Razones contra la excepci¨®n cultural
Dos son los argumentos principales que utilizan los defensores de la excepci¨®n cultural, a saber:
A) Que los bienes y productos culturales son distintos a los otros bienes y productos industriales y comerciales y que por lo mismo no pueden ser librados, como estos ¨²ltimos, a las fuerzas del mercado -a la ley de la oferta y la demanda-, porque, si lo son, los productos bastardos, inaut¨¦nticos, chabacanos y vulgares terminan desplazando en la opini¨®n p¨²blica (es decir, entre los consumidores) a los m¨¢s valiosos y originales, a las aut¨¦nticas creaciones art¨ªsticas. El resultado ser¨ªa el empobrecimiento y degradaci¨®n de los valores est¨¦ticos en la colectividad. Dependiendo s¨®lo del mercado, g¨¦neros como la poes¨ªa, el teatro, la danza, etc., podr¨ªan desaparecer. Por tanto, los productos culturales requieren ser exceptuados del craso comercialismo del mercado y sometidos a un r¨¦gimen especial.
B) Los productos culturales deben ser objeto de un cuidado especial por parte del Estado porque de ellos depende, de manera primordial, la identidad de un pueblo, es decir, su alma, su esp¨ªritu, aquello que lo singulariza entre los otros y constituye el denominador com¨²n entre sus ciudadanos: sus patrones est¨¦ticos, su identificaci¨®n con una tradici¨®n y una manera de ser, sentir, creer, so?ar, en suma el aglutinante moral, intelectual y espiritual de la sociedad. Librada al mercantilismo codicioso y amoral esta identidad cultural de la naci¨®n se ver¨ªa fatalmente mancillada, deteriorada, por la invasi¨®n de productos culturales for¨¢neos -seudoculturales, m¨¢s bien-, impuestos a trav¨¦s de la publicidad y con toda la prepotencia de las transnacionales, que, a la corta o a la larga, perpetrar¨ªan una verdadera colonizaci¨®n del pa¨ªs, destruyendo su identidad y reemplaz¨¢ndola por la del colonizador. Si un pa¨ªs quiere conservar su alma, y no convertirse en un zombie, debe defender su identidad preservando sus productos culturales de la competencia y de la aniquiladora globalizaci¨®n.
No pongo en duda las buenas intenciones de los pol¨ªticos que, con variantes m¨¢s de forma que de fondo, esgrimen estos argumentos en favor de la excepci¨®n cultural, pero afirmo que, si los aceptamos y llevamos a su conclusi¨®n natural la l¨®gica impl¨ªcita en ellos, estamos afirmando que la cultura y la libertad son incompatibles y que la ¨²nica manera de garantizar a un pa¨ªs una vida cultural rica, aut¨¦ntica y de la que todos los ciudadanos participen, es resucitando el despotismo ilustrado y practicando la m¨¢s letal de las doctrinas para la libertad de un pueblo: el nacionalismo cultural.
Advi¨¦rtase lo profundamente antidemocr¨¢tico que es el primero de estos argumentos. Si se respeta la libertad del hombre y la mujer comunes y corrientes la cultura est¨¢ perdida, porque, a la hora de elegir entre los bienes culturales, aqu¨¦llos eligen siempre la bazofia: leer El c¨®digo da Vinci, de Don Brown, en vez Cervantes, e ir a ver SpiderMan en vez de La mala educaci¨®n. As¨ª, pues, como el p¨²blico en general es tan poco sutil y riguroso a la hora de elegir los libros, las pel¨ªculas, los espect¨¢culos, y sus gustos en materia de est¨¦tica son execrables, es preciso orientarlo en la buena direcci¨®n, imponi¨¦ndole, de una manera discreta y que no parezca abusiva, la buena elecci¨®n. ?C¨®mo? Penalizando a los malos productos art¨ªsticos con impuestos y aranceles que los encarezcan, por ejemplo, o fijando cupos, subsidios y rentas que privilegien a las genuinas creaciones y releguen a las mediocres o nulas. ?Y qui¨¦nes ser¨¢n los encargados de llevar a cabo ese delicad¨ªsimo discrimen entre el arte integ¨¦rrimo y la basura? ?Los bur¨®cratas? ?Los parlamentos? ?Comisiones de artistas eximios designadas por los ministerios? El despotismo ilustrado versi¨®n siglo veintiuno, pues.
