El muro incesante
A una naci¨®n como la jud¨ªa, que ha padecido aislamiento, segregaciones incesantes, matanzas sin sentido y uno de los mayores holocaustos de la historia, no le va a ser f¨¢cil sostener por mucho tiempo, con la cabeza alta, la raz¨®n pol¨ªtica que la ha llevado a segregar y aislar a otra naci¨®n a trav¨¦s de un muro que se extiende a lo largo de 700 kil¨®metros entre Cisjordania e Israel.
El muro es una de esas atrocidades de la condici¨®n humana a la que todos parec¨ªan resignados, hasta que la Corte Internacional de Justicia de La Haya lo declar¨® ilegal el 9 de julio pasado. El dictamen se?ala que la ilegalidad es absoluta en aquellas regiones donde la barrera invade el territorio palestino, separando los hogares de la gente de sus sitios habituales de trabajo, o imponiendo el alejamiento forzoso de familias enteras.
Cuatro d¨ªas despu¨¦s de la declaraci¨®n de La Haya, el ex primer ministro israel¨ª Benjam¨ªn Netanyahu public¨® en The New York Times una columna que intentaba refutar el juicio de la Corte, se?alando que la barrera "se alza en los territorios que Israel gan¨® durante la guerra defensiva de 1967" y que su funci¨®n es temporaria, no permanente. "De hecho", se?alaba, "Israel retir¨® hace poco casi 20 kil¨®metros de obst¨¢culos para facilitar la vida diaria de los palestinos".
La discusi¨®n amenaza no tener fin, porque las dos partes creen tener la raz¨®n. Donde hay discusi¨®n hay guerra, pero mientras la guerra sea desigual, uno de los bandos est¨¢ condenado a ser el opresor y el otro bando la v¨ªctima.
Israel no puede seguir tolerando los atentados suicidas que se cobran miles de vidas por a?o. Los palestinos, a su vez, no saben ya c¨®mo protegerse de las represalias furibundas a esos atentados ni c¨®mo horadar el muro. Cada ataque de un lado suscita en el otro una ciega fiebre de venganza, y la venganza, tal como cre¨ªa George Orwell, "es una ilusi¨®n infantil nacida de la impotencia, no del poder".
Quiz¨¢ nada ejemplifique tan bien ese callej¨®n sin salida como el di¨¢logo entre Ghassan Shakaa, alcalde de Nabl¨²s, la mayor ciudad de Judea y Samaria -en la zona ocupada- y el coronel israel¨ª que dirig¨ªa el ej¨¦rcito de ese distrito. La conversaci¨®n ha sido citada por el ex diplom¨¢tico norteamericano Edward R. F. Sheehan.
El alcalde: "Estamos sufriendo much¨ªsimo. Nos han destruido las l¨ªneas el¨¦ctricas y el sistema de aguas corrientes. Los reparamos con el dinero que nos enviaron Noruega y Alemania, y ustedes los volvieron a destruir".
El coronel: "Un tercio de los suicidas con bombas salen de Nabl¨²s. No tenemos otro medio para detener el terror".
El alcalde: "Pero en las represalias, ustedes hicieron pedazos la central de polic¨ªa. Nos hemos quedado sin polic¨ªas ni jueces. ?Cu¨¢l es la causa de esta ocupaci¨®n tan cruel?".
El coronel: "?La causa? Acabar con el terror".
El alcalde: "Ya le dije, no tenemos polic¨ªa en las calles para arrestar a los terroristas. Le han prohibido a la polic¨ªa usar uniforme y portar armas".
El coronel: "La ocupaci¨®n es una decisi¨®n pol¨ªtica. No tengo nada que decir. Como soldado, obedezco ¨®rdenes".
El alcalde: "Ustedes no s¨®lo destruyen nuestras casas. Tambi¨¦n nuestra econom¨ªa, nuestra cultura".
Los argumentos de un lado y otro no tienen fin. Harto de razonar, el Gobierno de Ariel Sharon orden¨® hace dos a?os levantar el muro: una larga valla de cemento, coronada por alambres de p¨²a y torres de vigilancia, una cada 300 metros, en las que hay ametralladoras teledirigidas. Cada tanto, la barrera est¨¢ reforzada por verjas con electricidad. Hay cientos de c¨¢maras ocultas y un sistema de comunicaci¨®n que detecta cualquier intento de violencia. La alarma pone en acci¨®n a los guardias en menos de 30 segundos.
Como dec¨ªa el coronel de Nabl¨²s, los soldados s¨®lo cumplen ¨®rdenes, pero las ¨®rdenes son una delegaci¨®n del poder, y el poder engendra corrupci¨®n o malevolencia en quienes no saben administrarlo. Las consecuencias se pueden ver a menudo por televisi¨®n: largas filas de mujeres y ni?os ¨¢rabes esperando bajo la lluvia o el sol m¨¢s cruel que les franqueen el paso para llegar a sus granjas o a la escuela; mujeres que tienen sus partos de emergencia en medio del camino porque no hay excepciones ni con las ambulancias; habitantes de casas palestinas que ven sus muebles destruidos y sus recuerdos incendiados porque las noticias de la demolici¨®n llegaron sin darles tiempo para la mudanza. Los soldados que cumplen esas ¨®rdenes son, con frecuencia, adolescentes. No los conmueven las s¨²plicas ni los sollozos, y ellos tambi¨¦n est¨¢n temblando de miedo.
Si se piensa que, en el fondo, la guerra entre palestinos e israel¨ªes es de naturaleza religiosa, la simple existencia del muro es ofensiva para un pueblo que, como el jud¨ªo, fue forzado a vivir entre cercas y alambradas, v¨ªctima de prejuicios y fanatismos.
En 1516, los jud¨ªos de Venecia fueron confinados a un barrio cercado por vallas de hierro, donde se fund¨ªan ca?ones. La palabra ghetto viene de all¨ª, del antiguo vocablo italiano getto, que significa eso: fundici¨®n. Esas barreras de verg¨¹enza se extendieron por toda Europa -Frankfurt, Mil¨¢n, Praga- hasta que la ¨²ltima fue derribada durante la ocupaci¨®n de Roma por los franceses, en 1870. Se crey¨® que aqu¨¦l ser¨ªa el ¨²ltimo ghetto hasta que Hitler cre¨® muchos m¨¢s poco antes de la Segunda Guerra. Uno de ellos, el de Varsovia, sigue siendo una met¨¢fora mayor de la resistencia y el coraje del pueblo jud¨ªo.
Hubo otro muro ominoso que dividi¨® las dos mitades de Berl¨ªn y tard¨® 28 a?os en caer. Parec¨ªa entonces que la humanidad ya no iba a permitirse ni uno m¨¢s hasta que apareci¨® el de Cisjordania, una paradoja construida por herederos de la naci¨®n que mejor conoce esa clase de sufrimientos.
La historia suele dar vueltas sobre s¨ª misma y, a veces, donde se busca la cabeza asoma tambi¨¦n la cola.
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