Islas
16 La ciudad de Zanz¨ªbar tiene una vida nocturna de una animaci¨®n sin equivalente en el ?frica Oriental. Aparte del bullicio de los jardines Faradani, que atrae sobre todo al turista reci¨¦n llegado, son muchos los bares y restaurantes que se concentran en la sinuosa fachada mar¨ªtima de la ciudad y calles adyacentes. Con todo, su centro, en la medida en que cuenta con una clientela asidua de gente que por una raz¨®n u otra reside en la ciudad, sigue siendo el Africa House. Ahora es tambi¨¦n restaurante, pero el ambiente no ha variado, copas y ligue, como en las terrazas del Cadaqu¨¦s de los a?os sesenta; una experiencia rejuvenecedora en el sentido de que propicia la ilusi¨®n de que el transcurso del tiempo se ha detenido. Un rato antes -el Africa House es para la ¨²ltima copa- me dirig¨ªa a pagar las cervezas a la barra del hotel Serena, cuando me encontr¨¦ a los tres camareros contemplando con el atento silencio que impone una ceremonia religiosa la escena que estaba ofreciendo la tele, en la que la pareja protagonista aparec¨ªa metida hasta la cintura en una piscina: el chico despojaba sucesivamente de sujetador y bragas a la chica para luego penetrarla frontalmente. Esper¨¦ a que arrancara otra escena y les ped¨ª la cuenta.
A diferencia de lo que sucede de noche, durante el d¨ªa son contados los visitantes que se adentran por el casco antiguo. Especialmente en los aleda?os del mercado, donde los comerciantes y artesanos se agrupan por gremios, sastres, fot¨®grafos, carpinteros, ferreter¨ªas, mercer¨ªas... Las calles aparecen atestadas, lo que obliga a adaptarse al paso de los dem¨¢s. Me pregunto si no ser¨¢ precisamente ese bullicio y el temor a los carteristas lo que ahuyenta al visitante, por m¨¢s que su cartera no corra mayor peligro que en determinados lugares de Madrid o de Par¨ªs. Al visitar un palacio convertido en centro cultural, sale a saludarnos un profesor de espa?ol, un joven que dice llamarse Al¨ª; Al¨ª Baba y los cuarenta ladrones, seg¨²n le bautiz¨® un espa?ol muy simp¨¢tico -nos cuenta- cuyo nombre era Chiquito de la Calzada.
El viajero, todo viajero, convierte tarde o temprano el viaje que realiza en un relato interior, pensado bien en funci¨®n de un destinatario concreto, bien de un destinatario ideal o hipot¨¦tico, como pudiera hacerlo un escritor. La ventaja es que, al no ser objetivado, plasmado en palabras sobre un papel, el relato interior siempre est¨¢ logrado, del mismo modo que al tararear internamente una tonadilla cualquiera la interpretaci¨®n siempre es satisfactoria. Seg¨²n sean las preferencias del viajero, el relato puede referirse sobre todo a las incidencias del viaje, o bien, a la gente que se va conociendo, sean los naturales del pa¨ªs, sean otros viajeros. O a¨²n, a una mezcla de an¨¦cdotas y de personajes. Se interpretar¨¢ entonces las vidas de ¨¦stos, su modo de ser, a partir de los pocos datos de que se dispone, llegando a conclusiones normalmente equivocadas, sin que ello tenga demasiada importancia. Ese relato interior no tarda en exteriorizarse, poni¨¦ndose de manifiesto en el comportamiento del autor, que tiende a asumir en la realidad el papel de su protagonista de acuerdo con los rasgos distintivos que ¨¦l mismo ha querido atribuirle.
Respecto a los naturales del pa¨ªs -africanos, en este caso-, se suele adoptar un papel prefigurado en cualquiera de sus variantes: el de blanco paternal y experimentado del que el negro debe esperar un trato duro pero entra?able, o, por el contrario, el de ecologista convencido, abierto a cualquier clase de experiencia mientras sea acorde con la naturaleza, o incluso el de viajero pol¨ªtica y socialmente concienciado, que sabe del maltrato que el blanco ha infligido al negro, por lo que para ¨¦l ya es mucho no recibir, en justa reciprocidad, un trato que no sea excesivamente brutal o humillante. Lo m¨¢s sencillo y aconsejable es adoptar el papel de turista que no sabe nada de nada, lo m¨¢s pr¨®ximo a la realidad, por otra parte. Las mujeres, y no deja de ser curioso comprobar hasta qu¨¦ punto es as¨ª, parecen tener muchos menos problemas a este respecto.