El otro argumento conlleva consecuencias igualmente nefastas. La sola idea de identidad cultural de un pa¨ªs, de una naci¨®n, adem¨¢s de ser una ficci¨®n confusa, conduce inevitablemente a justificar la censura, el dirigismo cultural y la subordinaci¨®n de la vida intelectual y art¨ªstica a una doctrina pol¨ªtica: el nacionalismo. La cultura de un pa¨ªs como Francia o como Espa?a no puede resumirse en un canon o tabla de valores y de ideas de las que todas las obras art¨ªsticas e intelectuales producidas en su seno ser¨ªan expresi¨®n y sustento coherente. Por el contrario, la riqueza cultural de esos dos pa¨ªses est¨¢ en su diversidad contradictoria, en la existencia, en ellos, de tradiciones, corrientes y creadores y pensadores re?idos entre s¨ª, que representan visiones del mundo y del arte que se repelen la una a la otra, y en el universalismo que esas obras alcanzaron en sus momentos m¨¢s altos gracias a que fueron concebidas sin el cors¨¦ de un horizonte localista o nacional y -como ocurre con el Quijote, con Baudelaire, con el Tirant lo Blanch, con Proust, con el Greco y Goya y Vel¨¢zquez y La Tour, Toulouse Lautrec, Matisse, Gauguin, y tantos otros- fueron por ello mismo entronizadas como representaciones est¨¦ticas donde pod¨ªan reconocerse los seres humanos de cualquier tiempo o cultura.
Esas obras no hubieran sido posibles dentro de las fronteras nacionales que presupone la noci¨®n aberrante de una identidad cultural colectiva. Ni siquiera la lengua puede ser considerada un campo de concentraci¨®n para la vida cultural, porque, por fortuna -y, gracias a la globalizaci¨®n, este proceso se ir¨¢ extendiendo cada vez m¨¢s- casi todas las lenguas desbordan las fronteras o varias lenguas conviven dentro de una naci¨®n, y hay entre artistas una movilidad que les permite cada vez m¨¢s elegir su propia tradici¨®n y su propio pa¨ªs espiritual, de modo que querer convertir a una lengua en una se?a de identidad cultural de un pueblo es tambi¨¦n otro artificio ideol¨®gico. Si la misma idea de naci¨®n -un concepto decimon¨®nimo que ha perdido estabilidad y aparece cada vez m¨¢s diluido a medida que las naciones se van integrando en grandes mancomunidades- resulta en nuestros d¨ªas bastante relativo, la de una cultura que expresar¨ªa la esencia, la verdad an¨ªmica, metaf¨ªsica, de un pa¨ªs, es una supercher¨ªa de ¨ªndole pol¨ªtica que, en ver-dad, tiene muy poco que ver con la verdadera cultura y s¨ª, en cambio, con aquel "esp¨ªritu de la tribu" que, seg¨²n Popper, es el gran lastre para alcanzar la modernidad.
