La memoria huele a linimento
La canci¨®n que sonaba en el pantal¨¢n de madera, antes de embarcar rumbo a Kylini, me llev¨® al olor a linimento de aquellos d¨ªas de la juventud cuando uno de mis placeres consist¨ªa en lamerme el sudor que me bajaba por la frente, me cegaba los ojos y se deten¨ªa en los labios despu¨¦s de dos horas de gimnasio. Hubo un tiempo en que quise ser atleta. Ejecutaba por la ma?ana varios sprints agonizantes en el campus universitario, hac¨ªa pesas, me colgaba de las anillas tratando de emular a Cristo Crucificado y cada d¨ªa contrastaba en el espejo la intensidad con que los m¨²sculos se iban marcando bajo mi sudada camiseta de Marlon Brando, versi¨®n huertana. En el vapor de la ducha colectiva se agitaban las sombras de los cuerpos de otros gimnastas y yo entonces imaginaba que el deporte era una funci¨®n m¨ªstica que me un¨ªa a una minor¨ªa selecta bajo la especie de la fortaleza, de la belleza y de la salud como un don divino. Despu¨¦s de la ducha me fumaba un cigarrillo Lucky Strike con todas las c¨¦lulas abiertas para recibir la nicotina hasta el fondo del alma, que entonces no era pecado, y luego me iba a buscar a la chica de la que estaba enamorado para llevarla a bailar bajo un emparrado o simplemente a tomar un batido de yogur en la cafeter¨ªa Kansas. De pronto hab¨ªa sonado aquella canci¨®n de Elvis Presley en el bar con velas rojas montado en el pantal¨¢n sobre la bah¨ªa de Siracusa y me sent¨ª llorar dentro de aquel lejano cuerpo que se ahog¨® en el lago de Narciso.
La gran medalla de oro consist¨ªa esta vez en lograr que no fuera a saltar todo por los aires
El linimento ya no era sagrado y los atletas no hablaban m¨¢s que de las pastillas que no daban positivo
La m¨²sica ven¨ªa de unos barracones de feria instalados en el paseo del muelle. La gente arremolinada alrededor del tiovivo ten¨ªa un dise?o de los a?os cincuenta, que tambi¨¦n me llevaba a la glorieta de Valencia donde sol¨ªa tomar el tranv¨ªa azul de las Arenas con pantal¨®n de mil rayas y camisa blanca de tergal. En aquella ¨¦poca yo me sab¨ªa hasta el ¨²ltimo detalle todas las haza?as de los campeones ol¨ªmpicos, a los que consideraba no s¨®lo superhombres sino paradigmas de una santidad laica, de una moral sin culpa, una victoria del esp¨ªritu que hab¨ªa aprendido leyendo las nupcias con el verano de Albert Camus. El escritor se refer¨ªa a aquel calor de Or¨¢n que borraba el perfil de las cosas; era el mismo cielo harinoso de la can¨ªcula de Valencia y este aire de higuera caliente que ahora respiraba en Siracusa los que me hac¨ªan sentir los latidos que daba la tierra en mis muslos hasta anular los l¨ªmites del alma.
Entonces pertenec¨ªa a mi mitolog¨ªa el negro Jesse Owens, que consigui¨® cuatro medallas de oro en los Juegos Ol¨ªmpicos de Berl¨ªn, en 1936, por lo que su victoria supuso de afrenta a la raza aria en pleno nazismo, que oblig¨® a Hitler a abandonar el palco lleno de ira. Pero en mi ¨¦poca juvenil fueron mis h¨¦roes el checo Zatopek, en los Juegos de Helsinki de 1952 y Paavo Nurmi, al que llamaban el finland¨¦s volador; recordaba a Boby Morrow, el ¨²ltimo velocista blanco que Norteam¨¦rica llev¨® a una competici¨®n ol¨ªmpica, en Melbourne en 1956, y all¨ª triunf¨® el boxeador Laszlo Paap; en los Juegos de Roma de 1960 fue el et¨ªope Abebe Bikila, que corr¨ªa descalzo el Marat¨®n y todas las pruebas de fondo quien se apoder¨® de toda mi imaginaci¨®n cuando lleg¨® vencedor a la meta instalada bajo el arco de Constantino. Con el linimento sudado se liberan las toxinas y todas las culpas del sexo, me dec¨ªa el entrenador f¨ªsico al que consideraba realmente mi director espiritual, pero fue apagarse la estrella de Abebe Bikila y entrar yo en la molicie.