17 Con motivo de alguna festividad musulmana, la direcci¨®n del hotel organiz¨® en la terraza un espect¨¢culo de danzas africanas que los familiares de una pareja de novios que all¨ª se alojaba aprovecharon para anunciar el compromiso de sus respectivos v¨¢stagos. Se trataba de ¨¢rabes acomodados y modernos, en el sentido de que s¨®lo las abuelas y las mujeres de compa?¨ªa llevaban velo, y los novios -¨¦l mucho m¨¢s cohibido que ella- parec¨ªan salidos de un campus universitario norteamericano, apariencia que, probablemente, no era m¨¢s que un fiel reflejo de la realidad. Hab¨ªa m¨¢s hermanos y hermanas, a mitad de camino entre la ni?ez y la adolescencia, cuyas gorduras movedizas delataban un alto consumo de chuches. Casualmente o no, las danzas incluidas en el programa ilustraban la ceremonia de elecci¨®n de pareja celebradas por determinadas tribus del continente, y hay que decir que el efecto provocativo estaba plenamente logrado. El p¨²blico, fundamentalmente los numerosos miembros de las dos familias a los que nos hab¨ªamos unido unos pocos hu¨¦spedes, segu¨ªa atentamente los movimientos de aquellos cuerpos, mientras aqu¨ª y all¨¢, entre las voluminosas siluetas cubiertas de velos negros, surg¨ªan las c¨¢maras de v¨ªdeo a la caza del detalle. Sin embargo, al final de cada n¨²mero, la manifestaci¨®n de su entusiasmo era de lo m¨¢s comedida y los aplausos sonaban casi con frialdad, como desconcertados los cabezas de familia por el descaro de aquellas parejas as¨ª como, probablemente, por el hecho de que semejante espect¨¢culo provocativo se ofreciese ante los ojos de sus mujeres. En uno de los cabezas de familia reconoc¨ª al caballero que la noche anterior intent¨® negociar con los camareros que la cena les fuese servida en las habitaciones. Todo in¨²til. El camarero meneaba la cabeza con el j¨²bilo del que ha pillado a otro en falta. ?Est¨¢ prohibido, se?or m¨ªo; terminantemente prohibido! Como introducir bebida alcoh¨®lica en el hotel para consumirla en las habitaciones, pens¨¦ yo.
En uno de sus Diarios, Richard Burton subraya el car¨¢cter perverso de los tributos que sustentaban la administraci¨®n del sult¨¢n de Zanz¨ªbar y otras autoridades del ?frica Oriental. A mitad de camino entre el impuesto y la exacci¨®n coactiva, dichos tributos, que recaen tanto sobre los naturales del pa¨ªs como sobre el viajero, vician las relaciones humanas m¨¢s elementales entre el hombre y sus semejantes al hacer de cada uno, del modo m¨¢s arbitrario, una ocasional fuente de ingresos.
Algo de semejantes pr¨¢cticas pervive todav¨ªa en Zanz¨ªbar como en otros lugares del ?frica Oriental en relaci¨®n, por ejemplo, a la explotaci¨®n del turismo, entendida no tanto como el beneficio que la industria tur¨ªstica reporta al pa¨ªs cuanto a la explotaci¨®n directa del turista. Se trata de una serie de tasas, permisos, pases y autorizaciones de todo tipo que, m¨¢s que a la Administraci¨®n beneficia al administrador o a la pir¨¢mide recaudatoria de jefes y subalternos en la que ¨¦ste se halla inserto. Una actitud que, en el caso de Zanz¨ªbar, contrasta con la de la poblaci¨®n en general -comerciantes, camareros- que, si advierte que al pagar una cuenta tienes problemas con el cambio, te la redondea tranquilamente a la baja. Tampoco se da por aqu¨ª el h¨¢bito del regateo, algo que sorprende a los turistas espa?oles que, acostumbrados tal vez a Marruecos, tienden a pensar que es propio de los pa¨ªses ex¨®ticos, de lugares como la India o, sin ir m¨¢s lejos, la isla de Zanz¨ªbar. Al que tenga inter¨¦s en practicarlo le recomendar¨ªa las tiendas de artesan¨ªa para turistas que hay en Kenia. All¨ª podr¨¢ obtener rebajas de hasta un 60% o un 70%. Con todo, habr¨¢ pagado un precio doce o quince veces superior al de una tienda ajena a tales circuitos.
