La autopista del este
Siempre que llegan estas fechas me acuerdo de un relato de Julio Cort¨¢zar, un cuento que forma parte del volumen Todos los fuegos el fuego. Como saben los incondicionales del escritor argentino, en ese libro se re¨²nen algunas de sus mejores narraciones, esas que tanto sorprendieron y que nos lo mostraron como un entom¨®logo de lo real, como un examinador de la vida ordinaria que nos acaece. Todos los fuegos el fuego se public¨® en 1965 en la editorial Sudamericana y a¨²n no lo hemos olvidado. Por ese libro y por otros que le siguieron, queremos tanto a Julio... Ustedes me perdonar¨¢n esta expansi¨®n: los cuentos de Cort¨¢zar son un deslumbramiento de la adolescencia que ya no se extingue. Pues bien, regreso al relato que les mencionaba y les dir¨¦ que su t¨ªtulo es La autopista del sur, un relato que inspir¨® una pel¨ªcula de Jean-Luc Godard (Weekend, 1967). Como recordar¨¢n, esta narraci¨®n trata del viaje, del viaje meridional que inician unos automovilistas franceses cuando, dispuestos a emprender las vacaciones estivales, toman la carretera y, por alguna raz¨®n que nunca sabremos, se tropiezan con un monumental atasco.
La detenci¨®n en aquella autopista ser¨¢ prolongada, duradera, y poco a poco, con t¨ªmidos avances, iremos conociendo a los personajes en sus gestos, en sus reacciones, haci¨¦ndosenos literalmente familiares: el ingeniero del Peugeot 404, la muchacha del Dauphine, el hombre p¨¢lido del Caravelle, los jovencitos del Simca, las monjas del 2HP, los campesinos felices del Ariane, el soldado del Volkswagen, los ancianos del ID Citr?en y los hombres del Taunus. "No atardec¨ªa nunca, la vibraci¨®n del sol sobre la pista y las carrocer¨ªas dilataba el v¨¦rtigo hasta la n¨¢usea", leemos. El atasco se hace efectivamente interminable y las premuras de los viajeros se enfrentan a la realidad, a una demora que en principio se juzga intolerable. Ahora bien, la tardanza en llegar a los destinos les obliga a atemperar sus respectivos apremios y a mirarse, un poco como suced¨ªa en La l¨ªnea de sombra, de Joseph Conrad, una narraci¨®n en la que el protagonista urgente tambi¨¦n se ve¨ªa obligado a detenerse y a examinarse en medio de la calma chicha.
En la autopista de Cort¨¢zar corren los rumores y alg¨²n chismoso, alg¨²n correveidile transmite las novedades, la causa probable del atasco, pero sobre todo los viajeros parecen aceptar resignadamente que aquello va para largo, que deber¨¢n pasar la noche al raso y otra noche y otra noche m¨¢s... A pesar de la estaci¨®n, hace fr¨ªo y los automovilistas har¨¢n acopio de abrigos, de mantas, de avituallamiento, de provisiones, en fin. As¨ª hasta que por alguna raz¨®n el embotellamiento se descongestiona: "El grupo se dislocaba, ya no exist¨ªa", se nos dice, y las repentinas solidaridades y rencillas que el hecho excepcional hab¨ªa provocado se disolv¨ªan. Ahora bien, c¨®mo olvidar las rutinas ya establecidas, la vida comunitaria en la que pod¨ªan mirarse los unos a los otros: por eso el narrador nos confiesa que alg¨²n personaje "absurdamente se aferr¨® a la idea de que a las nueve y media se distribuir¨ªan los alimentos, habr¨ªa que visitar a los enfermos". Pero ya no exist¨ªa la caravana interminable, ya no hab¨ªa ese embotellamiento, y todos, absolutamente todos, reemprend¨ªan el viaje a gran velocidad, a ochenta por hora, y s¨®lo eran "autos desconocidos donde nadie sab¨ªa nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia delante, exclusivamente hacia delante".
Cuando Cort¨¢zar escrib¨ªa ese cuento, a mediados de los sesenta, la vida de apuro automovil¨ªstico s¨®lo estaba empezando y las autopistas francesas a¨²n eran calzadas sin excesivos atascos, como las espa?olas, como esa Autopista del Mediterr¨¢neo, despejada, reci¨¦n inaugurada, que daba un aire de modernidad y dinamismo a la Espa?a agropecuaria de posguerra. Los rutilantes coches que entonces surcaban las carreteras eran Dauphines y Simcas, pero tambi¨¦n Renaults, alg¨²n Citr?en hidr¨¢ulico y, por supuesto, los inevitables Seats. Carec¨ªan de los sistemas de seguridad con que hoy est¨¢n dotados nuestros veh¨ªculos, no alcanzaban grandes velocidades, y bajo su carrocer¨ªa la sofocaci¨®n amenazaba a los pasajeros. Pero los pilotaban orgullosos conductores que tocaban el claxon, hac¨ªan rugir sus motores y accionaban sus frenos con pitido de neum¨¢ticos. Tener un veh¨ªculo, un modesto Seiscientos, por ejemplo, era el s¨ªmbolo de una prosperidad menesterosa, la prueba material de que ya no se padec¨ªa el vejamen de la miseria y el hambre, la pesadumbre y la estrechez.
Ahora, casi cuarenta a?os despu¨¦s del cuento de Cort¨¢zar y de aquella Espa?a raqu¨ªtica e ineficiente que glos¨® Gil de Biedma en un c¨¦lebre poema, las cosas parecen haber cambiado portentosamente: nuestro parque m¨®vil se ha renovado y fastuosos autos de formidables prestaciones atraviesan la Autopista del Mediterr¨¢neo, autos al frente de los cuales hay tipos prudentes que respetando las limitaciones de velocidad protegen su vida y la de sus familiares. Si miramos a nuestra izquierda, por la ventanilla lateral, vemos, sin embargo, a otros conductores despiadados y engre¨ªdos que pasan a toda velocidad, a doscientos por hora, conductores que pilotan sus veh¨ªculos pavone¨¢ndose de sus cilindros, mirando fijamente hacia delante, exclusivamente hacia delante. Los vemos vanidosos, pr¨®speros, seguros, dando volantazos, amenazando, haciendo se?ales luminosas para desplazar al prudente, salvando toda distancia, zamp¨¢ndose a ese coche rezagado que entorpece el carril de aceleraci¨®n, ese coche tardo que s¨®lo se mueve a ciento sesenta. Mientras tanto, la pareja de la Guardia Civil se desplaza a una carretera comarcal y se parapeta tras un seto, dispuesta a sorprender a quien sobrepasa un quince por ciento el l¨ªmite de velocidad; mientras tanto, los expertos dictaminan sobre lo obvio. En fin, sean prudentes.
Justo Serna es profesor de Historia Contempor¨¢nea de la Universidad de Valencia.
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