Hubo un tiempo en que ser joven era viajar a Grecia, aunque uno no se moviera de casa. Bastaba con imaginarse feliz. Grecia s¨®lo era una pauta de la mente. Ahora contemplaba la bah¨ªa de Siracusa a punto de embarcar hacia el Peloponeso. La puesta de sol la hab¨ªa llenado de un oro que se licuaba sobre las manchas iridiscentes del aceite pesado de los barcos y sab¨ªa que con aquel oro se pod¨ªan fabricar innumerables medallas. Ninguna la merec¨ªa ahora, porque un buen d¨ªa dej¨¦ de someter el cuerpo a cien flexiones diarias y comenc¨¦ a entregarle todo el placer que me ped¨ªa del coraz¨®n abajo. Desde entonces he vivido en un estado de enemistad profunda con ¨¦l, hasta el punto que somos dos en perpetua lucha y esa tortura es ahora mi ¨²nica gimnasia. Finalmente mi cuerpo ha ganado la batalla, puesto que me obliga a afeitarme a oscuras o a lo sumo al amparo de una vela turbia.
En este momento de melancol¨ªa frente a la bah¨ªa de oro me vino a visitar el vino dulce de algunas palabras inconexas que recordaba de P¨ªndaro: "... t¨² que eres fiel compa?ero de las musas de rubia cabellera... ?p¨ªdeles que yo recuerde siempre Siracusa y Ortigia...! ?p¨ªdeles que el tiempo con su paso no perturbe mi gozo...!". Me qued¨¦ en aquel pantal¨¢n de madera hasta que se cerr¨® la noche y sali¨® la luna musulmana con Venus colgada del l¨®bulo de su oreja como un pendiente.
Entonces record¨¦ mi primer viaje a Grecia . El peque?o oleaje que hac¨ªa balancear la mesa iluminada por una vela roja hizo que la sombra de mi cuerpo se proyectara sobre el serr¨ªn del bar Neon, en la plaza de Omonias, en Atenas, donde un limpiabotas reinaba en medio de un espesor humano compuesto de tratantes, vendedores de mu?ecas de pl¨¢stico, popes corpulentos, ciegos cantores de loter¨ªa, se?ores de barriga con tres oleadas de carne y el restos de las cosas tambi¨¦n era grumoso en aquel local destartalado. Entonces cre¨ªa que las calles de Atenas estaban llenas de Apolos de nariz recta y rizos dorados, yo era todav¨ªa inocente, pero muy pronto comenc¨¦ a concebir que la vida arrastra un l¨¦gamo de lim¨®n podrido que alimenta no s¨®lo a los peces oscuros sino a las almas m¨¢s azules.
En aquel viaje fui a dar en el gran mercado de la carne en la calle Athinas y all¨ª vi al dios Dioniso bajo la forma de un convulso carnicero con delantal de hule descuartizando un buey con el hacha y al preguntarle qu¨¦ camino deb¨ªa tomar para la Acr¨®polis sali¨® a la calle y me se?al¨® el Parten¨®n con el dedo ensangrentado. Hab¨ªa un tr¨¢fico infernal de abrazos sudados, de gentes que se arrojaban unas contra otras en las aceras y yo atravesaba aquel bullicio llevando a¨²n en la mente las lecturas de los l¨ªricos y presocr¨¢ticos, pero a mi alrededor todo era pastoso de popes y prostitutas, de gritos de buhoneros, en medio de un descalabro de fachadas sucias, bajo infinitos cables que enmara?aban el cielo de la ?tica.
Ese camino hac¨ªa la Acr¨®polis de Atenas no era muy distinto del que yo segu¨ªa por la avenida del Puerto, en Valencia, para llegar hasta la playa de la Malvarrosa , donde hab¨ªa un Parten¨®n pintado de azulete. En la piscina del balneario de las Arenas celebraba mi particular mito de S¨ªsifo: sub¨ªa mi cuerpo con ba?ador de cordoncillo hasta el ¨²ltimo trampol¨ªn y all¨ª extasiado comprend¨ªa el absurdo de la ascensi¨®n, puesto que la chica de la que estaba enamorado no me miraba desde la grada y entonces me derrumbaba hacia el fondo del agua para volver a cargarme a m¨ª mismo hasta la cima sin comprender que aquel esfuerzo era una condena. Entonces ya hab¨ªa abandonado el atletismo. S¨®lo me sustentaba con la vanidad de ser joven y de pronto, en aquel viaje a Grecia, cuando buscando el Parten¨®n me perd¨ª en un laberinto de carnicer¨ªas, donde el espacio estaba iluminado por la luz que emit¨ªan los cerdos abiertos en carne viva y con las luminarias de corderos desollados pendientes de garfios, llegu¨¦ a comprender que la org¨ªa contiene una pureza extrema porque es la antesala de la muerte y que tan atroz era el mito como su desmitificaci¨®n.
