El duende ultraviolento
"Cuando un actor tiene ¨¦xito, le crece un par de cuernos. Nada que puedas controlar; te pasa, simplemente. Supongo que tambi¨¦n me pasar¨¢". (Malcolm McDowell, en el verano de 1969).
La mirada es punzante, retadora, helada y aun ardiente; son los ojos de un hombre que no duda, ni recula, ni parpadea siquiera. Podr¨ªa sospecharse que sonr¨ªe, pero no hay en su mueca inamovible vestigios de afabilidad o empat¨ªa real. Es la expresi¨®n de quien se regocija ocultando cuanto sabe, aunque esta vez quiz¨¢ quiera contarlo. Finalmente la c¨¢mara se mueve lentamente hacia atr¨¢s, en una suerte de despegue del que seguramente nadie volver¨¢ igual. Hay un salto pendiente, una avidez callada, un zarpazo brutal apenas postergado en el rictus del nihilista seductor cuya voz -sard¨®nica, chulesca, de una estudiada y rara gentileza- ha irrumpido sobre los terminantes acordes de Walter Carlos con las palabras justas para cerrar el paso a la indiferencia y anular los caminos de un olvido improbable: "Ah¨ª estaba yo, esto es, Alex...".
Mor¨ªan los sesenta cuando el genio y la figura de Alexander DeLarge irrumpieron en la cabeza de Stanley Kubrick. Ir¨ªa por el cuarto cap¨ªtulo de la novela de Anthony Burgess cuando de pronto vio al protagonista: no pod¨ªa ser otro que Malcolm McDowell. Mientras aficionados y cr¨ªticos a¨²n se devanaban los sesos descifrando los presuntos arcanos del monolito de 2001, Kubrick era ya presa de una fascinaci¨®n que de un instante a otro se desviv¨ªa por contagiar. Luego de haber le¨ªdo y rele¨ªdo, presa de una incomodidad que ceder¨ªa terreno al dichoso estupor, McDowell -reci¨¦n lanzado por Lindsay Anderson como protagonista de If...- opin¨® que la novela de Anthony Burgess bien merec¨ªa la etiqueta de cl¨¢sico contempor¨¢neo, y por supuesto firm¨® el contrato, incapaz todav¨ªa de calibrar la clase de comercio mefistof¨¦lico que realizaba. ?C¨®mo iba a imaginar el reci¨¦n exitoso Malcolm Taylor -nombre ocupado ya por otro actor, de ah¨ª la elecci¨®n del apellido materno- que el portentoso Alex terminar¨ªa sepultando al promisorio McDowell?
"Raro como una naranja mec¨¢nica", reza la expresi¨®n cockney que permiti¨® al autor de la novela vislumbrar su t¨ªtulo. Desahuciado por los especialistas en 1959, v¨ªctima de un tumor cerebral que seg¨²n el neur¨®logo tendr¨ªa que matarlo en pocos meses, Anthony Burgess dej¨® su plaza de profesor en Malasia y se retir¨® a escribir por el tiempo que le quedara de vida. Un a?o y cinco novelas m¨¢s tarde, se vio lo suficientemente sano para ir dejando atr¨¢s el diagn¨®stico negro y vivir escribiendo por tres d¨¦cadas m¨¢s. Naranja mec¨¢nica "ser¨ªa un t¨ªtulo apropiado para una historia sobre la aplicaci¨®n de leyes pavlovianas a un organismo que al modo de las frutas es capaz de alcanzar color y dulzura", escribe Burgess al comienzo de los sesenta, con la novela ya en estado embrionario. Diez a?os m¨¢s tarde, al igual que McDowell y Kubrick, el novelista ser¨¢ incapaz de controlar, desviar o cuando menos encajar el alud de interpretaciones y r¨¦plicas que la pel¨ªcula traer¨¢ consigo.
No es que Kubrick encuentre meras similitudes significativas entre el actor y el personaje, sino que la intuici¨®n se lo dice a las claras: Malcolm es Alex. Cierta vez, con la pel¨ªcula casi completamente rodada, la escena de la violaci¨®n se atora. Por m¨¢s que Kubrick mueve los muebles y los ¨¢ngulos, la irrupci¨®n de Alex y sus tres droogs en la casa de campo no termina de convencerlo, por m¨¢s que la repiten a lo largo de una tortuosa semana. Armado de su propia exasperaci¨®n, Stanley se acerca a Malcolm y le pregunta si sabe bailar. "?Claro que no!", responde divertido el protagonista, y acto seguido se lanza a bailotear en la escalera, mientras entona Singin' in the rain. M¨¢s cerca de Mel Brooks que de Gene Kelly, el actor logra que el director se refunda el pa?uelo en la boca, como ¨²ltimo recurso para detener un lacrim¨®geno acceso de carcajadas. Sin pensarlo dos veces, Kubrick deja la locaci¨®n, maneja hasta su casa, toma el tel¨¦fono y compra los derechos de Singin' in the rain. Una semana m¨¢s tarde, han terminado de rodar la escena escalofriante de la pel¨ªcula, donde la ultraviolencia termina de pintarse como la atrocidad total infectada de alg¨²n humorismo exquisito: el buf¨®n y el verdugo son la misma persona.