18 En el ¨¢mbito franc¨®fono, la palabra cr¨¦ole, criollo, tiene un significado distinto al que le damos nosotros. En Hispanoam¨¦rica, por ejemplo, se llamaba criollos a los descendientes de espa?oles all¨ª afincados, por contraposici¨®n a mulatos, mestizos, zambos y dem¨¢s t¨¦rminos con los que la sociedad americana se clasificaba a s¨ª misma. El cr¨¦ole, en cambio, es precisamente el resultado de alg¨²n tipo de mestizaje que en el caso de Seychelles da lugar a un f¨ªsico de rasgos imprecisos. En el seno de toda sociedad mestiza, quienes lo son en menor grado o no lo son en absoluto, suelen atribuir a quienes lo son m¨¢s acusadamente -a fin de marcar distancias- un car¨¢cter malintencionado y resentido, debido a la presunta desaz¨®n que les produce no ser ni una cosa ni otra. Tambi¨¦n, una tendencia natural al enga?o y el latrocinio, algo de lo que la mayor parte de las gu¨ªas tur¨ªsticas se hacen eco en lo que se refiere a Seychelles, al aconsejar al visitante que no quite el ojo de sus pertenencias. Un consejo que si en el pasado estuvo tal vez justificado, en la actualidad no lo est¨¢ en absoluto. Lo que s¨ª es cierto, en cambio, es que, llegando del continente, los isle?os no resultan especialmente simp¨¢ticos, como faltos de esa cualidad que permite un inmediato entendimiento, tan frecuente en los habitantes de Uganda, Kenia y Tanzania.
Lo esencial, en todo caso, es que Mah¨¦ y las restantes islas del archipi¨¦lago se han convertido para el mundo entero en un modelo de desarrollo tur¨ªstico, lo que ha supuesto un llamativo incremento del nivel de vida de la poblaci¨®n, inimaginable hace s¨®lo unos pocos a?os. Y lo m¨¢s singular es que ese desarrollo lo ha propiciado un Gobierno surgido de un golpe de Estado que se produjo al poco de la independencia, un Gobierno de corte revolucionario que de inmediato cont¨® con el apoyo de pa¨ªses como China y Corea del Norte. Tambi¨¦n es cierto -todo hay que decirlo- que similares planteamientos procomunistas eran compartidos por los principales dirigentes pol¨ªticos africanos de la ¨¦poca y contaban con el respaldo de una buena parte de los intelectuales europeos de aquel entonces, en Barcelona y Madrid no menos que en Par¨ªs o Roma. El caso es que la ins¨®lita experiencia de una sociedad socialista fundamentada en los ingresos obtenidos por el turismo ha resultado un ¨¦xito, como bien lo demuestra el hecho de que la renta per c¨¢pita de Seychelles sea 30 o 40 veces superior a la de, por ejemplo, Tanzania.
Sin embargo, lo que es v¨¢lido para Seychelles no lo es para sus vecinos del continente, donde las zonas de inter¨¦s tur¨ªstico representan tan s¨®lo una m¨ªnima parte de la superficie del pa¨ªs. De ah¨ª que Kenia, el pa¨ªs m¨¢s avanzado del Africa Oriental, al igual que Sur¨¢frica, haya emprendido un desarrollo agr¨ªcola, industrial y de servicios a la vez que tur¨ªstico. Lo que supone una paulatina conversi¨®n de sus espacios naturales en reductos aislados que por su car¨¢cter artificioso terminan siendo mera escenificaci¨®n de lo que hab¨ªan sido. Sur¨¢frica, seg¨²n sus vecinos, es ya, m¨¢s que ?frica, otra cosa. Como Seychelles tambi¨¦n es otra cosa, qui¨¦n sabe si el futuro de ?frica.
Mah¨¦, concretamente, hace pensar m¨¢s en Hawai que en otras islas ¨ªndicas. Y si Uganda ofrece una naturaleza que parece un jard¨ªn, Mah¨¦ es directamente un jard¨ªn. Si algo sorprende ante semejante despliegue de rocas encumbradas y de frondosidades verdes que se precipitan en mara?a, es que la habitaci¨®n del hotel est¨¦ presidida por el televisor y, sobre todo, que la gente s¨®lo parezca abandonar la playa para quedarse colgada de la programaci¨®n. Tal vez porque en estos momentos todos los informativos se entregan, como de com¨²n acuerdo, a pormenorizar la historia de un alem¨¢n que se comi¨® a su amigo con el consentimiento de ¨¦ste. Una noticia que estimula esa tendencia natural del viajero a elaborar historias de terror, al igual que las lecturas a las que suele aplicarse como para atemperar el ¨¢nimo, esos novelones que la gente lee cuando viaja y que tanto estimulan la impresi¨®n de que no puede uno fiarse de nadie en la medida en que la persona m¨¢s pr¨®xima -un vecino, el marido, una simp¨¢tica anciana a la que ayudamos a cruzar la calle- puede estar pose¨ªda por los peores instintos criminales.
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