Goethe en su viaje a Italia lleg¨® a Sicilia, no recuerdo haber le¨ªdo que estuviera en Siracusa, pero su ausencia hace que esta ciudad me sea adorable. Goehe estuvo en Castelvedrano, una peque?a ciudad del interior de la isla donde se hosped¨® ya de noche en una humilde pensi¨®n. Rendido por el cansancio durmi¨® hasta la salida del sol y durante el desayuno, antes de partir, dijo haber so?ado que unas estrellas pasaban por el techo de la habitaci¨®n. Si yo hubiera sido el due?o del establecimiento le hubiera dejado con ese recuerdo feliz, pero el ventero le dijo la verdad. Realmente no hab¨ªa so?ado. El techo de la habitaci¨®n ten¨ªa un gran agujero por donde hab¨ªa visto pasar las estrellas cuando a¨²n no se hab¨ªa dormido. So?ar en Olimpia es conocerla. Goethe descubri¨® Grecia sin llegar a ella. Los poetas Keats y Schelley murieron en el camino so?¨¢ndola. Lord Byron y Chateaubriand la alcanzaron y al conquistarla no hallaran nada que no estuviera antes en su memoria.
Cuando embarqu¨¦ con unos amigos desde Siracusa a Kylini, a otro lado del J¨®nico, era casi medianoche y el velero zarp¨® bajo el sonido todav¨ªa de las canciones que sal¨ªan de los barracones de feria a lo largo del muelle y sus melod¨ªas de antiguos boleros nos acompa?aron hasta que fueron sustituidas por el sonido de las olas golpeando las amuras del barco. Tumbado en cubierta me puse a mirar la geometr¨ªa del firmamento y pronto descubr¨ª sobre mi rostro el Tri¨¢ngulo de Verano, con la estrella Altair en el v¨¦rtice que apuntaba hacia el Poloponeso. Ignoro cuantas veces en mi vida he realizado este mismo viaje. En el ¨¢lgebra de las constelaciones estaban todos los deseos que no pude cumplir en la tierra. Incluso descubr¨ª en ellas a algunas personas tom¨¢ndose un whisky.
Al amanecer hubo delfines. Alguien en el barco puso la S¨¦ptima de Beethoven mientras el mar iba sustituyendo el color de plata vieja por el del vino rosado y los delfines ya daban saltos soleados con sus lomos de aceite. Los delfines no duermen porque est¨¢n obligados a respirar, pero tambi¨¦n sue?an. Fue una larga traves¨ªa de tres singladuras a mar abierto y cuando llegu¨¦ al peque?o puerto de Kylini hab¨ªa un bar con una parra y entre los retales de sol que filtraban sus hojas me encontr¨¦ a m¨ª mismo que ya hab¨ªa llegado hace tiempo. Estaba jugando al domin¨® con unos pescadores silenciosos que no hab¨ªan dicho palabra desde que los abandon¨® S¨®crates.
Para llegar hasta Olimpia hab¨ªa que tomar el camino de Pyrgos. Las ruinas se hallaban a 60 kil¨®metros de distancia desde la costa entre monta?as llenas de piteras y alacranes. Aquello ya era Esparta, donde antiguamente a los cuerpos que no nac¨ªan perfectos los arrojaban al barranco. No me encontraba en situaci¨®n de desaf¨ªar el destino. Ya era m¨¢s partidario de ser imperfecto, mortal y feliz dentro de la s¨¢bana. Mis amigos me animaron a que dejara la partida y siguiera viaje con ellos hasta las ruinas de Olimpia.
-No voy. All¨ª no queda nada -les dije.
-?Has ido ya al cuarto de ba?o?
-Ya.
-Anda, vamos. Est¨¢n anunciando ya la salida.
En ese momento el altavoz dec¨ªa que los pasajeros con destino a Roma ten¨ªan que embarcar por la puerta tres. Estaba en el aeropuerto de Catania arrastrando la maleta y Siracusa hab¨ªa quedado atr¨¢s. El avi¨®n estuvo detenido en la cabecera de la pista durante media hora hasta que el piloto dio el aviso para que el personal de abordo subiera las rampas de cola.
-?Qu¨¦ ha dicho? ?Que somos los ¨²ltimos de la cola? -pregunt¨¦ medio dormido.
-No seas tan pesimista -contestaron los amigos.
Realmente yo estaba a¨²n en aquel puerto del Peloponeso que no era distinto del puerto de Denia, que tambi¨¦n era Siracusa. Al llegar a casa me enter¨¦ de que se estaban celebrando realmente unos Juegos Ol¨ªmpicos en Grecia y que en los vestuarios el linimento ya no era una sustancia sagrada. Ahora los atletas no hablaban m¨¢s que de las ¨²ltimas pastillas que enmascaraban la qu¨ªmica y no daban positivo. Todo el mundo iba detr¨¢s del ¨¦xito. Un ej¨¦rcito formidable de aviones, tanques y miles de soldados y pol¨ªc¨ªas vigilaban el espacio a¨¦reo y terrestre. Dentro de esa campana neum¨¢tica se hab¨ªa establecido una paz ol¨ªmpica rodeada de scaners y metralletas. La gran medalla de oro consist¨ªa esta vez en lograr que no fuera a saltar todo por los aires, de forma que la dinamita se apoderara de la gloria de los dioses.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.