Las botas, los tirantes, el bomb¨ªn, las mancuernillas disfrazadas de ojos sangrantes, la concha protectora sobre el pantal¨®n, la quijada torcida y casi siempre tensa, cual si un orgasmo eterno lo visitara, la pesta?a postiza cuyo par se qued¨® en el camerino porque Kubrick entr¨® y le pidi¨® que ya no se pusiera la otra: el monstruo es tan perfecto que aterra y seduce, de modo que el espectador tampoco puede esperar a o¨ªr las "trompetas ang¨¦licas y trombones diab¨®licos" que le son prometidos: sus labios escupiendo terminajos en pur¨ªsimo nadsat -mezcla de ruso e ingl¨¦s del este de Londres, inventado por el pol¨ªglota Burgess-, repletos de un orgullo autoritario que se saciar¨¢ un poco luego de "tolchocarle la gulivera a un cheloveco y jugar al dentro-fuera con su ptitsa". ?C¨®mo evitar el culto, la leyenda, los ¨¦mulos arrebolados por la po¨¦tica de la ultraviolencia? A un a?o de su estreno, la pel¨ªcula hab¨ªa inspirado a la suficiente cantidad de v¨¢ndalos -imitaban la ropa, las palabras, los gestos; cantaban Singin' in the rain a medio estupro- para que Kubrick la vetara en Inglaterra, donde no se volvi¨® a exhibir mientras vivi¨®.
"Basta con que uno sea semi-congruente, semiinteligente, para no poder ya continuar como actor, a menos que consienta convertirse en monstruo. Es la ¨²nica forma de sobrevivirlo". Malcolm McDowell se convierte en Alex ya con 28 a?os, precedido de una peque?a fama que anticipa muy poco de lo que vendr¨¢. Promiscuo y parrandero, el actor atraviesa un romance, que luego desembocar¨¢ en boda, con Margot Bennett, publirrelacionista de la Paramount, ex esposa de otro chico Kubrick -Keir Dullea, el astronauta de 2001-, y reci¨¦n ha logrado hacerse a la idea de ser s¨®lo actor, un oficio que nunca le pareci¨® serio, pero es aun preferible a sus otros empleos: mesero, mensajero, vendedor de caf¨¦. No ha estudiado propiamente actuaci¨®n, y de hecho casi todo lo que sabe lo aprendi¨® de Lindsay Anderson, su amigo y director predilecto (con Kubrick terminar¨¢ peleado), pero recuerda con especial inquina su experiencia en la Royal Shakespeare Company, en Stratford: "Un lugar monstruoso, el peor teatro del mundo, ya s¨®lo sostenido por turistas americanos idiotizados". De ah¨ª que pocas cosas lo incomoden tanto como las preguntas de otros actores en cuanto a su t¨¦cnica personal. "Me paro y lo hago, y ya, esa es la t¨¦cnica".
A partir de 1971, Malcolm ya s¨®lo vive para alimentar a Alex. Personajes como Mick Travis (O lucky man!), Paul Gallier (Cat people), H. G. Wells (Time after time) y hasta el mismo Cal¨ªgula funcionan como p¨¢lidas referencias al legendario preso 655321 que le¨ªa la Biblia para mejor mirarse a ojos cerrados flagelando la espalda de Jesucristo. Cuando, ya en la ¨²ltima orilla de los setenta, el magnate del porno Bob Guccione alquila a Tinto Brass para que le dirija su Cal¨ªgula, todo indica que la consigna es volver a la Biblia de Alexander DeLarge y cumplirle sus sue?os de d¨¦spota romano. M¨¢s all¨¢ de los m¨¦ritos de la pel¨ªcula -¨ªnfimos, toda vez que Guccione le insert¨® sus escenas de porno duro (filmadas por la noche, a escondidas, con otro equipo de producci¨®n y varias mujeres del Penthouse) y edit¨® la pel¨ªcula a su antojo-, lo que queda de ella se soporta a medias no por el gui¨®n masacrado de Gore Vidal, ni por presencias como John Gielgud y Peter O'Toole, ni por la fotog¨¦nica vulva de Teresa Ann Savoy, como por los desplantes sobreactuados de Alex Emperador, que una vez m¨¢s baila (sin cantar, eso s¨ª) y derrama la sangre y la desgracia sin las limitaciones del antiguo v¨¢ndalo. Por lo dem¨¢s, se cuenta que el carism¨¢tico McDowell se encarg¨® de guiar al director por sus terrenos. Esto es, por los de Alex, travestido en un C¨¦sar sanguinario pero no seductor que se mira al espejo y murmura, angustiado, lo impensable: me estoy quedando calvo.
"Malcolm McDowell: ¨¢ngel insolente", se nombrar¨ªa la celebraci¨®n organizada por el Lincoln Center hace un par de a?os, en forma de una retrospectiva neoyorquina de ocho d¨ªas cuyo t¨ªtulo se adivina creado a la medida de Alex. Pero McDowell sabe sobrellevarlo: "Una vez Alan Price se quej¨® conmigo de tener que cargar la cruz de O lucky man!, ya que en cada concierto le ped¨ªan que cantara la canci¨®n de la pel¨ªcula. Le contest¨¦ furioso: Alan, mira qu¨¦ puta cruz soportas, ?sabes lo que dar¨ªa cualquier artista por cargar una cruz as¨ª? La m¨ªa es Naranja mec¨¢nica". Residente californiano desde hace un cuarto de siglo, con los cabellos grises y ya escasos pero sacando jugo a una tercera esposa, dirigido recientemente por Robert Altman, el actor todav¨ªa se arrepiente de no haberle llamado m¨¢s a Kubrick -quien por entonces le regalara un perro, tambi¨¦n llamado Alex- y observa, en lo posible, la ol¨ªmpica desfachatez con la que hace 30 a?os desmintiera frente a la prensa norteamericana que un d¨ªa hubiese posado totalmente desnudo para cierta revista inglesa: "?Falso, ten¨ªa los calcetines puestos!".
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