Francia y Espa?a han avanzado ya demasiado en lo relativo a la cultura democr¨¢tica para que sus ciudadanos, que a veces se dejan seducir por la demagogia y el chovinismo escondidos en los espejismos de la excepci¨®n cultural, acepten lo que ser¨ªan las consecuencias pr¨¢cticas de semejante propuesta: una vida cultural regimentada por bur¨®cratas o artistas y escritores instrumentales, en la que todo lo extranjero ser¨ªa considerado un desvalor, y todo lo nacional, el valor est¨¦tico supremo. De manera que, en t¨¦rminos pr¨¢cticos, probablemente toda la alharaca que en estos dos pa¨ªses rodea a la pol¨ªtica de la excepci¨®n cultural s¨®lo desemboque en que unos cuantos artistas reciban los subsidios que piden y, con el pretexto de proteger los bienes culturales, los bur¨®cratas perpetren m¨¢s derroches que los consabidos. Poca cosa, a fin de cuentas, si toda la excepci¨®n cultural no pasa de eso, y en ambos pa¨ªses se respeta la libertad, el Estado no se mete a sustituir a los consumidores a la hora de elegir los productos culturales, y ¨¦stos siguen sometidos al juego de la oferta y la demanda con las m¨ªnimas interferencias posibles.
Es verdad que los productos culturales son distintos a los otros. Pero lo son porque, a diferencia de una gaseosa o una nevera, en vez de desplazar en el mercado a sus competidores, les abren la puerta, los promueven. Una obra de teatro, un libro, un pintor que tienen ¨¦xito son la mejor propaganda para el arte dram¨¢tico, la literatura y la pintura y crean unas curiosidades y apetitos -unas adiccciones- que benefician a los otros artistas y escritores. El mercado no determina la calidad, sino la popularidad de un producto, y ya sabemos que ambas cosas no siempre coinciden, aunque algunas veces s¨ª. Lo que el mercado muestra es el estado cultural de un pa¨ªs, lo que el hombre y la mujer del com¨²n prefieren, y lo que rechazan, en ejercicio de un derecho que ningun gobierno democr¨¢tico puede objetar ni recortar. Querer acabar con el mercado para los bienes culturales porque el p¨²blico no sabe elegir es confundir el efecto con la causa, liquidar al mensajero porque trae noticias que nos disgustan.
Desde luego que ser¨ªa preferible que los consumidores tuvieran a veces mejor gusto a la hora de elegir un libro, un espect¨¢culo, una pel¨ªcula, un concierto, y que dieran en sus vidas mayor presencia a la cultura. ?Puede un gobierno hacer algo al respecto? Much¨ªsimo. Es la educaci¨®n, no los subsidios, lo que puede crear un p¨²blico m¨¢s culto. Pero no s¨®lo los maestros ense?an a leer, a o¨ªr buena m¨²sica, a discriminar entre lo que es arte y lo que es caricatura. Tambi¨¦n las familias, los medios de comunicaci¨®n, el entorno social en que cada ciudadano se forma. Y, qu¨¦ duda cabe, la preservaci¨®n del patrimonio es una responsabilidad central del Estado. Pero, incluso en este campo, es indispensable que los gobiernos involucren a la sociedad civil, mediante pol¨ªticas tributarias que estimulen el mecenazgo y la acci¨®n cultural. El mayor n¨²mero, no s¨®lo los funcionarios, debe decidir d¨®nde canalizar los recursos p¨²blicos y privados para promover la cultura.
Pero la obligaci¨®n primordial de un gobierno en este ¨¢mbito es crear unas condiciones que estimulen el desarrollo y la creatividad cultural y la primera de ellas es la libertad, en el m¨¢s ancho sentido de la palabra. No s¨®lo la libertad de opinar y crear sin interferencias ni censuras, sino tambi¨¦n abrir las puertas y ventanas para que todos los productos culturales del mundo circulen libremente, porque la cultura de verdad no es nunca nacional sino universal, y las culturas, para serlo, necesitan estar continuamente en cotejo, pugna y mestizaje con las otras culturas del mundo. ?sa es la ¨²nica manera de que se renueven sin cesar. La idea de "proteger" a la cultura es ya peligrosa. Las culturas se defienden solas, no necesitan para eso a los funcionarios, por m¨¢s que ¨¦stos sean cultos y bienintencionados.
? Mario Vargas Llosa, 2004. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PA?S, SL, 2004.
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