Memorias del desenfreno
El tema del Ubi sunt? halla su raz¨®n de ser tanto en la decadencia de todo como en la afirmaci¨®n impl¨ªcita de que ese todo fue una vez algo bello o poderoso. Cuando nos preguntamos acerca de la ruina en que se ha convertido cualquier lugar o persona, es forzoso remitirnos a su momento de apogeo, un esplendor que se relaciona de modo inevitable con el placer, la belleza y la vanidad mundanas. Quiz¨¢ consciente de esa decadencia, el que brilla una noche, brilla con mayor intensidad, porque sabe o intuye que un d¨ªa habr¨¢ de apagarse: la luz de la inminencia es la oscuridad del presagio. ?se es el destino de hombres y mujeres hedonistas que la ¨²ltima noche de carnaval enloquecen y adoran el instante sin sucesi¨®n. Despu¨¦s llegan la ruina y el olvido, y esa ruina y ese olvido afectan sobre todo a quienes hicieron posible que los aburridos se divirtieran, que la m¨²sica sonara, que un lugar y unos gestos dieran el tono a una ¨¦poca. El cine se ha encargado de mostrar algunas vidas de esos so?adores que, sobre el absurdo de negar la muerte o al menos la transformaci¨®n de todo, se empe?an en mantenerse en equilibrio sobre el apoteosis. As¨ª, cuando nos muestran las vidas de Steve Rubell, el art¨ªfice de Studio 54, o de Tony Wilson, el fact¨®tum de The Hacienda, percibimos enseguida que no son vidas ejemplares, pero de alg¨²n modo nos confunde que la fuga hacia adelante y el inexorable batacazo que comportan sus auges, decadencias y ca¨ªdas posean una cualidad impalpable de tr¨¢gica lucidez. Y la valoraci¨®n privilegiada de esos sujetos no se funda m¨¢s que en el absurdo del ¨¦xtasis, una suerte de misticismo del placer, revestido todo, eso s¨ª, de infantil megaloman¨ªa. Despu¨¦s llegan las ¨®rdenes de desahucio, las luces apagadas y el piquete de demolici¨®n.
LA DUE?A DEL PLACER La mujer que hizo del ocio un gran negocio
Judith Summers
Traducci¨®n de
Fernando Gar¨ª Puig
Lumen. Barcelona, 2004
447 p¨¢ginas. 19,50 euros
En esta simp¨¢tica biograf¨ªa, Judith Summers, una autora especializada en la historia de Londres, nos cuenta la vida de la mujer que cre¨® la primera sala de fiestas de esa ciudad: Anna Mar¨ªa Teresa que primero fue Imer, luego Pompeati, despu¨¦s Trento, m¨¢s tarde Cornelys (el apellido de su fama) y, por ¨²ltimo, y casi como una burla de los registros, Smith. Ese atesorar, o mejor, ese malgastar apellidos, fue habitual durante el siglo XVIII en la variopinta especie que surgi¨® en las clases medias y bajas para entretener el colosal aburrimiento que sufr¨ªan por la gracia de Dios la nobleza y las cortes europeas. Una comunidad errante de tenores, sopranos y castratos, ocultistas, alquimistas, c¨®micos, bellezas varias y, no lo olvidemos, tambi¨¦n muchos ilustrados. Quiz¨¢ los fines personales de unos y de otros fueran distintos, pero sus biograf¨ªas poseen tanto parecido como la esencia de su trabajo: entretener el gusto, el intelecto y, sobre todo, el sexo de la clase superior. Viajaban de corte en corte, impresionaban, enga?aban porque se hab¨ªan enga?ado pensando que eran iguales a sus amantes y protectores, ca¨ªan en desgracia y, si ten¨ªan suerte, reaparec¨ªan al cabo del tiempo en otro lugar, con otro talante a veces, pero siempre con otro nombre. Teresa Cornelys es un ejemplo perfecto de este grupo. Veneciana, cantante de ¨®pera, madre de una hija de Casanova (de quien pudo ser, a su vez, hermana), ascendi¨® y cay¨® en Par¨ªs, en Bayreuth y en La Haya. Cuando recala en Londres se halla en el l¨ªmite absoluto de la desgracia, pero armada de mil artima?as logra dinero y apoyo para fundar el primer lugar dise?ado de modo exclusivo para el placer de la aristocracia: Carlisle House. Cenas, bailes de disfraces, veladas de ¨®pera, meubl¨¦ enmascarado (nunca mejor dicho), el lugar se convierte en para¨ªso profano del lujo y de la diversi¨®n. La Cornelys, de modo ef¨ªmero, es la reina sin corona. En ese preciso momento, justo cuando surgen enemigos, envidiosos y acusadores, olvida que hay una realidad, o al menos, una cadena de causas y efectos que la est¨¢ asfixiando. La ca¨ªda fue muy dura, y Londres, igual que la quiso, la olvid¨®. Muy pocos se acuerdan de ella cuando, al cabo de los a?os, muere en la c¨¢rcel.
Es una idea que se puede rebatir con mil argumentos, y todos sensatos, pero en esas conductas manipuladoras, decadentes, extravagantes, de identidad dividida y por fin aniquilada, hab¨ªa mucho de ciega tenacidad, de orgullo art¨ªstico, una vida gastada con gloria y cuyo tenue silbido nos llega desde el fondo del tiempo.
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