si eso fuera el centro del Nuevo Testamento, por la desconexi¨®n entre el mensaje de Jes¨²s y su muerte, por la d¨¦bil relaci¨®n instaurada entre el hecho de su crucifixi¨®n y la proclamaci¨®n de la resurrecci¨®n, por la tentaci¨®n impl¨ªcita de religar el mucho dolor de Cristo con el perd¨®n de los pecados como si fuera exigido por Dios, lo cual ser¨ªa m¨¢xima blasfemia. Pero, ?se puede pedir todo (historia, belleza, confesi¨®n de fe...) a una obra de arte?
La cuesti¨®n m¨¢xima: ?es posible hoy el arte religioso, el arte cristiano? Si es posible la fe, deber¨¢ ser posible que ella encuentre los cauces expresivos. Pero no siempre encontramos las palabras necesarias para decir lo que somos. Y con el asombro viene el silencio ante Dios redescubierto en su santidad, lejan¨ªa e incomparabilidad a la vez que en su inmanencia a nuestro ser y destino. Esto es lo que nos crea dificultad para tener palabras verdaderas, signos eficaces y caminos que nos lleven hacia ¨¦l. Por eso hoy, cuanto m¨¢s tenues sean los significantes, m¨¢s verdadero aparecer¨¢ lo significado; y cuanto m¨¢s densidad tengan las mediaciones, m¨¢s tentaci¨®n tienen de convertirse en ¨ªdolos. A la vez que confesamos la encarnaci¨®n hay que mantener siempre la distancia infinita entre Dios y el hombre. Por eso, en el arte, lo m¨¢s fiel para acercar Dios al hombre es la m¨²sica (y Bach, el m¨¢s sublime evangelista en el arte), luego la pintura, tras ella viene la escultura y finalmente el cine. Cuanto m¨¢s espesor e inmediatez sensitiva tienen los signos empleados -y ¨¦ste es el caso del cine- mayor es el peligro de quedarse en ellos, sin transcenderlos. Pero tambi¨¦n son mayores las posibilidades, cuando el que las utiliza es un genio. Invito a ver la pel¨ªcula de C. Th. Dreyer, La Palabra (Ordet), quiz¨¢ la m¨¢s sublime creaci¨®n de la pantalla (1954). All¨ª, la transcendencia sagrada se hace palabra y presencia viva justamente desde la cotidianidad absoluta y con unos medios m¨ªnimos: una granja, un cuarto de estar, la vida de una aldea, la memoria de Cristo. En Dreyer hablaban Kierkegaard y el propio Lutero, quien en su edici¨®n de la Biblia de 1545 imprim¨ªa en cursiva como texto clave la cita de Is. 53, 5 que Gibson eligi¨® como lema.
Ni el Cristo de los cardos (naturaleza-hombre) ni el Cristo de los cardenales (cultura-sociedad) son capaces de desvelar el misterio de aquel en quien los humanos hemos adivinado la conjunci¨®n amorosa de Dios y el hombre, la misericordia y la esperanza, el pecado a la luz del perd¨®n. ?Qu¨¦ ser¨ªa de nosotros sin la misericordia de Cristo?, titula su libro un laureado autor franc¨¦s. Esos Cristos sucesivos de los artistas nos van siendo necesarios para no olvidar a aquel de quien se dijo: "He ah¨ª al hombre" y de quien los cristianos hemos confesado: "He ah¨ª a Dios". Uno de los puntos cumbres de esa interpretaci¨®n del enigma la llev¨® a cabo Vel¨¢zquez con su Cristo blanco, vencedor de la negra muerte. Con asombro le preguntaba Unamuno: "?Por qu¨¦ ese velo de cerrada noche / de tu abundosa cabellera negra / de nazareno cae sobre tu frente?".
Las respuestas a esta pregunta han ido siendo distintas; pero incesantes son los sucesivos empe?os literarios y art¨ªsticos, teol¨®gicos y antropol¨®gicos por alcanzar una respuesta, porque en ella nos va el sentido mismo de nuestra existencia.
Olegario Gonz¨¢lez de Cardedal es catedr¨¢tico de la Facultad de Teolog¨ªa en Salamanca y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Pol¨ªticas.
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