Como una piedra
Fuimos de peregrinaci¨®n, no por la Higway 61, sino por una menos m¨ªtica y con atascos, la Nacional II. Quer¨ªamos llegar con tiempo a la celebraci¨®n, a la misa cantada por el jud¨ªo que se encontr¨® con el ojo de Dios, que se arrodill¨® ante el Papa y que sigue siendo un gur¨² de nuestras mitolog¨ªas de moros/jud¨ªos viviendo entre los cristianos; ten¨ªamos la confianza de repetir las viejas oraciones que aprendimos cuando ¨¦ramos adolescentes. Las canciones de Dylan fueron, todav¨ªa lo son, para varias generaciones unos rezos que cambiaron nuestras m¨²sicas, nuestras letras; nos quitaron religi¨®n, pero no terminaron, al contrario, con nuestras dudas, nuestras preguntas. Nos llevaron a otras luces, otras sombras. Nos hicimos m¨¢s preguntas, aunque sab¨ªamos que la respuesta no era f¨¢cil, era vol¨¢til, estaba en el viento. Y el viento pasaba de contestarnos. Por todo eso, y por mucho m¨¢s, acudimos al palacio arzobispal de Alcal¨¢, a ese maravilloso entorno que conoci¨® nuestras rabonas de bachilleres, lugar central de la historia de Espa?a imperial y decadente. All¨ª, en los huertos del palacio, entre cig¨¹e?as protegidas por el Patrimonio, entre murallas y campanarios, en una clara noche castellana, volv¨ªamos a Dylan como el que volv¨ªa a Regi¨®n. En el altar, presidido por un enorme ojo coronado, que ya no nos abruma, que nos recuerda al ojo dise?ado por un dios desconocido, por un dios de dise?o, por un dios que se mueve entre el country y el rock y que ya no provoca aquellos miedos del que todo lo ve¨ªa.
Sali¨® al escenario el celebrante, de negro y sombrero vaquero de sal¨®n del Oeste, sin saludar, sin sonre¨ªr, sin hablar, sin guitarra y con un buen grupo de monaguillos que se sab¨ªan la misa a la perfecci¨®n. Con sus teclados, su arm¨®nica m¨ªtica, su voz de incre¨ªble registro, nos tuvo dos horas esperando al Dylan de anta?o. No apareci¨®. Aquel Dylan ya s¨®lo existe en nuestros recuerdos. El otro, el de ahora, es un nuevo sacerdote, todav¨ªa nos permite mantener cierta fe, pero ya no nos hace comulgar como entonces. Nosotros, los de ahora, tambi¨¦n hemos cambiado. Era cierto que los tiempos estaban cambiando, que han cambiado, aunque no tengamos claro que era ¨¦ste el cambio que so?amos cuando fuimos tan j¨®venes, tan ilusos. Algunas canciones eran las mismas, aunque sus nuevos envoltorios ya no eran los de entonces. No eran peores, eran otros. Nosotros tambi¨¦n. ?Verdad, Jos¨¦ ?lvarez Junco, que a pesar de todo merec¨ªa la pena estar en esa celebraci¨®n, en esa misa civil que nos volv¨ªa a recordar que la nostalgia ya no es la que era? Lleg¨® la medianoche, concedi¨® la propina de dejarnos cantar Like a rolling stone y fuese. Sin concesiones, sin simpat¨ªa por esos pobres diablos que all¨ª est¨¢bamos congregados. Se fue el gur¨² con 30 millones m¨¢s, me alegro por la parte que le toca a mi admirado Gay Mercader, el hombre que nos puso en el circuito de los Rolling Stones, mucho menos p¨¦treos, y de otros de nuestros santos civiles.
A Dylan le ofrecieron comer en un restaurante, el que quisiera, en una ciudad que, la verdad, no ofrece demasiadas alegr¨ªas culinarias; el profeta dijo que s¨®lo se desplazar¨ªa a un restaurante en compa?¨ªa de los suyos. Sin ning¨²n comensal que no fuera de su trouppe. No pod¨ªa ser. Se le mont¨® un comedor privado en las dependencias del palacio; se le ofrecieron cocineros, viandas, bebidas. Tampoco pudo ser. No, ellos a sus refrescos, a sus hamburguesas, a sus perritos calientes. Esa voz que parece rota por el bourbon, por las nocturnidades y los excesos, no quiere que la realidad del mito sea fotografiada, espiada, conocida en sus momentos de placer ante una botella de coca-cola y un hot dog. ?l se cuida, no quiere entrevistas, fotos, pero no puede impedir que nuestra imaginaci¨®n trabaje. No puede impedir que construyamos una imagen tan ins¨®lita como posible. En ese palacio que habitaron emperadores, reyes y cardenales; en ese lugar que conoci¨® los gritos del heredero hechizado, los excesos, los acuerdos y desacuerdos de los poderosos. En ese lugar de antiguas celebraciones, de intrigas hist¨®ricas y de grandes banquetes, de sonoros nombres de nuestra historia, tambi¨¦n ser¨¢ para nuestros recuerdos el lugar donde Dylan se comi¨® una hamburguesa.
Cuando sal¨ªamos de la noche de Dylan en el palacio; cuando, nosotros s¨ª, busc¨¢bamos lugares para la copa y la charla, record¨¦ que aquel impresionante edificio tambi¨¦n fue seminario. Lugar de rezos y pecados de muchos adolescentes en los tiempos de la necesidad o la vocaci¨®n. Por all¨ª paseaban, ordenados, educados y oscuros, aquellos j¨®venes adolescentes que tanto nos sorprend¨ªan a los otros, a los de fuera de sus muros, a los que cambi¨¢bamos sus rezos por las canciones de Dylan. Despu¨¦s llevaron a Dylan, a sus canciones con preguntas al viento, a las iglesias de los curas de barrio, de los curas rojos que quisieron hacernos volver a sus ritos edulcorando las canciones del jud¨ªo.
Con su concierto, una vez m¨¢s, Dylan nos devolvi¨® a los tiempos en que los adolescentes nos escap¨¢bamos de las iglesias. Ahora, unas d¨¦cadas despu¨¦s, el viejo Bob ha conseguido llevarnos otra vez al huerto.
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